Payday loans uk

Sociedad


Hay gente que no diferencia los dos conceptos. Y no sé si la distinción que hago cuenta con el apoyo de la Real Academia. Ni me importa.

El asunto es así. Vamos a suponer que todo lo que no es verdadero es mentira. La ficción, entonces, es una forma de mentira. Pero alguna gente los toma como sinónimos. Y dicen cosas como “estás viviendo una ficción”, cuando lo que quieren decir es que el destinatario de lo que dicen está viviendo bajo premisas falsas. O sea, está viviendo una mentira.

Porque la diferencia entre mentira y ficción es que la mentira se hace pasar por verdad. La ficción no. En la ficción, todos saben que lo que se dice no es algo que haya ocurrido ni esté ocurriendo, ni se supone que vaya a ocurrir. Uno puede creerlo durante un rato para, por ejemplo, disfrutar una película. Pero hasta ahí. No va a pensar que lo que se ve en la pantalla o se lee en los libros es algo cierto.

Con la mentira no pasa eso. La mentira nunca nos dice que es mentira, porque si no sería ficción. Nos dice que es verdad, y es nuestra tarea darnos cuenta de qué es mentira, porque la verdad también nos dice que es verdad. Para eso hay herramientas muy prácticas que no vienen al caso.

Lo que no hay que hacer es involucrar a la ficción en esos asuntos. La ficción es la más sincera de las formas de no decir verdades, porque desde el vamos no pretende hacernos creer nada.

Aguante la ficción.

Hay un fenómeno que podríamos llamar el “desplagio”, o el “antiplagio”. Consiste en escribir algo y atribuirlo a una persona conocida, para que eso le dé repercusión.

Existen muchos ejemplos. En general las personas a las que se atribuye el material suele ser gente con cierta trayectoria, fama y reconocimiento. Gente con credibilidad en los círculos donde se pretende difundir lo propio. Así, aparecen frases apócrifas de Quino, de Lennon, de María E. Walsh, de Les Luthiers.

Quien sea que se toma el trabajo de escribirlo es alguien desprendido, que le importa más que sus escritos lleguen al público que la posibilidad de que lleguen con su nombre (suponiendo que quien escribe y quien atribuye sean la misma persona). Es una técnica que da resultado, porque mucha gente reenvía, o comparte por Facebook, lo que recibe. Y es posible que tenga más ganas de reenviar algo si lo dijo alguien que admira. Hay un cierto aroma a apelación a al autoridad.

Debe ser extraño ser una de esas personas y ver que la gente piensa que uno dijo lo que no dijo. Particularmente cuando lo que se dice no es algo con lo que uno esté de acuerdo, pero también si sí. Terceros pintan la imagen que otros terceros tienen de uno, y no hay mucho que se pueda hacer al respecto. Desmentirlo no sirve para nada, porque quienes escuchan la desmentida suelen ser personas distintas, que probablemente ya sepan que las citas son apócrifas. Mientras tanto, los otros continuarán reenviando las frases originales, sin ningún problema, sin presumir que están mandando falsedades.

Lo que observo es que la gente que manda estas cosas, en general, no es gente que se acuerde mucho de lo que lee, y menos de quién escribió lo que lee. Reenviar es un impulso casi automático. Entonces, las citas atribuidas a uno serán prontamente olvidadas por la mayor parte de los que las leen.

En mi caso, cuando cito gente me gusta hacer lo contrario: no atribuirlas. En general pongo comillas o alguna otra indicación de que no es algo que esté diciendo yo, sino algo que cito. A veces indico las iniciales del autor (o del que creo que lo dijo). Lo que quiero que se destaque es lo que está dicho, porque no importa quién lo dijo, sino qué dijo.

Si se considera que el autor es relevante, es porque se quiere relacionar a esa persona con lo que dijo, o se supone que dijo. Tiene que provocar una reacción distinta la frase con el nombre del autor, que la frase sola. Y en ese caso, el mensaje ya no es lo que dijo el autor. Es algo que está diciendo uno.

Léame tiene un montón de cuentos sobre la Coca-Cola. En general, muchos productos de consumo se hacen un lugar fácilmente en mi literatura. Algunas personas han notado la tendencia, y comentan que estos cuentos no cuestionan el capitalismo.

No sé si aquellos que hacen ese comentario lamentan ese hecho, lo celebran, o sólo lo notan. Hay gente, por otro lado, que no puede pensar en el consumo sin que le brote cierto impulso a la denuncia, a dejar claro que su posición es que la sociedad funcionaría mejor sin dinero, porque el dinero es la causa de todos los males.

