La vez pasada leí una historia que me hizo cambiar la opinión en el debate sobre los cambios de nombre de las calles.

En general, estaba en contra de los cambios innecesarios. “Abran calles nuevas y pónganles los nombres que quieran”. Suele haber intención política de homenajear a gente admirada por algunos, tal vez odiada por otros, que generan divisiones innecesarias entre los ciudadanos que transitan las ciudades.

Un ejemplo es la avenida Canning. George Canning fue un ministro inglés de relaciones exteriores, que fue el primer líder extranjero en reconocer la independencia argentina. En varios momentos, mentes nacionalistas decidieron que no estaba bien poner el nombre de un extranjero a una calle autóctona (aunque fuera un extranjero que ayudó a la existencia del país cuyo nacionalismo les tocaba ejercer). Entonces lo cambiaron por Scalabrini Ortiz, nombre que quedó luego de algunos vaivenes que no vienen al caso.

Ahora, ignoro los méritos del señor S. Ortiz. Tengo entendido que fue un intelectual peronista o algo así. Fenómeno. Puede que sea alguien excelente y muy digno de homenaje con su nombre en una calle. Mi objeción es otra: qué nombre largo. La avenida que antes se nombraba con dos sílabas, ahora necesita siete: s-ca-la-bri-ni-or-tiz. Algunos la abrevian, y logran usar sólo cinco: dicen simplemente “Scalabrini”.

Yo sigo diciendo Canning. Es mucho más fácil, y todo el mundo lo reconoce. A pesar de que el debate es anterior a mi época, y no conocí la calle con el nombre que uso, el nuevo no se termina de imponer, y la prueba es que todos entienden a qué me refiero cuando digo Canning. Una cosa es el nombre oficial de algo, otra el nombre real. Hay casos en los que la transición está completada: nadie llama Victoria a Hipólito Yrigoyen.

Pero ésa no es la historia que leí. Es sólo mi actitud respecto del nombre de calles. La historia es así. Parece que hace pocos años hubo en Inglaterra una iniciativa para cambiar las denominaciones de las calles que todavía llevaban nombres de gente relacionada con la esclavitud. Es una idea loable, dado que ese sí es un debate terminado; nadie está a favor de la esclavitud, o dice estarlo. El repudio unánime hace que sea coherente no homenajear a quienes sometieron a sus semejantes, etc, etc.

La cosa marchaba bien hasta que salió a la luz un mercader de esclavos del siglo XVIII, que además era líder antiabolicionista. Una persona execrable para los estándares actuales. Está muy bien sacarle la calle. Su nombre era James Penny, y la calle Penny Lane.

Esto generó alboroto. La industria del turismo de Liverpool puso el grito en el cielo. ¿Cómo van a cambiarle el nombre a algo tan emblemático, una de las razones por las que la gente visita la ciudad? Tanto alboroto se armó, que la iniciativa se fue al tacho, y los nombres de esclavistas se mantienen. Ahora se está intentando reflotarla, con la salvedad de que Penny Lane quedará sin modificaciones.

¿Que pasó? Hubo una modificación. El señor Penny había quedado en el olvido, y la calle ya no remitía a él. Ahora, gracias al paso del tiempo, Penny Lane sólo remitía al lugar. A tal punto que McCartney no tuvo ningún reparo en escribir una canción sobre la calle, a la que le puso el mismo nombre. Es probable que no estuviera enterado de que alguna vez hubo un señor Penny que vendía esclavos.

Esto viene a reforzar la idea de que los nombres es mejor que sean cortos. No hace falta poner nombres completos de personas o, como se hace en muchos casos, los títulos o cargos del homenajeado. Hubiera sido más difícil la transición si el nombre era James Penny Lane.

La cuestión es que la cultura y la poesía le dieron otro significado a una calle que en principio homenajeaba a alguien que hoy sería altamente condenado y repudiado. El lenguaje está vivo, y los nombres no son más que eso. Los esclavos fueron sometidos por más que Penny Lane se llame Scalabrini Ortiz. La esclavitud fue abolida por más que Penny Lane conserve ese nombre. Y la poesía lo convirtió en algo positivo, cantable, con alegría y trompeta piccolo.

Entonces, decidí que no me importan tanto los nombres de las calles en sí. Aunque hay gente que prefiero que no tenga calle, tarde o temprano la cultura lavará los significados, y pasarán a ser, como Marcelo T. de Alvear, una sucesión de sonidos con connotaciones sólo geográficas (Marcelo Torcuato de Alvear, en cambio, fue un presidente radical). Y, quién sabe, con suerte aparece la poesía y nombres antes execrables pasan a evocar imágenes como las de Penny Lane.