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El otro día pasé por la avenida Canning y, como siempre, el cartel decía Scalabrini Ortiz. No sé por qué tengo la idea fija con esa clase de cambios. No me acuerdo una época en la que esa avenida fuera Canning. Pero me gusta saber los nombres anteriores. Cuando un líder gobierna en un país con ciudades constituidas y nombres puestos, si se lo quiere homenajear en algún lugar más o menos céntrico es necesario renombrar alguna calle. Así, el presidente radical Hipólito Yrigoyen ha cedido su nombre a la que antes era Victoria. El fundador de ese partido, Leandro N. Alem, pasó a ser la denominación del que antes era el Paseo de Julio, que a su vez toma el nombre de un mes que se llama así en homenaje a un líder anterior, Julio César. Si se mantuvieran los nombres, esa avenida sería el Paseo de Quintilis.

Es natural que las cosas cambien de nombre a lo largo de los años. Los lenguajes están vivos, las sociedades cambian, las costumbres que antes eran costumbre dejan de acostumbrarse. Sin embargo, cambios como el de Canning, más o menos recientes y bastante artificiales, me generan resistencia.

No es por los nombres en sí. No se trata del mérito del señor Scalabrini Ortiz. Estoy seguro de que si se le pusiera a cualquier calle el nombre de alguien unánimemente respetado, por ejemplo el doctor Favaloro, tendría alguna resistencia también.

Y la resistencia es a la pregunta forzada. Cuando se cambia el nombre Canning por el de Scalabrini Ortiz, una de las cosas que se está diciendo es que vale más el señor S. Ortiz que el señor Canning. Se generan dos bandos: el que prefiere a Scalabrini Ortiz y el que prefiere a Canning. Ambos tienen sus argumentos, que pueden ser perfectamente respetables, en la disputa entre ambas figuras por el nombre de la calle. ¿Quién se lo merece más?

En ese caso particular, el asunto está teñido de nacionalismo. ¿Cómo va a haber en un país de habla hispana una calle con nombre de un inglés? ¿Quién piensa en los niños? Mejor pongamos una figura nacional, para dar el ejemplo a las futuras generaciones.

Pero Canning y Scalabrini Ortiz no son personajes que se hayan cruzado. No pertenecen a la misma época, ni a la misma sociedad. No se puede comparar sus méritos o deméritos. La pregunta de qué nombre es más apropiado es artificial, porque del mismo modo que apareció Scalabrini Ortiz podría haber aparecido, por ejemplo, Alfredo Le Pera.

El asunto es que se impone un conflicto que antes no existía. Una disputa que no se da naturalmente, que no tiene sentido, pero mucha gente no se da cuenta de la artificialidad del asunto y toma posición igual en un debate inexistente. Y al hacerlo, convierte el debate inexistente en un debate existente.

No quiero detenerme mucho más en el ejemplo de la calle, porque es algo que se da muy seguido. Se establece que hay dos posiciones, y uno tiene que elegir. Entonces algunos eligen una, otros eligen la otra. Algunos quieren aplicar su inteligencia y encuentran la manera de ser neutrales, de estar a favor y en contra de las dos, porque son equilibrados o algo.

En estos casos, son muy pocos los que se preguntan si la pregunta inicial es válida. Si los postulados de los que se parte son sólidos. Y aunque se den cuenta de que la pregunta es improcedente, es muy difícil escapar. ¿Cómo se hace para no jugar a un juego que todos aceptan jugar y asumen que uno está jugando? No tengo la respuesta. Los que juegan tienden a pensar que la negación de uno a jugar implica una postura contraria a la propia, y por lo tanto hostil. Entonces se ponen en postura de ataque, o de defensa, que viene a ser más o menos lo mismo.

El que no quiere jugar, entonces, se queda en medio de un fuego cruzado, sin tener ganas de participar y sabiendo que todos los que tiran están equivocados, por más que tengan razón.

La vez pasada leí una historia que me hizo cambiar la opinión en el debate sobre los cambios de nombre de las calles.

En general, estaba en contra de los cambios innecesarios. “Abran calles nuevas y pónganles los nombres que quieran”. Suele haber intención política de homenajear a gente admirada por algunos, tal vez odiada por otros, que generan divisiones innecesarias entre los ciudadanos que transitan las ciudades.

