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Ayer, 20 de julio, fue otro aniversario de la llegada del hombre a la luna. Es una de las más grandes proezas técnicas que ha realizado la humanidad. Sin embargo, hay alguna gente que tiene ganas de creer que esa proeza técnica no existió, y fue todo una conspiración con fines políticos.

Hay varias observaciones para hacer. Primero, efectivamente, fue una conspiración con fines políticos. Entre los resultados de esa conspiración, estuvo el alunizaje. Eso es indiscutiblemente extraordinario. Si uno quiere discutir los fines políticos que llevaron a eso, es razonable y bienvenido. El problema empieza cuando se decide que está bien dejar de lado la verdad.

Mucha gente que se opone a las políticas de Estados Unidos (algunas de ellas, en realidad, porque han cambiado muchas veces en los últimos cuarenta años) elige el camino corto. El camino largo es explicitar cuáles son las políticas y dónde están los problemas con esas políticas. El corto, en cambio, consiste en atribuir generalizaciones y minimizar logros. Entonces, como la llegada a la luna es algo muy difícil de minimizar, deciden que no existió. Es el mismo razonamiento que hacen los que niegan el Holocausto.

Si uno hace una pequeña búsqueda, hay un montón de argumentos que permiten establecer la veracidad de la llegada a la luna (y la del Holocausto también). Muchos son interesantes, y permiten aprender cosas nuevas. Pero no sirven para convencer a los que están convencidos de que es una conspiración, porque es gente que ha tomado la decisión de renunciar al pensamiento.

Toma entonces pilares axiomáticos, y cuando no sabe qué hacer se aferra a ellos. Nunca los van a poner en duda, y se ocuparán de ofenderse si alguien lo hace. Esto es lo contrario de una actitud racional. Entonces, no se los puede convencer hablando un idioma que ellos se niegan a hablar.

Algunos tratan de ser neutrales. Se ponen en filósofos y expresan que bueno, que en realidad la verdad no se puede comprobar 100%, que lo que importan son las consecuencias sociales, que nunca vamos a estar seguros. Pretenden tender puentes entre lo racional y lo irracional, y creen que lo hacen bien. Y lo único que consiguen, además de mostrar su cobardía intelectual, es pasarse al equipo de los irracionales. Eligen ignorar que si hay dos posiciones enfrentadas, es posible que una tenga razón. La verdad no es un promedio.

Me encantaría poder dar acá una fórmula para lidiar con esa clase de gente. No sé qué es lo que se puede hacer para ayudar a que tomen el camino del pensamiento. Estoy seguro de que muchos son capaces de hacerlo, si tuvieran ganas. Hay gente que aplica pensamiento crítico para todo salvo para algunos temas cercanos a su corazón, que elige no examinar. Y ésos suelen ser los que más necesitan ser examinados.

Lo que hago, entonces, es reírme. Siendo que se comportan de manera ridícula, es algo que sale naturalmente. Y no escondo la risa. Tengo la tal vez inútil esperanza de que alguno se dé cuenta de que hace el ridículo y se ponga a ver por qué. En una de ésas, descubren lo que se están perdiendo.

Hay gente que no sólo reflexiona, sino que hace reflexiones. Lo creen muy importante, trascendente e inusual. Es como una canalización de entes externos, que reflexionan en el éter. Entonces, cuando una de esas reflexiones llega, ellos tienen el privilegio de hacerla llegar a los otros mortales.

Entonces proclaman: “voy a hacer una reflexión”. Es una manera de demandar silencio. También de pedir atención. Porque las reflexiones son exclusivas. No cualquiera puede hacerlas. Van a compartir su don, y requieren que el momento de hacerlo sea tratado con la importancia que se merece.

No es necesario ponerse de pie. Sólo escuchar. Dejar entrar las palabras, las verdades, que va diciendo el sabio. No dará sólo hechos. Nos hará llegar sus interpretaciones, unirá distintos conceptos que no parecen unidos entre sí. Y lo hará de maneras que nadie había sospechado antes.