Por mi parte, no tengo ninguna necesidad de aclarar eso porque no es lo que pienso. No soy de esa gente que tiene que andar proclamando su sensibilidad social a través de consignas memorizadas. A mí me gusta otra cosa. No tengo ningún problema en estar a favor del dinero, porque lo que a esta gente le molesta es la codicia, particularmente la excesiva. Y si no hubiera dinero, los codiciosos codiciarían otras cosas. No es tan simple el asunto.

De todos modos, esa aclaración es innecesaria. Los cuentos son sobre productos de consumo, no hace falta que inserte en ellos opiniones sobre el consumo mismo. Que yo sepa, no lo condenan ni lo celebran. En todo caso, muestran su existencia.

Hay gente a la que no le parece suficiente. Piensa que tendría que estar en contra del consumismo, y explicitarlo. Y sí, estoy en contra del consumo excesivo, porque en general estoy en contra de los excesos. Pero a) no significa que tenga que dedicar mi literatura a postularlo y b) el consumismo no es lo mismo que el consumo. El consumo en sí no tiene nada de malo, al menos en opinión de este autor, y si hay gente que se fanatiza, eso es un problema. También en este caso, si no tuviera al consumo para fanatizarse, se fanatizaría de otra cos. El problema es el fanatismo.

Entonces, dentro de lo razonable, me gusta el consumo y la posibilidad de hacerlo. Y supongo que eso se refleja en los cuentos. Donde a veces, sí, aparecen situaciones ridículas a partir del consumo y de sus excesos. Pero pienso que está bueno reírse de esas cosas ridículas, sin necesidad de tomarse el tiempo para juzgarlas.

Desde hace cerca de un año y medio, soy miembro de la Natinal Geographic Society. Como tal, contribuyo a la exploración e innovación que la Sociedad financia, siempre en busca de nuevas fronteras. También recibo mensualmente (cuando la aduana no la traba por ser extranjera) la revista de borde amarillo.

Creía que eso era todo lo que iba a recibir. Sin embargo, la gente de la Sociedad me ha sorprendido en varias oportunidades. Muy seguido, recibo cartas que me mandan, en las que me expresan cuánto me quieren.

Yo creía que era sólo miembro, pero me di cuenta de que soy un miembro valorado de la Sociedad. Las cartas lo dicen inequívocamente. Me hace sentir bien. Ellos se acuerdan de mí en todo momento, no sólo a la hora de mandar la revista. Y ponen sus cartas en sobres que vienen por separado, no se molestan en intercalarlas en las páginas de la revista. Tal vez piensan que no las vería. Ellos no pueden saber si leo su revista. Sí, la leo. Y es muy interesante. Mucho más que Muy Interesante.

En las cartas la gente de la Sociedad, además de expresar lo que ellos sienten por mí, recuerdan los buenos momentos que pasamos juntos. Las veces que abrí la revista y me encontré con un mundo nuevo, lleno de misterio y excitación. Ellos me conocen, y saben que disfruté mucho esos momentos. Y tienen miedo de que se hayan vuelto muy cotidianos para mí. Que no los aprecie como en los primeros tiempos.

Me preguntan si yo los valoro a ellos tanto como ellos me valoran a mí. Ellos quieren ser parte de mi vida, y quieren que los deje. Saben que no vale la pena continuar esa relación si no hay voluntad en ambas partes. Y es entendible que estén ansiosos por conocer la mía.

Por eso hago públicos estos párrafos. Si hay por ahí algún otro miembro de la Sociedad, sepa que sí, que los valoro mucho. Y en cuanto pueda, voy a renovar la membresía, para poder seguir compartiendo juntos momentos inolvidables.

Mi interés por el fútbol ha fluctuado varias veces entre el entusiasmo y la indiferencia. Actualmente estoy en un período de completo desinterés que sospecho que será prolongado. Sucede al lapso de entusiasmo más largo que tuve.

Durante ese entusiasmo, me metí a escribir en LaRedó!, y esa actividad mantuvo vivo mi interés artificialmente, cuando ya veía que estaba bajando. Pero como tenía que escribir ahí, y me gustaba, seguí prestando atención. Cada vez me costaba más. El último año se hizo bastante difícil, y durante los últimos meses escribí sin ver ningún partido.

