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Hoy hablaré de subte, sepan disculpar los no subtéfilos. Hablaré principalmente de los nombres de las estaciones.

El subte de Buenos Aires tiene un montón de recovecos donde se puede ver la historia. Algunas rarezas de la red son producto de decisiones tomadas hace muchas décadas, y de circunstancias que ya no existen.

Por ejemplo, la ausencia de una estación Juan B. Justo en la línea B no se debe al arroyo Maldonado, que pasa por abajo de esa avenida. Era posible en la época hacer una estación al lado del arroyo, a tal punto que en la línea D ocurrió exactamente eso (Palermo). El asunto es que, en la época que los hermanos Lacroze construyeron esa línea, el arroyo todavía no estaba entubado ahí. Entonces la B pasa por abajo (la D pasa por arriba del arroyo, por un puente). Como eso dificultaba la construcción, y en los años ’20 y ’30 no había mucha densidad de población en la zona, se decidió tener las estaciones más espaciadas. De ahí el tramo Dorrego-Malabia.

Pero Malabia no se llamaba así. Era Canning (tercera vez que menciono al bueno de George Canning en este blog). Pero a la avenida Canning le cambiaron el nombre varias veces. La estación homónima de la línea D siguió los cambios de la avenida (no así el taller adyacente, que sigue siendo Canning). En la B, como estaba ubicada en la paralela, se decidió ponerle Malabia, y de paso quedó definitivo. Hasta el año pasado, cuando a algún cráneo se le ocurrió agregarle el nombre de Osvaldo Pugliese a la estación, porque no hay mejor manera de homenajear a alguien que con una estación de subte con su nombre.

El tema con los nombres de las estaciones de subte es que son básicamente indispensables. En las calles no hacen mucha falta. Son útiles, pero si no estuvieran, la cultura se encargaría de asignarlos, y la gente las conocería por alguna referencia. En el subte, no es factible, porque no son más que puntos de luz en el túnel. Necesitan un nombre que las identifique claramente, y ese nombre tiene que ser geográfico, hacer referencia a calles o elementos que permitan conocer la ubicación. Y esos nombres tienen que ser claros, para que puedan ser leídos con un golpe de vista cuando uno está en el tren lleno y apenas se ven las señales a través de la gente.

Por eso no es razonable llenar los nombres de homejanes. Malabia es mejor que Malabia-Pugliese. Para los homenajes existen los bustos, murales y toda clase de recursos perfectamente válidos. El problema es que ya hay un antecedente: la estación Carlos Gardel de la misma línea, que alguien decidió que en lugar de Agüero debía tomar el nombre del cantor francés.

En el caso de Gardel el nombre está un poco más justificado. La calle Carlos Gardel está a media cuadra, y la zona del Abasto está asociada con el Morocho de Ahí Mismo. Pero lo lógico sería que la estación se llamara Abasto, siendo que está exactamente en la puerta del Mercado, que hoy convertido en shopping sigue dando nombre al barrio (por más que ese nombre no sea oficial, es como todos lo llaman).

Unos años antes, alguien decidió que estaba mal que estaciones de distintas líneas tuvieran el mismo nombre. Es un criterio curioso. Por un lado, nombres únicos permiten saber en qué línea está uno con sólo conocer la estación. Pero por otro lado, los nombres repetidos tienen la ventaja de que se puede comparar fácilmente la altura a la que uno está respecto de otra línea.

Así, la línea A sufrió algunos cambios, al estar en una avenida que modifica nombres. Acoyte era José María Moreno, pero perdió ese nombre en manos de una estación de la E (tiene sentido porque durante un tiempo fue terminal). Castro Barros era Medrano. Ya Caballito había pasado a ser Primera Junta. La terminal de la línea D era Florida, y pasó a ser Catedral.

En la B, Río de Janeiro pasó a ser Ángel Gallardo. Todavía se puede leer ese nombre, pintado de blanco, en los carteles originales que se conservan en la estación (pasa lo mismo en Malabia). El cambio se dio porque la avenida que hoy es Estado de Israel se llamaba en una época Río de Janeiro, y continuaba después en la calle que tiene todavía ese nombre (por qué era así, no sé).

