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Sociedad


Cuando la gente se entera de que uno escribe, se siente obligada a dar consejos. Aparentemente, todos saben lo que tiene que hacer un escritor. Tal vez todos sean escritores vicarios, y quieren canalizarlo a través de uno. No sé. Pero no dejan de iluminarnos con los consejos acerca de no sólo lo que piensan que uno debe hacer, sino lo que no creen que uno lo haya pensado nunca.

Uno de los consejos más frecuentes es que un escritor debe leer mucho. Es un concepto razonable, después de todo el cerebro tiene que alimentarse de algo. Sin embargo, está lejos de ser un concepto universal. Se puede ser un gran escritor sin haber leído nada, aunque diría que es poco probable que a alguien que no lee nada se le ocurra ponerse a escribir.

Hay gente que no sólo sabe que uno debe leer, sino que también sabe qué debe leer uno. Tiran entonces listas de libros, a modo de verificación. Porque si uno no los leyó, pueden saberse superiores, no necesariamente porque ellos los leyeron, sino porque no se dedican a la escritura habiendo no leído esas obras que todo escritor debería leer. No como uno, que es claramente ignaro.

El consejo, aunque irrita, es perfectamente válido. Leer suele hacer bien para escribir. No es mi intención negarlo. Sin embargo, no tiene nada de absoluto. Y hay muchos estímulos que pueden alimentar una escritura. La música, el cine, la televisión, caminar por la ciudad, caminar por el campo, caminar en el espacio, observar los pajarillos, bañarse, la pintura, la arquitectura, los viajes, las tormentas, la autocontemplación, la exocontemplación. Cualquier cosa puede estimular el pensamiento, que se puede transformar en algo escrito, que no tiene por qué ser menos válido que lo que escribe alguien que leyó y comprendió todo el canon varias veces.

El asunto, señores, es pensar.

Cada vez que viene marzo, me acuerdo de lo que significaba ese mes cuando iba a la escuela: el principio de las clases. El fin de la libertad, para ser reemplazada por levantarse muy temprano para meterse en un ambiente de convivencia forzada y obediencia de reglas absurdas. Siempre que las clases empiezan antes del 10 de marzo, me indigno de que me saquen un poco de las vacaciones, por más que ya no vaya a la escuela.

Pienso en el primer día de clases, que tienen reencuentros felices, pero también una conciencia del paso del tiempo, un certificado de que algo cambió. Hay gente nueva, gente que no está más, y nuevas modalidades a las que acostumbrarse. Los primeros días de clases son de estudio, como en el boxeo. Ver cuáles son los límites, qué se puede hacer, dónde están los lugares cómodos, tener una idea del tono que va a tener el resto del año.

A medida que pasó el tiempo, el primer día de clases se multiplicó por la cantidad de materias distintas. Entonces empezó el rito de las presentaciones, no sólo de los docentes, sino de los alumnos. Palabras de bienvenida pensadas para romper el hielo, que lo único que consiguen es crear más hielo. Es como la angustia de la hoja en blanco, del principio de un proceso, pero con la certeza de que la hoja en blanco se va a llenar, y se derrama una lágrima por el blanco que pronto no estará.

Esto me ocurrió todos los marzo desde que empecé la escuela hasta que terminé la facultad. Cada vez que quiero hacer un curso o algo, pienso en el primer día y es un obstáculo a franquear. Algunas veces se me ocurrió hacer otra carrera. Y pensé en todos los primeros días que iba a tener que atravesar. Y me di cuenta de que no tenía ninguna intención de volver a pasar por eso.

Ese día me di cuenta de que mi educación formal había terminado.

Existen tres tipos básicos de Homo sapiens.

La gente Hotmail se caracteriza por dejarse llevar por lo que hacen los demás. Nunca analizan demasiado los pasos a seguir. Se contentan con ver lo que hicieron los otros, y hacen eso. Es muy difícil hacerles entrar algo en la cabeza. Sin embargo, cuando se logra, permanece durante mucho tiempo, precisamente porque ideas posteriores tendrán la misma dificultad. El lado bueno de esto es que si una idea logra penetrarlos, significa que el resto de la población ya la tiene más que clara.
Son gente que confía en los demás, pero que no presta atención. Si están por cruzar la calle, no siempre miran hacia ambos lados. Prefieren que miren los demás, los que cruzan, entonces obedecen el cruce mayoritario. Se sienten seguros dentro de las multitudes. Nunca van a entrar en un restaurante vacío, porque evidentemente eso es signo de que la comida no es buena.

