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Arte y Cultura


Mi indeferencia por el fútbol ha sufrido una pequeña interrupción durante el tiempo en el que me han prestado una PlayStation con el PES 2012. Así, me di el gusto de jugar partidos contra el mismo equipo que manejaba, o de ganar un mundial con Costa de Marfil.

El juego tiene una serie de características que buscan realismo. Pero no el realismo del fútbol, sino el de una transmisión de fútbol. Y lo consigue. Es mejor la calidad de imagen del juego que la de las transmisiones. Y encima viene sin logos de canales, y con muy pocos zócalos que molestan la acción. Tiene, no obstante, repeticiones y primeros planos completamente innecesarias.

También viene con relatores. Como es mi costumbre, puse todos los seteos en inglés, porque no me gustan las traducciones. Y los relatores que venían en español me caían gordos. Así que puse los señores anglosajones. Está un tal Jon Champion, que aparentemente es real.

Como jugué bastante, puedo decir que ese aspecto del juego está muy bien hecho. Los comentarios suelen ser apropiados a las situaciones, y hay variaciones. No dicen siempre lo mismo (aunque en muchos partidos uno va notando repetidos) y es raro que quede en evidencia su automatismo. No tienen miedo al silencio, aunque también tienen datos inútiles de diferentes equipos para llenar el tiempo, si es necesario.

En resumen, son mejores que los relatores a los que estoy acostumbrado de los partidos de acá. Lo interesante es que un relato perfectamente razonable y acertado puede ser hecho por una máquina. Lo cual nos lleva a algo que salió en los Simpsons.

Otra característica notoria es que los relatores mantienen la calma. No se excitan ante cualquier cosa que pasa. Sólo cuando hay algún tipo de peligro levantan la voz. Y cuando hay un gol, lo marcan con un grito, del orden de “and scores!”. Después pasan inmediatamente al comentario del gol, que nunca se desubica.

Lo que no hay es un grito de “gooooooool”, con la o estirada como marca la ley 11.723. Por alguna razón, todos los relatores vernáculos utilizan ese recurso de alargar letras (algunos prefieren estirar la l). Nunca me había puesto a pensar en lo forzado que es. Podría ser un recurso legítimo cuando ésa es la reacción que sale espontáneamente. Pero no. Lo que sale es un grito corto de “¡Gol!”, después el relator toma aire y, muchas veces sin nada de ganas, pronuncia la sílaba obligada. “Gooooooooooool”. Así, el intento de dar emoción resulta contraproducente, y sólo termina en la aplicación de una fórmula. Que encima está establecida desde hace décadas. Seguramente nadie piensa que se puede dejar de hacer.

De cualquier manera, los relatores del PES 2012, con su estilo calmo y sobrio, lo que hacen es dejar que la emoción salga del partido. No aplican al juego lo que ellos piensan que uno tiene que sentir. Así, aunque a primera vista sale algo un poco seco, el relato es mucho más llevadero.

Este blog es para toda la familia (?), así que voy a buscar alguna manera más o menos elegante de decir lo único que quiero en este post. Y lo que quiero es destacar un par de versos del tema Always Look on the Bright Side of Life:

Life’s a piece of shit
when you look at it

La canción es el gran final de Life of Brian, enorme película de los Monty Python. La película es una parodia de la vida de Cristo, o algo así. No es exactamente eso, en cuanto a trama es la vida de alguien que nació el mismo día que Cristo. Pero toca de cerca temas como religión, mesías, patriotismo, imperialismo, muerte, etc.

A lo que quiero llegar es lo siguiente: hay que tener coraje para hacer esa película (al hablar coloquialmente no digo coraje, digo otra cosa). No es nada seguro hacer algo así, y era menos seguro en los ’70. Por eso no consiguieron financiación, y tuvo que intervenir George Harrison para que la película pudiera ser rodada. La financió porque la quería ver. Un capo.

El personaje principal termina crucificado, algo que en el contexto de la película no es especialmente extraño. Digamos que era la única opción. Lo que no era la única opción era hacer que la escena final incluyera una canción digna de una película de Disney, cantada por otro crucificado, un singalong con corito de silbadores. Eso también requiere coraje.

La canción puede ser interpretada de muchas maneras. Hay una enorme ironía en el lugar de la película donde está ubicada, pero no creo que la canción en sí misma sea irónica. O, en todo caso, muy irónica. El sentimiento, o el mensaje, o lo que dice principalmente es algo con lo que se puede estar de acuerdo sin demasiada dificultad, y aparte va muy bien con el contenido de la película (además de ser un mensaje no religioso). Y si la canción fuera irónica, habría sido de muy mal gusto interpretarla en el velorio de Graham Chapman.