El principio de no repetir nombres sigue vigente en las denominaciones de las estaciones proyectadas. Así, en la línea H, la parada que está sobre la avenida Garay (nombre más lógico) se llama Inclán, como la paralela, a pesar de que no hay ninguna otra estación Garay en existencia. La que está sobre San Juan es Humberto I, y sobre Belgrano está Venezuela. Combina con la línea A la estación Once, que puede tener ese nombre porque la estación de la A, Plaza Miserere, ya no se llama Plaza Once, como en sus comienzos.

Quedaron sin cambiar Callao y Pueyrredón en B y D, por alguna razón. Y nadie se pierde por esa homonimia. También comparten nombre las dos Independencia, en C y E, que combinan entre sí.

Hay estaciones que cambian de nombre antes de inaugurarse. Dávila era una de las paradas de la última gran extensión de la línea E, pero poco antes de abrirse pasó a llamarse Medalla Milagrosa. Este nombre extraño es el de una iglesia de la zona, la misma que hace doblar a la autopista. Pero la iglesia está a dos cuadras de la estación, lo que convierte a ese nombre en algo menos apropiado.

Pasa algo parecido con José Hernández, que durante toda la construcción iba a ser Virrey del Pino. Por eso linda con la calle de ese nombre, y está a una cuadra de la del autor del Martín Fierro. Pero parece que alguna mente nacionalista pensó que no estaba bien homenajear a un virrey, y era preferible usar el nombre de la persona por la que está el día de la Tradición, aun si la orientación sufría un poco.

La primera estación del tramo moderno de la línea D, posterior a Palermo, se iba a llamar General Savio, en honor a una figura de la industria que fue director de Fabricaciones Militares. Aparentemente la relevancia geográfica estaba en la cercanía con terrenos militares. Pero cuando se iba a poner en funcionamiento (sólo un andén), murió inesperadamente el ministro de Defensa, Roque Carranza, y se decidió dar su nombre a la estación. Que exista una calle Carranza a dos cuadras es mera casualidad.

La terminal de esa línea, sobre la avenida Congreso, iba a llamarse así. Pero se juzgó que no era apropiado, porque no sólo ya hay una estación Congreso, sino que esa terminal queda muy lejos del palacio legislativo. Pero no había otro nombre que conformara, entonces se decidió que esa estación homenajeara al Congreso de Tucumán. Con lo cual, es un nombre semigeográfico y emparchado, pero por lo menos evita las confusiones.

Actualmente hay varias estaciones terminadas que no se inauguran por distintas circunstancias. Tres de ellas ya cambiaron sus nombres. La que está sobre la plaza Flores (cuyo nombre oficial es otro) se iba a llamar Flores, pero los legisladores hicieron unos pases mágicos, y de repente es San José de Flores. La siguiente, Nazca, que será terminal, al mismo tiempo pasó a ser San Pedrito, como la avenida del otro lado de Rivadavia. Este autor prefiere Nazca, porque son dos sílabas.

Con la terminal de la B pasó algo parecido. Está en la esquina de Triunvirato y Monroe (avenida que alguna vez tuvo el destino de cambio permanente de Canning). Adyace la estación Villa Urquiza de algún ferrocarril. Ése es el nombre del barrio. La denominación clara y lógica es Villa Urquiza, que queda muy bien como nombre de terminal. Pero algunas personas, por motivos políticos, decidieron que no podía ser que la terminal tuviera ese nombre. Alegaban repetición (=pecado) de la estación General Urquiza de la línea E. La diferencia con el caso de Congreso es que esa estación Urquiza es ignota, y nadie la va a confundir con el barrio lejano. Sin embargo, el plan surtió efecto y la ley hoy indica que la estación debe llamarse Juan Manuel de Rosas (el mismo de los billetes de veinte pesos).

Hay tres líneas nuevas proyectadas. Alguna vez seguramente se harán. Y se incorporarán nombres que aún no están en la red de subtes, como Rivadavia (F), Directorio (I) o Santa Fe (F, aunque se está construyendo la de la H). Y aparecerán otros nuevos, como Jean Jaures (G), Costa Rica (I), México (F) y Warnes (I). Si no los cambian antes.