La gente Yahoo es un poco más pensante. Les gusta pensar. Les gusta sobre todo la idea de pensar. Pero no se aventuran a pensar cosas que no les parezca que deban ser pensadas. Nunca entendieron de qué se trata la letra de All you need is love. No les gusta el escándalo, ni que se grite. Piensan que el mundo debería tener paz, y que todos nos deberíamos entender, respetando las ideas y las creencias de cada uno, aun las que no son respetables. Tienen una idea de que la realidad no existe, sino que hay tantas realidades como puntos de vista, eso les permite pensar cosas que no se sostienen.
No son amigos de la lógica. Prefieren los slogans, los chicles mentales. No les parece que sea necesario pensar dos veces las cosas. Si alguien las pensó, particularmente si es un intelectual prestigioso, seguro que está bien. Dejan el razonamiento para los profesionales. Les gusta el arte popular, y saben que es para las masas, no para ellos. Porque ellos no pertenecen a las masas, por más que están de acuerdo con que existan y tengan su arte. Sin embargo, ellos tienen el propio. Aman el jazz, aunque no lo escuchen nunca. En su lugar, consumen productos intelectuales con gran voracidad, porque no tienen la molestia de analizarlos. Eso lo dejan, una vez más, a los profesionales, como los críticos, cuya opinión hacen propia y se encargan de distribuir.

La gente Gmail, en cambio, quiere pensar. Trata de hacerlo por sí mismo, aunque no siempre les sale. Comparten códigos, frases provenientes de la cultura pop (que no es lo mismo que la cultura popular) que para el gran público no significan nada pero les permite identificarse entre sí. Se consideran gente especial, personas adelantadas, que saben ver hoy lo que los demás verán en el futuro, o no verán nunca. Disfrutan entonces de las ventajas de estos adelantos, aunque se ven perjudicados por la escasa popularidad. En algunos casos, adelantos perfectamente espectaculares no llegan a expandirse más allá de la gente Gmail, y nunca logran hacerse viables económicamente.
Tienen un cierto desprecio no por lo popular, pero sí por lo repentinamente popular. Desconfían de las masas, por más que les gustaría estar en consonancia con ellas (en realidad, que ellas estuvieran en consonancia con ellos). Sus opiniones están respaldadas por excelentes razones, o razones que creen excelentes, y no conviene discutírselas, porque se corre el riesgo de que no poder callarlas más.

Los tres tipos de personas suelen poder identificarse mediante el servicio de mail que usan. Incluso, muchas veces puede predecirse qué mail usan según su personalidad. Pero cuidado: no es así siempre. Existe gente Yahoo que usa Gmail, posiblemente por tener amistades dentro de esa comunidad. O tal vez porque la novedad de Gmail ya se está empezando a extender entre los usuarios de Yahoo. Si es así, la gente Gmail pronto dejará de serlo, y adoptará otro medio de comunicación para identificarse. La gente Yahoo también abandonará su lugar, y pasará a ser la gente Gmail. La gente Hotmail tal vez viva esta movilización en algún momento. Pero no será pronto. Lo que se sabe es que, cuando empiece la mudanza masiva, la que hoy es gente Yahoo y Gmail huirá de su vecindad. Cada uno se forzará a encontrar el nicho adecuado para su persona.

Salí del sistema educativo lleno de rencores. Muy pocos eran contra personas específicas. Más bien, el ambiente en su conjunto es lo que encontré perjudicial.

Es fácil saberlo ahora, pero mientras ocurría era una fuente constante de infelicidad, tensión y ansiedad.

El asunto es así. El hombre ha creado una institución, que se llama “escuela”, donde impartir a sus descendientes los conocimientos necesarios para que cada generación esté preparada para reemplazar a las anteriores. Entonces juntan a muchos niños desde una edad muy temprana, y les enseñan algunas cosas básicas: leer, escribir, hacer cuentas, interpretar mapas, hacer germinar porotos, etc.

Es un fin loable, hasta imprescindible. El problema empieza cuando los conocimientos que se imparten no terminan en eso, sino que se decide aprovechar que ya está creada la institución para enseñar otras cosas. Pero eso no sería grave. El asunto es que se enseñan cosas que no necesariamente son ciertas, pero no se enseña a discernir entre lo verdadero y lo falso.

