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No sé si es por mi background audiovisual, pero cuando miro imágenes en movimiento me resulta difícil ignorar la presencia de la cámara. No sólo de la cámara, también de alguien que la opera y toma decisiones a cada momento.

En la ficción no hay problema. A menos que esté muy mal hecha, la cámara forma parte de la construcción, los personajes suelen moverse como si no estuviera, y los movimientos y encuadres son una elección estética. En una ficción, puedo enfocarme en la historia y no pensar en la parte técnica, a menos que tenga ganas, y empiece a prestar atención.

Lo contrario ocurre con los documentales. En particular, con cierto tipo de documentales. Hay muchas escenas que operan con el siguiente artificio: el conductor entra en un lugar, la cámara lo sigue, el dueño del lugar está esperando al conductor y cuando entra lo saluda. Pero no saluda a la cámara, ni al camarógrafo, ni al productor que posiblemente esté también atrás de la cámara.

No pido que se ponga a saludar a la cámara, ni que a través de ella haga un guiño a los espectadores. Lo que quiero decir es que este tipo de escenas suele apuntar a la espontaneidad. Se busca una situación casual, con la idea de humanizar al conductor, ponerlo en el lugar de cualquier persona que pueda estar mirando. No sé si con los demás funciona. Conmigo, esa clase de acciones no hace más que subrayarme la presencia de la cámara. Es como el elefante que está en el cuarto, del que nadie habla. La escena se convierte automáticamente en artificial, y me saca de la situación para enfocarme en cuestiones técnicas.

El otro día vi una imagen que ilustraba bien este efecto. Era una grabación de una bomba atómica. Se veía un paisaje, y a lo lejos aparecía una luz muy brillante que se expandía rápidamente hasta llenar el cuadro. Claramente la radiación (o lo que sea) avanzaba hacia la posición de la cámara. Se veía un movimiento extraño, dubitativo o tal vez miedoso, claramente el operador de la cámara se vio venir la radiación. Y en ese momento la toma se cortó. Lo visto implicaba algo así como que la bomba alcanzó a la cámara, mató al operador y cortó la grabación.

Ahora, la toma era en blanco y negro, claramente de los ’40 o ’50. Y estaba muy bien, hasta que me di cuenta de que algo fallaba. Presumiblemente era una filmación encontrada después del desastre. Pero, si la radiación de esa potencia llegó a la cámara con suficiente capacidad como para hacer daño, ¿cómo no se veló el rollo?

Ese detalle, que no hace falta tener estudios en medios audiovisuales para pensar, me sacó durante unos segundos de la narración poderosa que se pretendía hacer, y me hizo dar cuenta de que era algo artificial, recreado. Cosa que no tiene nada de malo. Sólo que, al menos para este espectador, la construcción artificial quedó incompleta.

En 1985, Claude Lanzmann lanzó Shoah, un documental sobre el Holocausto (el título tengo entendido que es la palabra hebrea para decir holocausto). Es una película que contiene testimonios de sobrevivientes de campos de concentración, y de gente que cometía algunos de los crímenes que tuvieron lugar. Estuvo como diez años para terminarla, y la película completa dura cerca de diez horas.

La vi entera, hace una década, en la facultad (que tenía una de las dos copias en VHS que aparentemente existían en Buenos Aires). ¿Cuál fue mi reacción? Un tremendo embole. Debo haber tenido suerte. Diez horas sobre el Holocausto más que embole deberían causar una tremenda depresión. Pero seguramente el embole fue más porque el film nunca logró atraparme.

Uno pensaría que una película sobre el Holocausto no tiene forma de aburrir. Debería, en todo caso, exigir ser apagada, al estar el espectador enfrentándose a horrores indescriptibles. Pero Shoah adoptó otro camino. El director tenía algunas consideraciones que marcaron la estética a utilizar.

La principal fue que no usó material de archivo. Según vimos en clase, Lanzmann pensaba que esas imágenes, que todo el mundo tiene más o menos vistas, distancian al espectador actual del hecho. Quería mostrar que fue algo real, que le pasó a gente real, y no ocurrió en un mundo conceptual ni en un mundo que ya no existe. Entonces la película consistió en largas charlas entre él y los protagonistas, que contaban en detalle las cosas que vivieron.

En el medio, había imágenes de los campos de concentración. Pero como no eran de archivo, eran imágenes de los campos de concentración ahora. ¿Y qué se veía? Campos. Recuerdo lentos paneos en los que no había más que pasto, y cada tanto se veía alguna edificación.

Entre las entrevistas que hizo, había una que era clandestina. Un oficial alemán había aceptado hablar off the record, y Lanzmann le puso una cámara oculta. Pero, si mi memoria no falla, esa escena consiste en el director, desde una combi cercana, recibiendo las imágenes de la cámara oculta. No me acuerdo si se podía ver directamente lo captado por la cámara. No era Telenoche Investiga.

La cuestión es que la película, aunque durara diez horas, no me dejó con la sensación de saber más sobre el Holocausto que antes, ni con la sensación de entenderlo más, o entender lo que sufrió la gente, o darme cuenta de la magnitud de lo ocurrido.

Una película que sí lo consiguió es Schindler’s List, que usaba los recursos totalmente opuestos. Primero, era una ficción, no un documental. Segundo, aun siendo una ficción, Spielberg eligió rodarla en blanco y negro precisamente para que se pareciera a un documental hecho en la época que ocurrieron los hechos. Tercero, como hay un hilo narrativo preciso, el director usó los recursos cinematográficos para crear máximo impacto. Particularmente efectivo es el uso del color en un detalle que aquellos que vieron la película saben perfectamente cuál es, y los que no, mejor mírenla.

Esa película, a pesar de que por momentos sufre de porfavordenmeunoscaritis, me parece que consigue dar una idea del impacto de lo ocurrido, y permite que el espectador sienta cierta empatía por lo que sufrieron las víctimas (casi escribo “sienta lo que sintieron”, eso sí que no es posible).

Me parece, entonces, que el poder del cine está en mostrar las cosas. Shoah elige evitar ciertos recursos, por razones que pueden ser muy respetables, pero el precio es que la película pierde impacto, y el ejercicio resulta puramente intelectual. Algo que no deja de tener valor, por cierto. Y que puede ser lo que busca alguien que sabe que va a ver una película de diez horas.