Hice el ciclo inicial del secundario en una escuela técnica. No parece el lugar apropiado para alguien a quien le gusta escribir, pero en ese momento no sabía que me gustaba escribir. Sí sabía que quería hacer humor, aunque no me había dado cuenta de que podía hacerse en serio. El proyecto de hacer humor que ya llevaba varios años se refería sólo a la personalidad, y no pensaba que estuviera en una etapa avanzada.

La materia Lengua y Literatura se dividía en dos partes: teórica y taller. Para esta última la mitad del curso se iba con otro profesor. Nunca entendí por qué en la parte de taller hacía falta que fuéramos menos, pero lo disfrutaba. Creo, igualmente, que nadie lo aprovechaba. No parecía haber nadie interesado en esas cosas, y yo tampoco.

No significa que la materia no me gustara. El profesor sabía, y tenía ganas de transmitirnos cosas. Nos pasaba trucos de sentido común que aparentemente algunos los necesitaban, como “si tenés dudas sobre cómo se escribe una palabra que está en la consigna, escribila igual que en la consigna”. Trataba de entusiasmarnos con lecturas, y operaba bajo la equivocada idea de que nos importaba algo lo que nos estaba enseñando. Puedo decir que a mí me importaba un poco. Sospecho que no éramos muchos los que compartíamos un mínimo entusiasmo.

El comentario en la clase era de otro calibre. Como la materia estaba dividida en dos, y ambos profesores eran hombres, para gran parte del curso esto quería decir que “son putos”. El entusiasmo que generaba esta idea en esos adolescentes de trece años era enorme, y es probable que la edad no la haya reducido. Puedo decir que nunca me enganché en esa estupidez (lo que no me impidió engancharme en otras).

La cuestión es que un día estábamos en taller. Creo que era después de comer, y como éramos media división el ambiente estaba relajado. Teníamos un libro con ejercicios y cosas así. A esa altura, la materia Lengua venía de varios años de primario en el que no consistía en mucho más que hacer análisis sintáctico. Todos sabemos que no hay nada más aburrido que eso. Al día de hoy, a pesar de haberlo practicado durante años y dedicar mucho tiempo a escribir, no lo sé hacer. Si tengo alguna duda, recurro a profesionales.

En medio de todos los ejercicios que veníamos haciendo, el profesor nos manda a escribir algo. No lo dijo así. Nunca en la escuela me mandaron a hacer una composición, ni una monografía, ni nada de eso. Tuve que hacerlas, sí, pero no con esos nombres. Sospecho que asustan.

Entonces nos mandaron a escribir algo, con alguna excusa. Lamentablemente no me acuerdo ni cuál era la consigna ni en qué consistía, ni nada. Los detalles acá son bastante vagos. Sepa excusar, querido lector. El asunto es que se me ocurrió una respuesta graciosa a la consigna que llegó. Pero eso no es lo extraordinario, sino lo que ocurrió después: me animé a escribirla. El instinto me llevaba siempre a hacer cosas más conservadoras, más aceptables. Pero esta vez, tal vez por el ambiente distendido, me animé y escribí lo que se me ocurrió. Me acuerdo que lo tomaba como una acción medio de rebeldía, y tenía miedo. Me parecía que al profesor le iba a parecer que lo estaba cargando (no creo, pero capaz que sí lo estaba cargando).

Ahora que estoy ahondando en eso, creo que tenía que tener formato de noticia. Había que hacer una crónica de algo, probablemente. O capaz que estoy inventando todo. O capaz que no existo, y usted tampoco, y todos somos parte de la imaginación de una oruga que está a punto de convertirse en mariposa. No sé bien.

Lo único que me acuerdo fehacientemente es que situé la historia en Calamuchita, sólo porque me pareció gracioso el nombre de ese lugar. Me arrepentí en el mismo instante, pero no lo cambié, creo que porque terminé de escribir justo sobre la hora. Hubo que entregar la hoja, y lo hice con temor.

Pero al rato ocurrió algo que no esperaba. El profesor se maravilló. Harto de encontrar textos escritos sólo para cumplir con la obligación, de repente recibió uno al que alguien le había puesto algo de onda. No lo dijo así, pero se entendió que se refería a eso cuando comparó mi texto muy favorablemente con los demás: los demás no tenían ninguna intención de escribir nada, y se notaba.

De cualquier modo, el entusiasmo con el que recibió mi texto le hizo tener una luz de esperanza para sus alumnos. Decidió entonces leerlo en voz alta, para que sirviera como ejemplo de qué era posible hacer. Me acuerdo que me generó un cierto orgullo que no sólo no se enojara, sino que le gustara lo suficiente como para leerlo para toda la (media) clase.

Sin embargo, no se me ocurrió que escribir fuera lo mío, ni que fuera algo que valiera la pena explorar. Pasaron muchos años hasta que me lo tomé en serio, años en los que no dudaba que podía escribir, pero no escribía.

Hace poco busqué entre las carpetas viejas a ver si estaba ese texto, que considero mi primer cuento. Pero no. Con seguridad, ha sido sepultado y se encuentra hoy en el Cinturón Ecológico. Es una lástima. Ahora que soy autor publicado capaz que eso tiene algún valor. Espero alguna vez acordarme, por lo menos, de qué se trataba.