A cierta edad, el Homo sapiens obedece a sus mayores. No importa de qué se trate. En general, los mayores dan consejos útiles, como “no te tires a ese precipicio”, “no comas esos hongos brillantes” o “no aceptes golosinas de extraños”. Sólo en una etapa posterior cada individuo se da cuenta de que lo que le dijeron no era necesariamente cierto. Lo hace mediante la experiencia propia.

Entonces es necesario inculcar temprano las verdades que no necesariamente son. En las escuelas se enseña sin ningún desparpajo, por ejemplo, que las Malvinas son argentinas, sin deslizar la posibilidad de que a) pueda ser falso y b) no sea algo de suprema importancia. Esto queda almacenado, y después es necesario que a uno se le ocurra cuestionarlo.

Al mismo tiempo, las herramientas necesarias para diferenciar entre lo cierto y la mentira están completamente ausentes. Lo que importa es lo que dice el docente, y si se equivoca, tiene razón igual. La escuela es una máquina que durante doce años hace memorizar datos y después verifica que esos datos hayan durado un tiempito en la memoria.

Pero no enseña la relevancia de lo que se memoriza. Ni cómo se ha llegado a eso. Hasta el día de hoy, me acuerdo perfectamente de la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado: ‘cero igual raíz de menos b más menos b cuadrado menos cuatro ac, todo sobre 2a’. Muy lindo choclo. Lo que nunca se les ocurrió mostrar es lo único interesante, que es cómo se llegó a esa fórmula. Alguien la tuvo que descubrir. No bajó Moisés del Sinaí con una tabla que la contenía (y ciertamente no en números arábigos).

Lo que no me enseñaron es a pensar. O a valorar la creatividad. O a crear yo mismo. Hubo, sí, algunas excepciones, que luchaban solitarias contra el monstrui en el que se encontraban. Sólo cuando terminé el secundario, después de un tiempo, me pude dar cuenta de que yo podía hacer cosas que valieran la pena.

Hay un componente mío, porque otra gente no da pelota a lo que le dicen en la escuela y se ponen a hacer lo que tienen ganas. Pero estoy seguro de que había muchos que podían hacer cosas buenísimas, y se vieron apresados por los límites que imponía la escuela.

Existen muchos caminos del pensamiento. La escuela agarra y te muestra unos pocos, sin avisar que existen otros, y mucho menos que se puede descubrir nuevos. En esos caminos, dejan plantadas ideas que persisten, y son aceptadas sin visión crítica, tal vez durante toda la vida.

O sea, se enseñan pensamientos ajenos, sin alimentar los propios. En mi caso, siento que la escuela trató de impedir que yo hiciera lo que estoy haciendo ahora, y que me costó mucho liberarme de los preconceptos que me dejaron. Y eso que trataba de pensar. Podía darme cuenta de que lo de las Malvinas era una idiotez, podía enterarme de que en las clases de Historia trataban de melonearme para que pensara algunas cosas que parece pensar todo el mundo, y para mí nunca se sostuvieron.

La escuela falló en su supuesto objetivo de abrirme las puertas del mundo y exhortar a que lo explorara por mi cuenta, para poder descubrirlo. Tuve que hacerme el camino solo, y sospecho que casi todos tienen que hacer lo mismo. El asunto es que se tienen que dar cuenta, y me parece que a unos cuantos no se les ocurre.

Sólo cuando terminé el secundario redescubrí el placer que me daba aprender.

Es probable que esto pase en todas las actividades. Muchas veces, cuando alguien me pregunta cuál es mi actividad y les cuento que escribo, ciertas personas no resisten la tentación de ofrecer sugerencias.

Esas personas posiblemente no escriban ni un mail, pero saben cómo hay que hacer para escribir. De dónde hay que sacar las ideas, cómo plantearlas, por dónde empezar, qué hacer para terminar, y qué se hace una vez que un escrito está finalizado.

Saben también qué tengo que leer, qué cosas tengo que saber, qué me sirve, qué no me sirve. Están convencidos de que me dan un aporte fundamental para aprender a hacer la actividad que ya hago. Seguramente piensan que estoy contento de que se hayan cruzado en mi camino. Si no, continuaría en la ignorancia en la que venía hasta el momento.

Además de los métodos, saben mejor que yo los temas que debo tratar. Tiran ideas. Mejor dicho, tiran semi ideas. “Esto es un cuento tuyo”, dicen donde no hay nada. Comparan la producción de uno con los escritores que leyeron, y a partir de ese momento pasan a hablar de ese escritor. Eso les permite decir lo que tenían preparado. Lo adaptan a mí, me quieren hacer creer que están hablando de mí. Yo hago como si no me diera cuenta de que estoy escuchando pensamientos prefabricados.

