Hay gente que no sólo reflexiona, sino que hace reflexiones. Lo creen muy importante, trascendente e inusual. Es como una canalización de entes externos, que reflexionan en el éter. Entonces, cuando una de esas reflexiones llega, ellos tienen el privilegio de hacerla llegar a los otros mortales.
Entonces proclaman: “voy a hacer una reflexión”. Es una manera de demandar silencio. También de pedir atención. Porque las reflexiones son exclusivas. No cualquiera puede hacerlas. Van a compartir su don, y requieren que el momento de hacerlo sea tratado con la importancia que se merece.
No es necesario ponerse de pie. Sólo escuchar. Dejar entrar las palabras, las verdades, que va diciendo el sabio. No dará sólo hechos. Nos hará llegar sus interpretaciones, unirá distintos conceptos que no parecen unidos entre sí. Y lo hará de maneras que nadie había sospechado antes.
Si la reflexión ocurre a fines de octubre, los de la Comisión Nobel se ponen nerviosos.
Durante el transcurso de las palabras, el silencio sólo es interrumpido por ellas. El público escucha. Sólo algunos entienden. Las personas que no sólo prestaron suficiente atención, sino que son lo suficientemente sofisticadas como para comprender (no ya entender) lo que se ha dicho. El reflexionador ayuda, hablando con lentitud.
Así, puede entonar en forma apropiada, dar la importancia merecida a cada palabra. Eso complementará su discurso, y lo hará llegar a más gente.
La persona que reflexiona, cuando se acerca al final, acelera un poco. Después llega a un clímax, y pronuncia una última oración que cierra todo de manera espléndida. La termina sin más palabras, porque ya no es necesario hablar, como esperando un aplauso. Pero el aplauso nunca llega, porque la gente está ocupada comprendiendo. Por eso se produce el más profundo de los silencios.