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No soy actor, y a pesar de que me gusta estar en escenarios, nunca quise serlo. No me interesa ponerme a memorizar diálogos para construir personajes. Me gusta que le interese a otra gente, porque disfruto cuando alguien lo hace. Enhorabuena.

Sin embargo, ha habido ocasiones en las que tuve que ponerme en el rol de actor. Y me di cuenta de que, aunque no soy una luz, tampoco soy un completo inútil para esas cosas. El ejemplo más claro ocurrió hace más de diez años, en la facultad, cuando me pidieron que hiciera un corto en video que fuera un “autorretrato”.

Inmediatamente decidí ficcionalizar, por aquel principio de que mi vida no tiene por qué interesarle a alguien. Hice un personaje que era yo, sin serlo. Junto a un amigo nos armamos toda una trama, parodiando esos programas en los que se ve el ascenso de una figura del espectáculo, y su posterior descenso en el mundo de las drogas, para luego recuperarse y encontrar la calma, la paz, la luz.

Armamos todo, y quedó claro que para que funcionara era necesario que lo actuara yo. Como mi amigo estudiaba teatro, fue el coprotagonista, y también el director. Y ahí estuvo la clave. Agarró y me dirigió.

Pero, a pesar de que había escrito todo el guión, no tenía ninguna intención de memorizarlo. Decidí que no era necesario. Que podía saber qué era lo que quería decir en cada momento, y decirlo con mis palabras, naturalmente. Tenía el guión a mano por las dudas, y como era grabado podíamos hacer varias tomas hasta encontrar algo que saliera bien.

Durante todo un día grabamos el corto, que duró como tres minutos en total y detallaba mi ficticio ascenso a la cumbre de la música, los momentos clave de mi caída hacia el mundo de la decadencia y los estupefacientes, y el presente actual, lejos de las luces de la fama, como pastor de una iglesia carismática.

El asunto era bastante volado y tenía un montón de detalles que ahora no pondría. Fue bien recibido, sin embargo, y una de las cosas que recibieron elogios fue mi actuación. Me quedó, entonces, la idea de que podía actuar, particularmente si hacía de una versión ficcionada de mí mismo, con alguien que me dirigiera y sin tener que aprenderme un guión.

Sin saberlo, apliqué el método Larry David de actuación, el que usa en Curb Your Enthusiasm por elección estética y también, según las entrevistas que ha hecho, porque no haría la serie si tuviera que aprenderse los diálogos.

Me gusta encontrarme en compañía de esa clase de gente.

Me gusta tratar de entender la manera de pensar de la gente. Ver si la puedo reproducir. Tomar un resultado, una obra que me gusta (musical, literaria, cinematográfica, lo que sea) y fijarme si puedo reconstruir los razonamientos generales que llevaron a ella.

(Sí, no siempre son razonamientos, y no necesariamente los que reconstruya son los mismos que ocurrieron. Objeciones válidas, mas no vienen al caso.)

El asunto es así. Cuando trato de emular a alguien que admiro, no me interesa hacer algo igual. Me interesa el set de herramientas con el que cuenta. Los recursos que usa. Si los entiendo, los puedo obtener, y los puedo aplicar a mis circunstancias. Entonces me puede salir algo distinto de lo que yo hacía antes, no necesariamente parecido a lo que hace la persona que estoy emulando.

Porque no se trata de copiar. No quiero ser The Beats. Se trata de aprender. Explorar para crear. Poder, a partir de los que hacen los otros, encontrar maneras nuevas de manejarme, que por ahí no se me hubieran ocurrido de otra manera. Entonces puedo aplicar recetas ajenas con los ingredientes míos, y si tengo suerte sale un plato nuevo.

Hay mucha gente que me parece que puedo reconstruir su proceso. Muchas veces escucho temas de McCartney y creo saber de dónde salió y qué quiso hacer. “Cuál es la propuesta”. Puedo, si quiero, juzgar el éxito que tuvo esa propuesta, si logró plamarse. Claro que sólo respecto de lo que pensé, que puede no ser cierto. Puedo verme formulando propuestas similares, y llevándolas a cabo, por más que no me salgan iguales.

Veo un capítulo de Curb Your Enthusiasm,  y puedo hacer la ingeniería inversa. Me doy cuenta adónde quería llegar, y qué tuvo que hacer para lograrlo. No me hace disfrutar menos de la experiencia. Pero me pasa que voy escribiendo el capítulo a medida que se va desarrollando. Puedo no escribir lo mismo que termina ocurriendo, y en ese caso tal vez gané una idea que resultó mía. Otras veces sí adivino qué era lo que iba a pasar, y cuando se corrobora tengo el placer de haber reconstruido bien un proceso de pensamiento creativo.

(No, no soy de esa gente que te cuenta el final de las películas cuando las ve con vos. Es feo eso.)

Cuando voy a ver un espectáculo nuevo de Les Luthiers (algo que aparentemente no volverá a ocurrir), también voy escribiendo, y generalmente adivino los chistes que se vienen. Esto es resultado de la exposición que he tenido, de la atención que he prestado y del desgaste natural de una fórmula que lleva muchos años. Hay muchos momentos predecibles, que también sirven para enfatizar más los no predecibles.