En general hago eso. Rara vez me pongo a discutir. No suelo decirles “no tenés idea, callate”. Queda feo. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez quede excéntrico. “Mirá cómo son esos escritores”, podrían pensar, “siempre dando la nota”. Pero no pensarán eso. En su lugar, elegirán pensar que no sé cómo hacer lo que hago, y que si los contradigo es prueba de eso.

Hay un solo remedio para esto: hacerme famoso. Conseguir cierto prestigio, de forma tal que estas personas sientan pudor de darme lecciones. En su lugar, seguramente se verán obligados a hacer comentarios. Y algunos, por eso, se molestarán en leer lo que escribo.

¡Sí! Ha llegado el momento de reflexionar sobre la era digital. Como es de público conocimiento, pronto el libro desaparecerá, y lo que ahora se lee en papel pasará a bits. Los arqueólogos del futuro deberán tener a mano el software correspondiente.

Pertenezco a la que debe ser la última generación que vivió a pleno el mundo analógico. Cuando crecí, es cierto, ya existían las calculadoras. No conocí un mundo sin ellas, como no conocí uno sin fotocopiadoras, aire acondicionado o autos. Pero sí conocí los discos de vinilo, y durante muchos años los disfruté.

En los ’80 había dos maneras de escuchar música grabada: discos o casetes. Los dos tenían ventajas. El disco permitía elegir canciones sin que hiciera falta estar media hora rebobinando y adivinando en qué parte de la cinta iba a estar. El casete, por su parte, era más portátil y también permitía grabar (a menos que estuviera activada la protección contra escritura, que se arreglaba con un poco de cinta Scotch).

Siempre me gustó más el disco. Me gustaba ubicar la púa de mi Wincofón en la canción que quería, y jugar con las velocidades. Podía ponerlo en 16, 33, 45 y 78 revoluciones por minuto. Si ponía al disco muy despacio, sonaba grave y pastoso. Si lo ponía muy rápido, sonaba agudo. Me acuerdo de un disco simple que tenía una canción en castellano y del otro lado (discos y casetes tenían dos lados) la misma en francés. No hay nada más divertido que escuchar una canción en francés a 78 rpm.

Claro que había desventajas. Los discos no sólo eran grandes, también se rallaban. Había que evitar dejarlos al sol (ese simple en castellano y francés terminó sus días todo doblado por acción de le soleil). Los casetes patinaban, había que limpiar los cabezales, y nunca sonaban demasiado bien. Nunca entendí a la gente que tenían al casete como medio básico para reproducir música. Para mí que no les importaba la música.

Hacia 1992 se produjo la transición al CD. El disco compacto permitía elegir los tracks, y tenía una capacidad mayor que la de los discos. Un álbum entero entraba dentro del lado único, y había discos como el Greatest Hits II de Queen que duraban como 80 minutos. El reproductor venía con una pantallita que permitía saber qué track estaba reproduciéndose, cuánto tiempo iba y algunos otros datos opcionales como cuánto faltaba. También se podía programar el reproductor para escuchar los temas en un orden determinado, o repetir, o escuchar al azar.

Era un mundo nuevo de posibilidades. Pero el CD no se podía reproducir en 78. No se podía jugar con la música. Existía una distancia, no había la intimidad que tenía el disco. Para escuchar un CD, había que ponerlo en un compartimiento cerrado, y dejar que el aparato hiciera lo suyo. El control por software venía con el precio de esa pérdida de familiaridad. El CD, además, no se podía grabar, por lo tanto convivió con los casetes durante un buen tiempo.

Otros formatos seguían siendo analógicos. El video en VHS persistió diez años más que el CD, hasta que fue reemplazado por el DVD. Realmente no se extraña al VHS. El DVD tiene sus problemas, pero el VHS tenía todas las desventajas de un casete. Los video clubs tenían que poner multas para que la gente se tomara la pequeña molestia de rebobinarlos. Era fácil que la cinta se atascara. Pero tenían la posibilidad de grabar la televisión, cosa que todavía no ha sido propiamente reemplazada (los equivalentes del TiVo no son populares por acá).

Otra transición fue la de las fotos. Seguramente es difícil explicar a alguien que nació hace poco que antes las fotos no se podían ver instantáneamente, y en todo caso sacar otra. Había que revelarlas. Para eso había que esperar que se terminara el rollo, que como mucho tenía 36 fotos. Era necesario mandarlo a un laboratorio, donde imprimían las fotos y entregaban los negativos, por si alguna vez alguien quería hacer alguna copia extra.