Del mismo modo que me parece que Les Luthiers es una gran razón para saber castellano, la prosa de Stephen Jay Gould es un placer de leer en inglés. Nunca leí una traducción, y tal vez sean excelentes, pero me permito sospechar que no le hacen justicia. Es muy difícil replicar a alguien tan erudito, elegante y tan buen escritor.

Gould fue un paleontólogo prestigioso, que se hizo conocido en el mundo no científico por sus obras de divulgación. Tiene varios libros originales como Wonderful Life, sobre la vida en el período cámbrico. Los más conocidos, sin embargo, son sus colecciones de ensayos publicados en la revista del museo de ciencias naturales de New York.

Estos ensayos, de aparición mensual, tenían a la evolución como temática unificadora, pero podían tratarse de cualquier cosa. Biografías de científicos, comentarios de actualidad política referida a la ciencia, anécdotas, curiosidades de animales, historias de teorías llamativas, conexiones entre hechos aparentemente no relacionados.

Por ejemplo, el ensayo titulado George Canning’s Left Buttock and the Origin of Species cuenta una serie de hechos que desembocaron en el viaje de Darwin en el Beagle, donde juntó evidencia e ideas para después formar la teoría de la selección natural. Esa cadena podría no haberse producido, si el señor Canning (el ministro inglés de la avenida Scalabrini Ortiz) no hubiera recibido una bala en la nalga izquierda durante un duelo.

El estilo incluye muchas disgresiones, al punto que el lector rara vez sabe dónde va a ir un ensayo cuando lee los primeros párrafos. Pasa por muchos temas mientras expone lo que quiere decir, algunos los explora en profundidad y otros sólo los toca como comentarios.

Una de las ventajas que tiene un científico que escribe, respecto de un escritor o periodista que escribe sobre ciencia, es que puede ir a las fuentes más básicas y entenderlas sin ayuda. Gould, además de esto, tenía una cantidad de recursos disponibles gracias a su puesto prestigioso en Harvard.

Los libros de ensayos de Gould suelen contener uno sobre algún tema trivial. Es una de las costumbres que me gustan. Pero cuidado: el tema es trivial, el contenido del ensayo no. El ejercicio intelectual puede ser disparado por cualquier cosa, sea algo de gran prestigio académico o no. Gould aplicaba el mismo rigor que para el resto de los temas, aun cuando científicamente el tema no ameritaba ningún tratamiento.

Por ejemplo, un ensayo en Bully for Brontosaurus cuenta la evolución de las disposiciones de letras en los teclados, y por qué se impuso el esquema QWERTY. Analiza aspectos técnicos y culturales, y saca conclusiones más generales sobre la historia y las circunstancias que la crean (las contingencias históricas son uno de los temas más recurrentes en Gould).

El que más me gusta es uno que apareció en Hen’s Teeth and Horse’s Toes, donde trata en gran detalle la evolución del tamaño de las barras de chocolate Hershey’s. Muestra, con gráficos y predicciones, cómo las barras de determinados precios han ido reduciendo su tamaño hasta desaparecer. Para escribir el ensayo, se sirvió de los datos que él mismo recopiló durante años de comer chocolate.

Esto implica un poder de observación y deducción no sólo presente, sino puesto en práctica muy seguido. El ensayo fue publicado en la revista, y después, para la edición del libro recopilatorio, pudo comparar sus predicciones con lo que ocurrió. Algunas se cumplieron, y otras se vieron impedidas por circunstancias nuevas. Aprovechó entonces para volver a hablar de las contingencias, y de fenómenos similares en el mundo biológico.

Así que recomiendo leer los libros de ensayos de Gould. Para tener ese placer hace falta un nivel razonablemente bueno de inglés. Si usted no lo tiene, le conviene conseguirlo. Después lea a Gould y verá que vale la pena.

La vez pasada leí una historia que me hizo cambiar la opinión en el debate sobre los cambios de nombre de las calles.

En general, estaba en contra de los cambios innecesarios. “Abran calles nuevas y pónganles los nombres que quieran”. Suele haber intención política de homenajear a gente admirada por algunos, tal vez odiada por otros, que generan divisiones innecesarias entre los ciudadanos que transitan las ciudades.