Pero esos dos versos citados arriba son especialmente buenos. No porque la vida sea una mierda. Porque requiere también coraje escribir de esa manera una canción. Mandar en un tema así una rima con monosílabos y palabras tan directas. No cualquiera se anima. Y en el contexto de una canción así, puesta en una película así, hecha por un grupo así, puede quedar opacado el coraje artístico que requiere poner algo tan simple como parte de la letra de una canción, sin sucumbir a la tentación de poner palabras más elaboradas, o más elegantes.

Por algo son los Monty Python. No esperábamos otra cosa.

No sé si es por mi background audiovisual, pero cuando miro imágenes en movimiento me resulta difícil ignorar la presencia de la cámara. No sólo de la cámara, también de alguien que la opera y toma decisiones a cada momento.

En la ficción no hay problema. A menos que esté muy mal hecha, la cámara forma parte de la construcción, los personajes suelen moverse como si no estuviera, y los movimientos y encuadres son una elección estética. En una ficción, puedo enfocarme en la historia y no pensar en la parte técnica, a menos que tenga ganas, y empiece a prestar atención.

Lo contrario ocurre con los documentales. En particular, con cierto tipo de documentales. Hay muchas escenas que operan con el siguiente artificio: el conductor entra en un lugar, la cámara lo sigue, el dueño del lugar está esperando al conductor y cuando entra lo saluda. Pero no saluda a la cámara, ni al camarógrafo, ni al productor que posiblemente esté también atrás de la cámara.

No pido que se ponga a saludar a la cámara, ni que a través de ella haga un guiño a los espectadores. Lo que quiero decir es que este tipo de escenas suele apuntar a la espontaneidad. Se busca una situación casual, con la idea de humanizar al conductor, ponerlo en el lugar de cualquier persona que pueda estar mirando. No sé si con los demás funciona. Conmigo, esa clase de acciones no hace más que subrayarme la presencia de la cámara. Es como el elefante que está en el cuarto, del que nadie habla. La escena se convierte automáticamente en artificial, y me saca de la situación para enfocarme en cuestiones técnicas.

El otro día vi una imagen que ilustraba bien este efecto. Era una grabación de una bomba atómica. Se veía un paisaje, y a lo lejos aparecía una luz muy brillante que se expandía rápidamente hasta llenar el cuadro. Claramente la radiación (o lo que sea) avanzaba hacia la posición de la cámara. Se veía un movimiento extraño, dubitativo o tal vez miedoso, claramente el operador de la cámara se vio venir la radiación. Y en ese momento la toma se cortó. Lo visto implicaba algo así como que la bomba alcanzó a la cámara, mató al operador y cortó la grabación.

Ahora, la toma era en blanco y negro, claramente de los ’40 o ’50. Y estaba muy bien, hasta que me di cuenta de que algo fallaba. Presumiblemente era una filmación encontrada después del desastre. Pero, si la radiación de esa potencia llegó a la cámara con suficiente capacidad como para hacer daño, ¿cómo no se veló el rollo?

Ese detalle, que no hace falta tener estudios en medios audiovisuales para pensar, me sacó durante unos segundos de la narración poderosa que se pretendía hacer, y me hizo dar cuenta de que era algo artificial, recreado. Cosa que no tiene nada de malo. Sólo que, al menos para este espectador, la construcción artificial quedó incompleta.

Tengo suficiente edad para acordarme del vinilo, y puedo decir que la experiencia de escuchar música era distinta.

Vamos a decirlo desde ya. No es mi intención ponerme a decir que antes era mejor, o que ahora es mejor. Era distinto. ¿Ta?

La música venía en dos sabores. Discos o casetes. Los casetes eran unos bloques de plástico, que guardaban una cinta magnética. Poseían dos agujeros dentados, por donde pasaban unos engranajes que al moverse trasladaban la cinta. El casete (pronúnciese “caset”) era una manera de llevar la música en forma compacta, y tenía una ventaja específica: la posibilidad de grabarlo.

Algunos casetes venían pregrabados, en presentación comercial, como alternativas a comprar vinilos. Pero los técnicos de aparatos recomendaban no usar los casetes que venían grabados. En su lugar, recomendaban usar sólo casetes grabables marca TDK. ¿Cómo se grababan? Se conectaba mediante un cable el tocadiscos a una casetera, y se apretaba al mismo tiempo Rec y Play. Una vez grabado, si uno quería evitar borrar el casete, tenía que perforar una ranura que había del lado de arriba, así activaba lo que después conocimos como protección contra escritura. En caso de arrepentirse, una cinta adhesiva permitía volver a escribir.

Había gente que no tenía tocadiscos, y se limitaba a escuchar música en casetes. Siempre me pareció raro. Una persona que sólo escucha casetes es poco confiable. Es como esa gente que usa el Internet Explorer porque es lo que vino con la máquina. No prestan mucha atención.