Esto daba una perspectiva más o menos interesante. No me ponía a escribir sobre cosas que no había visto ni me interesaban. Me limitaba a mi sección semanal, que era de estadística, y consistía básicamente en actualizar un excel y hacer comentarios al respecto. Y cada tanto me mandaba con algún texto sobre un tema general, o un intento de sátira, algo así. La actualidad quedó para los demás, a quienes todavía les interesaba.

Hubo muchos hechos que me alejaron del fútbol, pero uno en particular me hizo dar cuenta de que ya no valía la pena estar en ese mundo: cuando le dieron la organización del mundial a Qatar. Semejante hecho hizo que me fuera imposible pensar que hay algún tipo de seriedad en cualquier cosa relacionada con ese deporte. Poco después, me fui de LR! y ya no tuve ningún motivo para, siquiera, conocer el resultado de los partidos.

Pasé a una indiferencia activa. En realidad, a una oposición. Me puse en contra del fútbol. No del juego en sí, sino de todo lo que se ha construido alrededor. Pero ojo: el fútbol en sí no es muy popular. Son pocos los que le prestan atención. Lo que es extremadamente popular es el culto a ciertos aspectos. Eso es pasión de multitudes.

El fútbol es religión, y así como Cristo puede haber sido un buen tipo, el fútbol puro no tiene nada de malo. El asunto es la estructura, el culto, la irracionalidad. No estoy diciendo nada nuevo. Pero llegó un momento en el que no pude no darme cuenta. Y no quiero formar parte de esas cosas.

El año pasado, cuando armaba Léame, decidí sacar todo vestigio de fútbol de sus páginas. Ignorar su existencia. No había nada que me pareciera especialmente objetable, pero quería no ser parte. Al final aflojé un poco, y uno de los dos cuentos de fútbol del libro (Tiro libre) sobrevivió. Puede decirse que no es un cuento sobre fútbol, sino sobre todo lo de alrededor, y me gusta.

En el medio, me alejé de todo lo relacionado con el fútbol. Dejé de mirar canales de deportes, dejé de leer diarios, dediqué mi tiempo libre a otras cosas. Y se produjo un efecto más o menos interesante. Comprobé lo difícil que es no enterarse de lo que pasa en el fútbol. Claro que, cuando a uno no le importa, es muy fácil olvidarse inmediatamente. Pero es prácticamente imposible permanecer desinformado. Me enteré, entonces, de quién salió campeón, quién se fue al descenso, quién dirige a la Selección, esas cosas. Algunas todavía me las acuerdo.

Ocurre también que estoy inmerso en una sociedad para la que el fútbol es importante, aunque no quiera. Entonces convertirme en analfabeto de ese deporte es poco práctico. Si usted, querida lectora, es mujer, le cuento que las conversaciones no sexuales entre hombres se circunscriben mayormente a tres temas: 1) política 2) fútbol (suponiendo que ambos fueran cosas distintas) y 3) autos y/o tecnología moderna.

Lo que estoy encontrando es que, por más que no estoy nada informado, puedo perfectamente mantener una conversación de fútbol. Y es por algo que ya había observado antes: lo que pasa en el fútbol es siempre igual. Conozco los distintos discursos, y las circunstancias en las que se producen. Son siempre los mismos. Lo único que produce cierta alegoría de cambio es la rotación de nombres que se produce. Pero los repertorios no varían.

Entonces, sólo tengo que captar cómo viene una conversación para poder integrarme a ella y hacer los comentarios apropiados (o hacer a propósito los desubicados). Sé perfectamente de lo que se está hablando, porque el mundo futbolístico que conocí, y del que me fui con toda intención, sigue siendo igual. El día que no pueda entablar una conversación, tal vez haya cambiado algo.

En los círculos intelectuales, que aparentemente frecuento, puede verse a un montón de gente que está comprometida con la sociedad. Tienen inquietudes, porque ven que existen muchas cosas que deben ser corregidas. Y quieren aportar algo a esa solución.

Pero son problemas complejos, que no tienen soluciones mágicas. Es necesario compatibilizar muchas variables, en muchos casos contrapuestas, para poder dejarlos atrás. Hay razones por las que esos problemas siguen estando. No es que no tengan solución, es que la solución es difícil. Por lo tanto, su implementación no está al alcance de un círculo de intelectuales. Sin embargo, ellos quieren seguir hacer su aporte.

Deciden, entonces, formar parte de una masa más grande. Eligen dar difusión a ideas superadoras. Usan su posición de “privilegio” en la sociedad para iluminar a los demás. Ellos solos no pueden implementar las soluciones, pero saben cuáles son esas soluciones. Y quieren que se entere cada vez más gente.