Un ejemplo es la avenida Canning. George Canning fue un ministro inglés de relaciones exteriores, que fue el primer líder extranjero en reconocer la independencia argentina. En varios momentos, mentes nacionalistas decidieron que no estaba bien poner el nombre de un extranjero a una calle autóctona (aunque fuera un extranjero que ayudó a la existencia del país cuyo nacionalismo les tocaba ejercer). Entonces lo cambiaron por Scalabrini Ortiz, nombre que quedó luego de algunos vaivenes que no vienen al caso.

Ahora, ignoro los méritos del señor S. Ortiz. Tengo entendido que fue un intelectual peronista o algo así. Fenómeno. Puede que sea alguien excelente y muy digno de homenaje con su nombre en una calle. Mi objeción es otra: qué nombre largo. La avenida que antes se nombraba con dos sílabas, ahora necesita siete: s-ca-la-bri-ni-or-tiz. Algunos la abrevian, y logran usar sólo cinco: dicen simplemente “Scalabrini”.

Yo sigo diciendo Canning. Es mucho más fácil, y todo el mundo lo reconoce. A pesar de que el debate es anterior a mi época, y no conocí la calle con el nombre que uso, el nuevo no se termina de imponer, y la prueba es que todos entienden a qué me refiero cuando digo Canning. Una cosa es el nombre oficial de algo, otra el nombre real. Hay casos en los que la transición está completada: nadie llama Victoria a Hipólito Yrigoyen.

Pero ésa no es la historia que leí. Es sólo mi actitud respecto del nombre de calles. La historia es así. Parece que hace pocos años hubo en Inglaterra una iniciativa para cambiar las denominaciones de las calles que todavía llevaban nombres de gente relacionada con la esclavitud. Es una idea loable, dado que ese sí es un debate terminado; nadie está a favor de la esclavitud, o dice estarlo. El repudio unánime hace que sea coherente no homenajear a quienes sometieron a sus semejantes, etc, etc.

La cosa marchaba bien hasta que salió a la luz un mercader de esclavos del siglo XVIII, que además era líder antiabolicionista. Una persona execrable para los estándares actuales. Está muy bien sacarle la calle. Su nombre era James Penny, y la calle Penny Lane.

Esto generó alboroto. La industria del turismo de Liverpool puso el grito en el cielo. ¿Cómo van a cambiarle el nombre a algo tan emblemático, una de las razones por las que la gente visita la ciudad? Tanto alboroto se armó, que la iniciativa se fue al tacho, y los nombres de esclavistas se mantienen. Ahora se está intentando reflotarla, con la salvedad de que Penny Lane quedará sin modificaciones.

¿Que pasó? Hubo una modificación. El señor Penny había quedado en el olvido, y la calle ya no remitía a él. Ahora, gracias al paso del tiempo, Penny Lane sólo remitía al lugar. A tal punto que McCartney no tuvo ningún reparo en escribir una canción sobre la calle, a la que le puso el mismo nombre. Es probable que no estuviera enterado de que alguna vez hubo un señor Penny que vendía esclavos.

Esto viene a reforzar la idea de que los nombres es mejor que sean cortos. No hace falta poner nombres completos de personas o, como se hace en muchos casos, los títulos o cargos del homenajeado. Hubiera sido más difícil la transición si el nombre era James Penny Lane.

La cuestión es que la cultura y la poesía le dieron otro significado a una calle que en principio homenajeaba a alguien que hoy sería altamente condenado y repudiado. El lenguaje está vivo, y los nombres no son más que eso. Los esclavos fueron sometidos por más que Penny Lane se llame Scalabrini Ortiz. La esclavitud fue abolida por más que Penny Lane conserve ese nombre. Y la poesía lo convirtió en algo positivo, cantable, con alegría y trompeta piccolo.

Entonces, decidí que no me importan tanto los nombres de las calles en sí. Aunque hay gente que prefiero que no tenga calle, tarde o temprano la cultura lavará los significados, y pasarán a ser, como Marcelo T. de Alvear, una sucesión de sonidos con connotaciones sólo geográficas (Marcelo Torcuato de Alvear, en cambio, fue un presidente radical). Y, quién sabe, con suerte aparece la poesía y nombres antes execrables pasan a evocar imágenes como las de Penny Lane.