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En 1985, Claude Lanzmann lanzó Shoah, un documental sobre el Holocausto (el título tengo entendido que es la palabra hebrea para decir holocausto). Es una película que contiene testimonios de sobrevivientes de campos de concentración, y de gente que cometía algunos de los crímenes que tuvieron lugar. Estuvo como diez años para terminarla, y la película completa dura cerca de diez horas.

La vi entera, hace una década, en la facultad (que tenía una de las dos copias en VHS que aparentemente existían en Buenos Aires). ¿Cuál fue mi reacción? Un tremendo embole. Debo haber tenido suerte. Diez horas sobre el Holocausto más que embole deberían causar una tremenda depresión. Pero seguramente el embole fue más porque el film nunca logró atraparme.

Uno pensaría que una película sobre el Holocausto no tiene forma de aburrir. Debería, en todo caso, exigir ser apagada, al estar el espectador enfrentándose a horrores indescriptibles. Pero Shoah adoptó otro camino. El director tenía algunas consideraciones que marcaron la estética a utilizar.

La principal fue que no usó material de archivo. Según vimos en clase, Lanzmann pensaba que esas imágenes, que todo el mundo tiene más o menos vistas, distancian al espectador actual del hecho. Quería mostrar que fue algo real, que le pasó a gente real, y no ocurrió en un mundo conceptual ni en un mundo que ya no existe. Entonces la película consistió en largas charlas entre él y los protagonistas, que contaban en detalle las cosas que vivieron.

En el medio, había imágenes de los campos de concentración. Pero como no eran de archivo, eran imágenes de los campos de concentración ahora. ¿Y qué se veía? Campos. Recuerdo lentos paneos en los que no había más que pasto, y cada tanto se veía alguna edificación.

Entre las entrevistas que hizo, había una que era clandestina. Un oficial alemán había aceptado hablar off the record, y Lanzmann le puso una cámara oculta. Pero, si mi memoria no falla, esa escena consiste en el director, desde una combi cercana, recibiendo las imágenes de la cámara oculta. No me acuerdo si se podía ver directamente lo captado por la cámara. No era Telenoche Investiga.

La cuestión es que la película, aunque durara diez horas, no me dejó con la sensación de saber más sobre el Holocausto que antes, ni con la sensación de entenderlo más, o entender lo que sufrió la gente, o darme cuenta de la magnitud de lo ocurrido.

Una película que sí lo consiguió es Schindler’s List, que usaba los recursos totalmente opuestos. Primero, era una ficción, no un documental. Segundo, aun siendo una ficción, Spielberg eligió rodarla en blanco y negro precisamente para que se pareciera a un documental hecho en la época que ocurrieron los hechos. Tercero, como hay un hilo narrativo preciso, el director usó los recursos cinematográficos para crear máximo impacto. Particularmente efectivo es el uso del color en un detalle que aquellos que vieron la película saben perfectamente cuál es, y los que no, mejor mírenla.

Esa película, a pesar de que por momentos sufre de porfavordenmeunoscaritis, me parece que consigue dar una idea del impacto de lo ocurrido, y permite que el espectador sienta cierta empatía por lo que sufrieron las víctimas (casi escribo “sienta lo que sintieron”, eso sí que no es posible).

Me parece, entonces, que el poder del cine está en mostrar las cosas. Shoah elige evitar ciertos recursos, por razones que pueden ser muy respetables, pero el precio es que la película pierde impacto, y el ejercicio resulta puramente intelectual. Algo que no deja de tener valor, por cierto. Y que puede ser lo que busca alguien que sabe que va a ver una película de diez horas.

Cuando uno escribe, quiera o no, está creando un universo. No un universo físico, uno no tiene que sentirse deidad por escribir, pero sí un universo conceptual, o literario. Pueden ser tantos universos como textos se creen, o uno solo en el que todos ocurran. Muchas veces la cantidad está en el medio, porque hay textos que se sitúan en el mismo universo (si eso es posible).

Lo bueno de crear universos literarios es que las reglas las pone uno. El autor decide qué elementos del “mundo real” ingresan y cuáles se quedan afuera. También crea comportamientos, ciclos, costumbres. No siempre se da cuenta de lo que hace. Nadie se pone a decir “voy a crear un universo donde todas las cosas se caigan para arriba”. Tomar conciencia, sin embargo, es liberador.

Hay gente que necesita escribir de manera realista. Pretende situar sus escritos en el universo real, en el mundo en el que vive. Pero siempre está creando otro. Por más realidad que le ponga, al escribirlo se está convirtiendo en algo distinto. Entonces hay que dejar de pensar en lo que existe para ver qué es lo mejor para el texto. Muchas veces son cosas opuestas.

Un cuento no es una certificación por escribano de que algo ocurrió. Por más que los hechos narrados hayan ocurrido de verdad. Si la historia no funciona bien, no es culpa de la historia, es culpa del que la escribió. La frase “basado en un hecho real” no es un argumento a favor, por más que los que hacen pósters de películas piensen que es.

Sin embargo, hay quienes necesitan que lo escrito tenga algún nivel de realidad. “¿Eso te pasó?” preguntan, y se decepcionan cuando se enteran de que es una historia inventada. Hay como una expectativa de que la literatura sea lo mismo que el periodismo. El problema no es tanto que no entienden la naturaleza de la literatura, sino la del periodismo. Nadie, por más buena voluntad que tenga, puede llevar al papel una realidad inalterada. Se puede reproducir fielmente algo, pero siempre hay una adaptación. Lo que pasó y lo que está escrito son cosas distintas. Pero existe mucha gente que no aprecia esa diferencia, y está acostumbrada a que lo que lee se supone que ocurrió.

(Esto va más allá de vicios del periodismo como inventar cosas, tergiversar o cualquier otra deformación. Los que no hacen ficción, pero sí mentira. El principio se aplica también a las personas más honestas y capaces.)

Crear universos no tan realistas ayuda a que el lector se quede tranquilo de que no está leyendo algo que pasó (muchos, igual, quieren encontrar el origen en algo que sí). No tiene por qué ser así. No sé por qué es menos gratificante para algunos que un escrito haya salido de la imaginación de alguien en lugar de un hecho concreto. Pero parece que es así.

Léame no se propone situarse en el universo que nosotros habitamos. Si usted, afecto lector, encuentra que algún principio se aplica en su universo, todo bien. Si no, no es menos válido.