Quedan pocos medios analógicos. La televisión lentamente va imponiendo la alternativa digital, y en algún momento cesarán las transmisiones tradicionales para ser reemplazadas por las de alta definición. La radio sigue siendo todavía lo mismo que antes, supongo que en algún lado habrá planes para digitalizarlas también. Mientras tanto, millones de radios del mundo se pueden escuchar digitalizadas online, de forma que el rango de transmisión ya es relativo.

Los libros, por ahora, siguen siendo analógicos. Hace poco entré en contacto con el Kindle, que es muy, muy lindo. Tiene una enorme ventaja: poder comprar libros instantáneamente, sin esperar a que llegue, sin problemas de stock y sin importar si se vende o no en el país de uno, ni si al país de uno se le ocurre cerrar las importaciones. Se acaban los libros agotados con el Kindle (a menos que las editoriales decidan agotarlos artificialmente). Pero en cuanto al uso, sigue sin ser tan práctico como un libro de papel.

La interfase del Kindle está pensada para imitar al libro. Hay sistemas para recordar la página por la que uno va, para resaltar, para pasar de una página a otra. Es muy distinto de leer un texto largo (como el presente, por ejemplo) en la web. Y ahí está el asunto. Más allá del mayor acceso a libros, la experiencia es inferior. No hay un valor agregado, como fue la flexibilidad para manejar los tracks en el CD. Por ahora, el libro digital es una imitación de la experiencia analógica. En igualdad de condiciones, voy a elegir leer un libro en papel antes que en Kindle.

Es posible que, tarde o temprano, el libro digital evolucione e incorpore hipertexto, video, cosas así, en un formato portátil y/o flexible. Ya existe eso, se llama “world wide web”. Pero eso no es un libro. Lo que digo es que es posible que evolucione el concepto de libro, con el correr de las generaciones. Que se dé una síntesis de distintas formas actuales de leer, y no haya diferencia entre el libro y el no libro.

Eso no es bueno ni malo. De cualquier forma, la transición nunca va a ser completa. Existen demasiados libros tal como los conocemos ahora que ya están escritos, y seguirán siendo leídos. Pero por ahí serán vistos con cierto desdén, como mucha gente ve a las películas mudas, como algo primitivo.

Hasta entonces, el libro seguirá siendo lo mismo que ahora, sin importar si viene en papel o en algún formato electrónico. Y sospecho que, a menos que haya algún avance revolucionario en los equivalentes de Kindle, el papel seguirá no sólo existiendo sino dominando, porque serán muchos los que no querrán saltar a algo que no ven como mejor.

Mientras tanto, tarde o temprano pienso sacar la versión para Kindle de Léame. Quién sabe, capaz que podría incluir como extra el cuento Camino azaroso, que en papel no puede existir.

Estoy todo el tiempo dudando de mí mismo. Puede ser una actitud que muestre inseguridad, o puede tomarse como si me estuviera mandando la parte. “Uy, mirá cómo pongo en duda todo, qué loco que soy”. Pero no es ninguna de esas dos cosas. Es por una razón muy atendible.

El escepticismo es muy importante. Es lo que nos permite diferenciar entre la verdad y la mentira. Entre lo que sabemos y lo que creemos que sabemos. Es necesario poner a prueba en general todo, y particularmente lo que tendemos a dar por cierto sin pensar. Ahí puede esconderse una gran mentira.

Es útil también poner a prueba las ideas de los otros. Pero no (especialmente) lo que los otros dicen, sino lo que no dicen. Lo que, a través de lo que dicen y hacen, permite revelar lo que piensan. Hay que poner a prueba las bases sobre las que opera no sólo uno, sino también los demás.

¿Qué tiene que ver esto con la literatura? Es simple, esta forma de escepticismo puede servir de fuente de ideas. Un cuento puede ser una exploración de principios que aplica alguien, a ver cuánto resisten. En el caso de la literatura, no se trata de ponerse a hacer pruebas científicas. Pero sí aplicar la lógica, ver si se encuentra algún agujero, si la idea es consistente. Y si no lo es, seguramente en las inconsistencias será posible hallar humor.

