“Quiero tocar la guitarra” fue un pensamiento recurrente durante varios años. A veces germinaba hacia una intención, en general se quedaba ahí. Y siempre la intención quedaba ahí. Hasta que un día decidí que basta, era hora de aprender a tocar la guitarra, carajo.

Entonces encontré un lugar donde hacían clases de guitarra, que quedaba cerca de la facultad. Así el factor transporte quedaba anulado. Al averiguar, me ofrecieron una clase gratis, porque aparentemente en ese lugar la primera te la regalan. Fui entonces con entusiasmo.

Tomé la clase con un chabón muy macanudo, que me empezó a explicar qué son los trastes, de qué lado están las cuerdas, con qué mano se toca cada parte, . Y me enseñó algunos acordes, que era a lo que había ido. Mi idea de tocar la guitarra era que uno aprendía a hacer acordes y ya se podía acompañar. Después se puede uno sofisticar, hasta ser alguien como Laurence Juber.

Los acordes, en mi concepto, se formaban con cierta posición de los dedos en el mango de la guitarra, que presionaba las cuerdas de manera tal que al tocar con la otra mano sonaran determinadas notas. Y es más o menos eso, el asunto es que me di cuenta muy rápido de que mi concepto era insuficiente. Había acordes que implicaban tener un dedo entero bloqueando todas las cuerdas mientras otros dedos de la misma mano tocaban ciertas cuerdas. Otros implicaban hacer eso pero al tocar con la otra mano debía evitarse que sonaran algunas de las cuerdas, porque si no el sonido iba a arruinarse.

Fue suficiente. Estaba claro que no lo iba a lograr. No era una cuestión de esfuerzo. Vi que era imposible, como no mucho antes había visto que era imposible esquiar. Tal vez haya gente a la que le salga, me quedó claro que a mí no. Así que terminé mi única clase de guitarra agradeciendo el esfuerzo del chabón. Supe que nunca iba a tocar un instrumento de cuerdas. Me quedó el refugio de los teclados.