Si la reflexión ocurre a fines de octubre, los de la Comisión Nobel se ponen nerviosos.

Durante el transcurso de las palabras, el silencio sólo es interrumpido por ellas. El público escucha. Sólo algunos entienden. Las personas que no sólo prestaron suficiente atención, sino que son lo suficientemente sofisticadas como para comprender (no ya entender) lo que se ha dicho. El reflexionador ayuda, hablando con lentitud.

Así, puede entonar en forma apropiada, dar la importancia merecida a cada palabra. Eso complementará su discurso, y lo hará llegar a más gente.

La persona que reflexiona, cuando se acerca al final, acelera un poco. Después llega a un clímax, y pronuncia una última oración que cierra todo de manera espléndida. La termina sin más palabras, porque ya no es necesario hablar, como esperando un aplauso. Pero el aplauso nunca llega, porque la gente está ocupada comprendiendo. Por eso se produce el más profundo de los silencios.

Está circulando esta imagen, que vale la pena comentar:

La imagen quiere mostrar cómo diferentes medios con distintos intereses (o públicos) muestra y deja de mostrar aspectos de la realidad según las conveniencias. OK, la objetividad en los medios no existe, no está diciendo nada nuevo, ni particularmente objetable.

Pero hay que tener cuidado. Esta imagen es simple, y es lógico que lo sea. Como tal, corre el riesgo de irse hacia el simplismo. Hay una operación que hace mucha gente que es igual de peligrosa que la deformación que pueda aplicar un medio.

Es la siguiente: tomar distintos medios de distintas tendencias, y asumir que muestran costados distintos de una misma realidad. Pensar que lo que callan unos lo dicen los otros, y viceversa. Hacerse la idea de que la verdad tiene dos caras, y nada más que dos.

Entonces, la gente que no quiere ser engañada por los medios, adopta una postura neutral. Que puede ser sana. El asunto es cuando esa neutralidad lleva a asumir que la verdad está en el medio de lo que dicen los distintos comunicadores.

Todos los medios tienen algún interés, por más que traten de ser lo más objetivos posible. No se puede pretender anular los puntos de vista. Existen, y está bien que existan. Está bien saber cuál es el interés de cada uno, y medir el contenido según eso. Pero no conviene quedarse sólo en eso. Conviene también medir el contenido por su propio mérito, a ver si se sostiene, si pasa las pruebas de credibilidad apropiadas.

Claro que eso no se puede hacer con todos los temas, ni todas las noticias. Entonces hay atajos, se puede confiar en que la información que habitualmente ofrecen ciertos medios acerca de ciertos temas puede ser razonablemente buena. Lo que no es saludable es considerar que uno está informado sobre un tema cuando leyó lo que dicen los diarios (o los canales de televisión, o lo que sea), por más que haya leído muchos. Para estar realmente informado, por más bien que informen los diarios, habitualmente hace falta ir a fuentes más directas.

También existen, en todo el mundo, medios a los que no hay que creer nada. Tienen, sin embargo, derecho a existir. Se llama “libertad de prensa” y cubre a los responsables junto a los que se dedican a la mentira pura. El asunto es que no son siempre los mismos. A veces cambian, a veces vuelven a cambiar, y a veces los contenidos son muy diversos. Hasta en los medios más rancios se puede colar eventualmente alguna verdad. La gente más despreciable podría tener razón.

Se puede generalizar, tender a leer algunos diarios y otros no, porque el tiempo de uno es limitado. Cada uno lo maneja como le parece. (También es perfectamente legítimo, por ejemplo, no leer ningún diario, no mirar ningún noticiero. De las cosas importantes uno se enterará igual, porque vive en una sociedad.)

Entonces, hay que tener cuidado. El cerebro tiene que estar funcionando. La verdad no está distribuida en partes iguales. Que muchos medios (o todos) insistan con mucha fuerza en un concepto no lo hace cierto. Hay que medir cada idea, cada hecho, a ver si pasa el detector de patrañas (baloney detection kit). Y siempre hay que tener en cuenta que no hay atajos en el pensamiento.