Carl Sagan, en el libro The Demon-Haunted World, hizo un compendio de elementos a tener en cuenta. Se llama Baloney Detection Kit (otra versión acá), y puede traducirse al español como Kit de Detección de Patrañas (el link es Taringa, yo en vez de estupideces usaría sanata como tradución más vernácula).

En la ficción se pueden usar preceptos que en la vida real son falsos. Cuando escribo me gusta agarrar alguno y llevarlo hasta las consecuencias lógicas. Termina siendo una especie de reducción al absurdo, y es una forma razonablemente fácil de hacer algo divertido de manera simple.

Hay que tener en cuenta, entonces, que no tengo por qué pensar todo lo que un cuento mío dice que pienso, o parece decir que pienso. Es posible que no esté más que explorando, aprovechando que la ficción, a diferencia de la mentira, no pretende ser tomada por verdad.

En algunos pasajes de Léame hay conclusiones con cierta implicancia social. ¿Reflejan esas afirmaciones la opinión del autor?

La posición oficial del autor es que no sabe. Capaz que hay algo de cierto en la idea de que la gente que se mantiene quieta en las escaleras mecánicas es la que atrasa a las sociedades. Podría ser. Pero no es el propósito de un libro de ficción probar esa clase de cosas.

¿Por qué está eso ahí, entonces? Porque es divertido. O al autor le parece una idea divertida. Y ése es el principal requisito para ser parte de un libro de humor. Si después es cierta, fenómeno. Y si es falsa, no hay ningún problema.

Claro que esta clase de ideas sólo suelen ser divertidas cuando hay algún componente verídico, o cuando no se puede decir inmediatamente que son falsas. Entonces las observaciones pueden tener algún tipo de relación con “la realidad”. Porque ser ficción no implica no decir cosas ciertas.

Este autor, de todos modos, no ha explorado la veracidad o no de sus ideas. No es científico. No es sociólogo ni tiene ganas de serlo. Sólo se limita a inventar cosas, que pueden o no coincidir con lo que ocurre fuera de su cabeza. Hasta ahí es parecido a la ciencia. Pero en la literatura no hace falta hacer el paso que convierte a la ciencia en ciencia: el método científico, poner a prueba la hipótesis, a ver si se cumplen sus predicciones.

La única predicción que se formula para incluir el material en Léame es que el lector se va a reír al leerlo. Esa hipótesis se pone a prueba en cada lector. Sólo hay un requisito.

Hace unos meses estuve en la inauguración de un festival de teatro adolescente. Durante la ceremonia, un amigo que forma parte de la organización mencionó que todo eso era posible porque “algo falló”. Se refería a que la posibilidad de hacer arte se da a través de las grietas de un sistema que lo quiere impedir. O algo así.

Nunca lo había pensado de esa manera. Me pareció un pensamiento muy adolescente. Y del estereotipo de la adolescencia, de rebeldía porque así lo mandan las hormonas, no contra una causa en particular. Aparentemente hay un sistema que quiere castrar al artista, convertirlo en alguien disciplinado que en lugar de hacer teatro estudia derecho, medicina, arquitectura o algo así. Un miembro de la sociedad que se levante a la mañana, vaya a trabajar, vuelva a la tarde, los sábados salga al cine y a comer, pague sus impuestos y se dedique a engendrar nuevos miembritos de la sociedad que con el tiempo harán lo mismo.

No está de más decir que mi manera de verlo es diferente. En la platea del teatro donde se hizo esa ceremonia, mientras escuchaba los discursos estaba maquinando cosas sobre el logro mío de este año, que es Léame. Y tenía claro que el sistema puede intentar castrar todo lo que quiera, si es que ése es su objetivo, pero la libertad se la tiene que dar uno mismo. Los sistemas de opresión, hasta el punto en que existen, están lejos de ser perfectos.

Queda en cada uno decidir qué hace con su vida. Y yo prefiero que escribir y publicar un libro sea un mérito mío antes que una falla de algo externo. Soy consciente también de que para que yo tuviera esa posibilidad tiene que haber habido un montón de cosas que no fallaron. Tengo que estar alimentado, haber tenido una educación más o menos, haber podido desarrollar cierto criterio. No todos tienen los requisitos para poder dedicar tiempo a hacer alguna actividad artística. Son ésos los casos en los que algo falló.

En mi caso, entonces, celebro todo lo que tuvo que salir bien para que yo escribiera un libro y pudiera salir al mundo. Desde la combinación genética que, de todas las personas que podría haber formado, me formó a mí. Hasta las decisiones que tomé que llevaron a la concreción de tan loable objetivo.

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