No sólo quieren que se enteren de las soluciones. También quieren que se enteren de que ellos, los intelectuales, tienen compromiso social. Para lograrlo, no hay nada mejor que incorporar las recetas que arreglarán a la sociedad a su arte. Porque los intelectuales en general hacen arte. Y si no, son comunicadores, e incorporarán esas recetas a la comunicación.

El pueblo, ignorante, se ve enriquecido por los aportes de los intelectuales. O se vería enriquecido si alguien les diera pelota. Pero, aunque no hagan caso a las soluciones propuestas, la gente se da cuenta de quién está con ella. Entonces después agradece, y otorga lo único que un pueblo puede otorgar a un intelectual: prestigio. El dinero es lo de menos.

Así, cuando muchos lo respetan, el intelectual tendrá más credibilidad no sólo entre la gente, sino entre los otros intelectuales. Y entonces, su mensaje será repetido por un coro cada vez más grande, que confiará en la alianza estratégica entre la sabiduría popular y la sabiduría del gran intelectual. Ya no hará falta pensar. Habremos llegado a una etapa superadora.

Durante muchos años vivimos engañados. Y lo que es peor, nos acostumbramos al engaño. Ya nos parecía natural. La vida era así, y ni siquiera nos preguntábamos si podía ser mejor.

Pasó mucho tiempo en el que las Pepitos eran las galletitas con chips estándar. Todos las comíamos, nos parecían ricas, observábamos las fluctuaciones estacionales en la cantidad de chips. Soportábamos que vinieran varias rotas por paquete, que los paquetes trajeran cada vez menos. Rescatábamos que las galletitas, aunque siempre con su componente azaroso en cuanto a la proporción de chocolate, por lo menos eran iguales a las que se conseguían diez o veinte años atrás. No como las Melba, que nos damos cuenta de que son una leve imitación de lo que supieron ser.

La vida transcurría así. Hasta que un día, en febrero de este año, se hizo la luz. Encontré en el supermercado, medio escondidas, unas galletitas que tenían un envase tentador, lleno de chips. La marca era Toddy, la misma de aquel polvo para hacer chocolatada que durante décadas estuvo fuera del mercado y cuando volvió se mantuvo, aunque no pudo desplazar al nuevo rey Nesquik. Las compré para darles una oportunidad. Y cuando las probé, de repente comprendí que todo lo que había vivido hasta ese momento era una mentira. Me convertí en un born again Toddy. Y sentí el deber de llevar a los demás la iluminación que había recibido.

Al mismo tiempo, mucha gente tuvo una experiencia similar, al punto que aparentemente hay escasez porque los fabricantes no han previsto semejante demanda. Los de Pepitos, viendo lo que ocurría, crearon una línea de galletitas imitando a las Toddy. Pero es tarde. Ya no volveremos a confiar en aquellos que pasaron tanto tiempo engañándonos.

La aparición de las Toddy fue un soplo de aire fresco. Había probado galletitas de nivel semejante en otros países. Y de repente las tenemos acá. La existencia y éxito de las Toddy muestra que es posible, y que siempre fue posible. Todos nos habíamos tapado los ojos para no ver esa posibilidad. Hasta que la gente de Pepsico se ocupó de liberarnos de nuestras cadenas.

Las galletitas Toddy me dan esperanza en el país. En que, si queremos, podemos ser mejores. Es el hecho que más esperanza me ha dado en los últimos años. Me muestra que la sociedad puede despertar de su letargo e ir hacia una vida mejor. Podemos dejar de ser un país Pepitos para convertirnos en un país Toddy. Está a nuestro alcance. Es sólo cuestión de destaparnos los ojos.

La figura del animador de fiestas es muy frecuente en los cumpleaños infantiles. En los de adultos también existe, aunque su popularidad es menor. En general, cuando las personas comienzan a planear sus fiestas de cumpleaños, dejan de recurrir a la figura del animador.

Cuando uno es chico, sin embargo, está acostumbrado a ir a fiestas y encontrarse con una figura de autoridad que decide a qué se juega, cómo se juega y quién gana. Hay muchas modalidades: el mago, el que pasa música, el maestro de ceremonias, el pseudo-conductor televisivo, el disfrazado de algún personaje, el que hace globos con formas de animales, el payaso. A veces estas características pueden combinarse. Hay muchos payasos magos que hacen globos con formas de animales.