Los casetes eran bastante falibles. En mis jóvenes manos las cintas se podían sacar muy fácilmente, y lo mismo podía ocurrir con los tornillos que permitían abrirlo. En grabadores baratos la cinta se podía enganchar en cualquier momento. Pero se podía grabar, no sólo las combinaciones de música que uno quisiera, sino su propia voz.

Algunos aparatos sofisticados, “doble casetera”, permitían hacer copias de casete a velocidad rápida, sincronizando un reproductor y un grabador. También permitían grabar la radio, o conectar un micrófono. Aparatos más sofisticados todavía permitían grabar sin borrar la grabación anterior. Eso era casi mágico.

El tema de los casetes era que había que rebobinarlos. Los que se criaron con audio digital no se imaginan qué hinchapelotas era eso. Para encontrar un tema en particular, había que calcular más o menos cuánto tiempo tener puesto el rebobinado o el avance rápido (fast forward, o FF), y ver si uno embocaba. Por eso a mí me gustaban más los discos. Con los discos uno podía elegir el tema instantáneamente, sólo colocando la púa sobre el renglón que había entre cada uno.

Los discos también venían en dos sabores: los chicos, con un tema por lado, y los grandes, con varios temas por lado (discos y casetes venían con dos lados). Más tarde aprendí que eran los “simples” y los “long plays”. A mí me gustaban los long plays, me hacían sentir importante. Venían con una tapa enorme, y en la contratapa estaban los títulos de los temas, todos traducidos al castellano, habitualmente en forma pésima (Twist y Gritos).

El disco se podía escuchar de dos maneras: eligiendo tema por tema, que implicaba estar activo, o dejando correr los lados. Una vez que terminaba el lado, había que volver al tocadiscos y dar vuelta el disco. Esto implicaba necesariamente una pausa, y tenía como posible consecuencia que el otro lado no se pudiera ver.

Pocos discos tenían claramente diferenciados los lados. Los de Apple eran fáciles, porque tenían en el lado B la manzana partida al medio. Para los otros, era necesario acercarse y buscar una A o una B, o un 1 o 2, en algún lugar de la etiqueta central, generalmente al lado del número de catálogo y sin prominencia alguna. Me acuerdo de haberme reído mucho cuando busqué esa información en el disco Cantata Laxatón y me encontré con la leyenda “Lado 3”.

Los discos tenían ese momento de anticipación cuando uno dejaba caer la púa antes del primer tema. No se sabía exactamente cuándo iba a empezar la música, y era un momento de suspenso. Los casetes tenían una versión berreta de ese suspenso, porque el ruido de la cinta sola nunca fue agradable. La pequeña fritura del vinilo contra la púa estaba buena.

Lo único parecido a un playlist era apilar los discos en el Wincofón y dejarlo en automático, para que fueran cayendo uno atrás de otro. Así, si en los ’60 uno hacía una fiesta, no tenía que estar cambiando el disco a cada rato. Eso sí: sólo se podía escuchar un lado de cada disco en esa modalidad, a menos que uno tuviera dos copias del mismo LP.

El problema que tenían los discos es que se rayaban. No era difícil conseguirlo. Con arrastrar mal la púa era suficiente. La púa era una punta de metal que se apoyaba en el disco y lo leía. Técnicamente se iban gastando, y cada tanto había que cambiarla (los discos duraban más que la púa). Cuando salió el CD, se vendió como un medio que no tenía contacto, porque era un láser el que leía el disco. No sabíamos en ese momento que el láser también se gastaba, e íbamos a tener que cambiar todo el aparato.

Otro problema de los discos era que si se los dejaba al sol, se doblaban todos. Me pasó con un disco que me divertía mucho. Era un disco simple que no sé de quién era, pero tenía una etiqueta rosa. El disco traía la misma canción en ambas caras, de un lado en castellano, del otro en francés. Y lo que me divertía era escuchar la versión francesa en 78.

Porque ése era uno de los grandes atractivos de tener tocadiscos, particularmente uno viejo como los Wincofón: la posibilidad de cambiar la velocidad. Los LPs iban a 33 (después supe que revoluciones por minuto). Los simples también, aunque en otros países andaban a 45. Estaban esas dos velocidades, y dos más antiguas: 16, que hacía salir los sonidos muy graves y muy lentos, y 78, que iba a los pedos y agudo. De más está decir que el 78 era el que más se usaba.

Después, cuando apareció el CD, hubo otros gustitos. La repetición A-B, que permitía hacer un loop de alguna frase larga o corta de un disco. El random, gran innovación tecnológica que continúo usando. Poder llevar discos enteros y escucharlos en la calle prescindiendo de los casetes. Y más tarde, con la obsolescencia del CD y el advenimiento de los MP3 y FLAC, la libertad se hizo mucho más grande. Ahora se puede llevar muchísima música en un aparato del tamaño de una uña, cualquier grabación está al alcance (incluso legalmente) y la calidad viene en aumento.