Un ejemplo es la avenida Canning. George Canning fue un ministro inglés de relaciones exteriores, que fue el primer líder extranjero en reconocer la independencia argentina. En varios momentos, mentes nacionalistas decidieron que no estaba bien poner el nombre de un extranjero a una calle autóctona (aunque fuera un extranjero que ayudó a la existencia del país cuyo nacionalismo les tocaba ejercer). Entonces lo cambiaron por Scalabrini Ortiz, nombre que quedó luego de algunos vaivenes que no vienen al caso.

Ahora, ignoro los méritos del señor S. Ortiz. Tengo entendido que fue un intelectual peronista o algo así. Fenómeno. Puede que sea alguien excelente y muy digno de homenaje con su nombre en una calle. Mi objeción es otra: qué nombre largo. La avenida que antes se nombraba con dos sílabas, ahora necesita siete: s-ca-la-bri-ni-or-tiz. Algunos la abrevian, y logran usar sólo cinco: dicen simplemente “Scalabrini”.

Yo sigo diciendo Canning. Es mucho más fácil, y todo el mundo lo reconoce. A pesar de que el debate es anterior a mi época, y no conocí la calle con el nombre que uso, el nuevo no se termina de imponer, y la prueba es que todos entienden a qué me refiero cuando digo Canning. Una cosa es el nombre oficial de algo, otra el nombre real. Hay casos en los que la transición está completada: nadie llama Victoria a Hipólito Yrigoyen.

Pero ésa no es la historia que leí. Es sólo mi actitud respecto del nombre de calles. La historia es así. Parece que hace pocos años hubo en Inglaterra una iniciativa para cambiar las denominaciones de las calles que todavía llevaban nombres de gente relacionada con la esclavitud. Es una idea loable, dado que ese sí es un debate terminado; nadie está a favor de la esclavitud, o dice estarlo. El repudio unánime hace que sea coherente no homenajear a quienes sometieron a sus semejantes, etc, etc.

La cosa marchaba bien hasta que salió a la luz un mercader de esclavos del siglo XVIII, que además era líder antiabolicionista. Una persona execrable para los estándares actuales. Está muy bien sacarle la calle. Su nombre era James Penny, y la calle Penny Lane.

Esto generó alboroto. La industria del turismo de Liverpool puso el grito en el cielo. ¿Cómo van a cambiarle el nombre a algo tan emblemático, una de las razones por las que la gente visita la ciudad? Tanto alboroto se armó, que la iniciativa se fue al tacho, y los nombres de esclavistas se mantienen. Ahora se está intentando reflotarla, con la salvedad de que Penny Lane quedará sin modificaciones.

¿Que pasó? Hubo una modificación. El señor Penny había quedado en el olvido, y la calle ya no remitía a él. Ahora, gracias al paso del tiempo, Penny Lane sólo remitía al lugar. A tal punto que McCartney no tuvo ningún reparo en escribir una canción sobre la calle, a la que le puso el mismo nombre. Es probable que no estuviera enterado de que alguna vez hubo un señor Penny que vendía esclavos.

Esto viene a reforzar la idea de que los nombres es mejor que sean cortos. No hace falta poner nombres completos de personas o, como se hace en muchos casos, los títulos o cargos del homenajeado. Hubiera sido más difícil la transición si el nombre era James Penny Lane.

La cuestión es que la cultura y la poesía le dieron otro significado a una calle que en principio homenajeaba a alguien que hoy sería altamente condenado y repudiado. El lenguaje está vivo, y los nombres no son más que eso. Los esclavos fueron sometidos por más que Penny Lane se llame Scalabrini Ortiz. La esclavitud fue abolida por más que Penny Lane conserve ese nombre. Y la poesía lo convirtió en algo positivo, cantable, con alegría y trompeta piccolo.

Entonces, decidí que no me importan tanto los nombres de las calles en sí. Aunque hay gente que prefiero que no tenga calle, tarde o temprano la cultura lavará los significados, y pasarán a ser, como Marcelo T. de Alvear, una sucesión de sonidos con connotaciones sólo geográficas (Marcelo Torcuato de Alvear, en cambio, fue un presidente radical). Y, quién sabe, con suerte aparece la poesía y nombres antes execrables pasan a evocar imágenes como las de Penny Lane.