Al final de cada fiesta, los animadores entregan a los niños su tarjeta de presentación, con la esperanza de que llegue a los padres de cada uno, y conseguir así otro trabajo cuando al niño correspondiente le toque el turno de cumplir años y hacer una fiesta para celebrarlo. Hay toda una industria de las fiestas infantiles, con salones adecuados al efecto, tortas, regalos.

En la época en la que asistía con frecuencia, esas fiestas eran el principal ámbito en el que abundaba la Coca-Cola, los sánguches de miga y los snacks como papas fritas, palitos salados y chizitos. Al día de hoy, mi concepto de cumpleaños incluye palitos salados. Queda medio incompleto sin ellos.

Claro que hace mucho que prescindí de los animadores. El último cumpleaños mío con esa modalidad fue el de 6, cuando cursaba preescolar. Ese día, la ceremonia fue presidida por un payaso mago que amenazaba con hacer desaparecer al compañero de jardín más quilombero. Aparentemente, este niño lo desafiaba a que efectivamente lo hiciera desaparecer, cosa que habría sido digna de verse. Pero no sé si ese desafío se presentó o es uno de ésos recuerdos expandidos por la memoria.

La publicidad inmediata de los animadores da resultado, y entonces, cuando uno tiene la edad correspondiente, va conociendo a las distintas troupes de animación. De esta manera, se puede tener cierta idea de si la fiesta va a estar buena o no antes de que empiece. Debe usted saber, caro lector, que fui un niño muy crítico. Detestaba a los que me trataban como si fuera un idiota sólo por la edad que tenía (ahora detesto a los que tratan a los adultos como idiotas, que también son unos cuantos). Me molestaban la condescendencia y la estupidez, y me irritaban aquellos que aceptaban todo eso, como si no pudieran darse cuenta (me siguen irritando, ahora que son adultos).

Esto es a fines de los ’80. Aquellos que observábamos “el ambiente”, estábamos enterados de que los mejores animadores eran los de un grupo llamado “Col-Pi”, con quienes me topé por primera vez en 1988, en la única fiesta de disfraces a la que fui con algún interés (me vestí del Chapulín Colorado, como corresponde). Se caracterizaban por el despliegue técnico, iban con teclado y consola, y sabían qué hacer con ellos. Cuando en un cumpleaños aparecían los de Col-Pi, con mi grupo inmediato nos alegrábamos, porque presagiábamos diversión.

Claro que muchas veces animaba gente que no sabía lo que hacía. No debe ser fácil tener a cargo a treinta pibes. Hay que saber controlarlos, particularmente si están esperando un momento divertido/alegre. Y algunos daban muestras de su inoperancia, o tal vez tenían un mal día.

Durante una de esas animaciones fallidas, que era particularmente mala y detenía activamente la diversión, con un amigo decidimos que no teníamos por qué aguantar lo que ocurría. Discretamente nos apartamos, y nos fuimos a la puerta del salón a charlar y entretenernos nosotros mismos. Teníamos diez años. Nadie pareció darse cuenta de que no formábamos parte de la fiesta. Habíamos razonado que era lo mejor, en lugar de estar de mala gana y con actitud hostil, la pasábamos bien solos. Cuando terminara la animación, nos reintegraríamos a la parte libre con la que siempre finalizaban los cumpleaños, que era como un recreo escolar extendido.

Después de un buen rato de estar en el umbral, decidimos que no era necesario quedarnos ahí sentados. Podíamos charlar en cualquier lado. Y como la animación no parecía haber terminado, elegimos salir a dar una vuelta. Y nos fuimos.

Caminamos un rato por los alrededores del lugar (debemos haber dado un par de vueltas manzana), y después volvimos al salón. Cuando llegamos, nos encontramos con un cuadro de desesperación. Los padres de la homenajeada estaban tratando de encontrarnos, porque se habían dado cuenta de que les faltaban dos chicos. Creo que alguien había salido a la calle a buscarnos, y no se lo podía llamar porque los celulares son populares ahora, no entonces.

El alivio de nuestra aparición fue rápidamente reemplazado por expresiones de enojo y una acusación certera sobre nuestra irresponsabilidad. Aparentemente, tendríamos que habernos dado cuenta de lo peligroso que era para nosotros andar por la calle solos a las ocho de la noche un día de semana. Nosotros nos mantuvimos firmes en nuestra posición: sabíamos lo que estábamos haciendo, y la prueba estaba en que no nos había pasado nada. Y si querían acusar a alguien, la responsabilidad estaba en la animadora, que era tan incompetente que los chicos se le iban.