Pero la experiencia no es la misma. Tiene muchas cosas mejores. Y también extraño dar vuelta el disco.

Tal vez porque mi educación formal ya es lejana, he perdido la capacidad de calificar numéricamente lo que veo. O sea, me imagino que si tomara un examen podría razonar una nota basada en mis expectativas y lo que contestaron. Pero me la paso viendo gente que con gran facilidad pone notas a cualquier cosa.

Los críticos, por ejemplo, tienen distintos sistemas de estrellas. Son prácticos, y supongo que si me invitaran a dar una cantidad de estrellas de uno a cinco a una película, podría hacerlo. Lo que no sé es qué quiere decir. Porque no es objetivo. Distintas personas ponen distintas cantidades de estrellas (o símbolos de cualquier índole), basadas en diferentes criterios. Lo razonable, si uno quiere una guía para saber qué consumir, es tener algunos críticos en los que confía y ver lo que opinan. Pero siempre es mejor leer las críticas para ver la fundamentación y tener más idea.

Hay gente que tiene más precisión. Usan un esquema de diez puntos, 1 a 10. O cinco estrellas, con unidades de media estrella. Entonces, una película puede tener tres estrellas y media. O sea, al crítico le pareció demasiado mala para ser muy buena, y demasiado buena para ser buena. ¿Qué demonios significa eso?

Ocurre algo similar en el fútbol. Los cronistas de diarios y revistas califican el partido y también a los jugadores y árbitros, con notas del 1 al 10. Aparentemente tienen la enorme capacidad que se requiere para evaluar todo el desempeño de cada una de las más de veinte personas involucradas, y medirlo contra una vara numérica que le permita distinguir si alguien merece un 7 o un 6.

En la escuela una vez me tomaron un examen oral de pocos minutos, y después me despacharon con un 6,50. Me acuerdo que me asombró la precisión del docente, para poder tener tanta exactitud sobre mis conocimientos en tan poco tiempo.

Los sitios americanos como el AV Club no tienen notas de 1 a 10, sino un sistema de letras muy popular en el mundo anglosajón. La nota más alta es A, después vienen B, C, D y F de “fail”. Pero no termina ahí. Como un sistema de cinco posibilidades resulta insuficiente, se agregan signos. Se tiene, así, A- y B+. No significan lo mismo entre sí, y tampoco significan lo mismo para distintos calificadores con criterios independientes. Hay algunas tablas de equivalencia entre sistemas numéricos y létricos (?), que lo único que consiguen es que me pregunte por qué no usan directamente los números. Pero bueno, tampoco usan el sistema métrico, ellos sabrán.

Me parece que siempre es mejor una explicación más o menos detallada sobre los pareceres de quien sea que califica sobre lo que sea que está calificando. Pero creo que entiendo la idea. Es una síntesis de lo que se dijo. Y una necesidad: mucha gente no está dispuesta a leer un informe de un par de párrafos, o una crítica entera, o el parecer de una maestra. Tienen mejores cosas que hacer, por ejemplo no leer nada. Entonces pueden recurrir a la calificación, que les servirá para hacerse una idea de lo que el otro pensó, pero sobre su propia escala. Crítico y lector, así, creerán entenderse al compartir un idioma, aunque no logren compartir el mensaje.

Si lo vemos en forma amplia, fantasía es todo lo que no existe y uno se puede imaginar. Es un concepto muy grande, mucho más grande que el universo. Y un concepto del que estoy muy a favor.

Sin embargo, existe algo llamado “el género de fantasía”, que por alguna razón me provoca cierto rechazo. La gente a la que le gusta tiene un gran entusiasmo, que hace que me pregunte qué es lo que ven.

Este género, hasta donde me doy cuenta, tiene una serie de reglas. Hay toda clase de seres que están catalogados: dragones, trolls, hadas, todo eso. Estas reglas, hasta donde me doy cuenta, se trasladan de universo en universo, manteniéndose firmes. Es como si formaran parte del mismo universo. Uno que no me invita a participar.

No puedo dar una idea de por qué. Podrían gustarme perfectamente todas esas cosas. Pero las películas como Lord of the Rings me aburren profundamente. Siempre lo hicieron. Me acuerdo haber visto a temprana edad La historia sin fin. No sé si llegué a terminarla. Si llegué, fue con tremendo embole.

Lo que no entiendo es por qué se aplica el nombre fantasía a estas cosas. Es cierto, todos esos seres que hacen lugar ahí no existen, pero hay muchas otras cosas que no existen y se las llama de otra manera.

Qué sé yo. Es, al final, una cuestión de nombres. Ya de por sí la existencia de los géneros no es más que una comodidad de catálogo. Sólo se da la casualidad de que todas las obras que me topé de ese género específico con nombre general tienen a producirme un desagrado importante.

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