Muchos años después, puedo ver la desesperación de los padres. Pero sigo pensando que teníamos razón.

No conocí un mundo con Lennon. Lo mataron cuando tenía pocos meses. Crecí, entonces, con una imagen que le construían otros. La de un incansable luchador por la paz, que encima tenía gran talento musical y siempre se vestía de blanco. Un Gandhi hippie, muy enamorado de su talentosa y exótica mujer, que sólo quería ver a su hijo cuando fue brutalmente asesinado.

Con el tiempo, me enteré de que mucho de lo que me habían vendido era exagerado. Lennon era una persona compleja, que en una etapa hacía algunas cosas para llamar la atención hacia causas pacifistas. Tenía un talento enorme que no se llegó a plasmar del todo en su carrera solista, que se vio truncada por su asesinato pero también por su retiro voluntario durante cinco años. Fue necesario leer bastante y pensar bastante para entender que era un Homo sapiens, que era perfectamente falible y que la realidad no tiene por qué coincidir con la película Imagine de 1988. Pero finalmente lo entendí, y eso me permite tener una perspectiva razonablemente equilibrada.

A mis 21 años, se murió George Harrison. En su caso, sí había conocido un mundo con él, aunque su último disco había salido en 1987, antes de que le prestara atención. Pero conocía parte de su carrera solista, conocía a los Traveling Wilburys, y me divertía leer las pocas entrevistas que daba, porque sabía que nunca se las tomaba en serio y se la pasaba haciendo chistes y/o bardeando a gente (como a los de U2, o a los de Oasis) sólo para divertirse.

Después de su muerte, asistí a la construcción del mito. De pronto, encontré mucha gente que admiraba sus canciones. Eso no tiene nada de malo, muchas son muy admirables, pero esa admiración venía acompañada de exageración. Empecé a escuchar que había gente que decía cosas como que Harrison era el mejor compositor de los Beatles, o que su aporte musical era más importante que el de McCartney.

Lo siento, no pueden venderme otro mito. Ya estoy vacunado. Hay opiniones que se sostienen y otras que no. “Harrison era el beatle más importante” es falso, en todo caso puede ser su favorito, querido lector, si usted quiere. “Lennon era el beatle más importante” es una opinión válida, aunque no la única posible. No tiene mucho sentido ponerse a hacer rankings, pero si uno se pone a hacerlos más vale que tenga alguna seriedad.

Escuché también cosas sobre su personalidad, sobre cómo era un espíritu libre, una persona espiritual que entendía de qué se trataba la vida, y que era demasiado profunda como para hacer mera música pop. Y, otra vez, hay algo de verdad en esas cosas, pero una persona no se puede reducir a unos pocos conceptos.

Es como que la gente hace monumentos de las personas una vez fallecidas, y después venera no a las personas, sino a los monumentos. Que suelen ser mucho más puros que las personas, porque están compuestos de uno o dos materiales. Y, aparte, se quedan siempre en la misma posición, sin riesgo de contradecirse.

Pero las personas no pasan su vida posando para su estatua. Al menos, las personas que valen la pena.

—¿Cuál es el último libro que leíste?

Gente en su sitio, de Quino.

—No, en serio.

Mucha gente no piensa que leer algo así sea leer. Y, estrictamente, ese libro de Quino tiene muy poco para leer, está compuesto mayormente por dibujos mudos. Sin embargo, eso no lo hace menos respetable que una novela de novecientas páginas.

El valor de un libro no radica en tener o no texto, ni en cuánto texto tiene. Está en otro lado. Mucha gente sabe eso, y sin embargo desprecia a los libros con mucho contenido de dibujo, o que no tienen un formato estándar. Pueden disfrutarlos, y al mismo tiempo piensan que no están leyendo libros.

Pasa lo mismo con los libros de The Onion, que recopilan notas periodísticas satíricas. Para mucha gente, no cuentan como libros de verdad. Pero en lo que a mí respecta tienen un valor literario muy alto, sin nada que envidiarle a nadie.

Incluso, son superiores a muchos libros “de verdad”. Hay gente que prefiere que la vean leer una novela mala antes que Asterix en Bretaña. Allá ellos. Se lo pierden, es su problema. Yo, por mi parte, los incluyo en mi lista imaginaria de lo que leí, y no me da vergüenza.

« Previous PageNext Page »