Pero todo esto no es adonde quiero llegar. Los párrafos anteriores son una mera introducción para hablar de lo que me ocupa en este texto: el programa Trigger Happy TV.

Se trata de un programa inglés donde hacen cámaras ocultas. Pero no es de ésos donde se deja en ridículo a un tercero, para reírse de él. Acá lo importante son las situaciones, los conceptos que aparecen. Son como las intervenciones. Hay gente que agarra y anuncia “ahora vamos a hacer una intervención”. Eso las anula. Una intervención se hace, así nomás, sin que los demás estén al tanto de que va a ocurrir. Se insertan elementos extraños en la realidad, que sacan a quien los ve de la realidad (digamos).

No aparecen durante el programa los momentos en los que las personas se enteran de que están en cámara (cuando se enteran). No se trata de eso. Se trata de mostrar las situaciones, de generar esa ruptura.

Tiro ejemplos. Uno es el Diablo esperando el colectivo. ¿Qué colectivo puede estar esperando? O el agente secreto que se acerca a una persona pensando que es con quien tiene que intercambiar maletines. O el valet parking lastimado que tiene un auto para estacionar adelante.

Puedo reconstruir, una vez que está la idea, cómo se fue armando. OK, insertamos este estereotipo de las películas de espías, que se supone que se mezclan con la gente en forma inconspicua, y lo metemos en el subte, a ver qué sale.

Lo que no puedo es ver de dónde sale esa idea. Sí, hay algunos conceptos generales, pero no me veo pensando las ideas básicas, a partir de las que se puede empezar a trabajar. Es para mí, a pesar de que lo conozco desde hace varios años, una manera nueva de pensar, un enigma más a descifrar, otra puerta a la creatividad. Tal vez en algún momento dé con la clave, si existe, y pueda pensar cosas así. Quién sabe, tal vez ya las pienso y no me doy cuenta.

Por otro lado, hay que destacar la ejecución de las ideas. Porque aunque en papel algo pueda parecer divertido, es necesario planificarlo con mucho cuidado. Veamos un ejemplo. En el minuto 9:26 de este video (mejor mirarlo antes de seguir leyendo), un señor llega a la recepción de una oficina para una entrevista.

El secretario le dice que tome asiento, ya lo van a llamar. Entonces se sienta. Tiempo muerto. Algunos segundos más tarde, dos empleados pasan por el pasillo, llevando unos papeles. Están vestidos de osos. Van conversando casualmente, sin llamar la atención sobre sus disfraces. El entrevistado los mira. Uno sabe que se está preguntando qué corno pasa, pero no dice nada. El momento se repite un par de veces más. Dos o tres personas pasan vestidas de osos. Después de un ratito, el secretario, que está en su escritorio sin hacer ningún gesto, recibe una llamada y le indica al entrevistado que pase, que lo están esperando. Entonces pasa a la oficina adyacente, donde interrumpe una presentación que una persona vestida de oso está haciendo ante una gran mesa llena de otras personas vestidas de osos.

Eso es todo. No se trata de la reacción, se trata de la situación. Hacer una cosa así requiere:

  • Actuación: todos deben poder andar como osos sin reírse, como si esas cosas pasaran todo el tiempo.
  • Coraje: no sólo para tener la cara para hacerlo, sino para poner todos esos tiempos muertos en la televisión.
  • Dedicación: hay que pensar muy bien la estructura de la situación que se arma.

No basta con la escena final del joven entrando a la oficina. Si se hiciera eso directamente, la gracia se perdería. Sería una sorpresa demasiado grande, demasiado azarosa. La clave está en las escenas casuales de antes, que siembran el concepto de que la gente anda vestida de oso, por alguna razón. Pero tampoco se pueden dejar solas esas escenas, porque hay que llegar a algo. Entonces se arma toda la escena, que dura largos minutos y, sin parecerlo, está coreografiada con gran precisión.

Todo para presentar una situación a una persona, que ni siquiera importa cómo reacciona. Es el goce de pensar una idea y ejecutarla, sin que tenga que llegar a algo en particular. El gusto por el concepto casi puro.

Nada, todo esto es para recomendarles que vean las dos series de Dom Joly, Trigger Happy TV y su secuela, World Shut Your Mouth. Hay mucho material en YouTube, pueden pasar horas navegando los links del costado.

En unos días, en el otro blog, va a salir un texto que puede desembocar, si alguien tiene ganas, en acusaciones de antisemitismo. Se trata de un texto que no niega el Holocausto, sino que niega que exista la negación del Holocausto, y lo denuncia como una operación tramada por el sionismo internacional para hacerse las víctimas de algo que no ocurre.

No voy a ponerme a probar mi no antisemitismo, entre otras cosas porque es muy difícil probar algo que no es. El asunto, sin embargo, constituye una buena oportunidad para dejar claro algo: los textos escritos por un autor no necesariamente reflejan la opinión del autor.

Capaz que en algún nivel sí reflejan alguna opinión, que la existencia misma del texto se desprende de posturas que están. Pero eso es otra cosa. Las posturas que pueden ser reflejadas por ese texto son, en opinión de este autor, acerca de la naturaleza de ciertas teorías y de su sustento lógico.

Pero no me voy a atajar porque alguien pueda interpretar algo que no es. Es irrelevante la temática de un texto. La razón que hace escribirlo es si pienso que la idea puede funcionar o no. Y mandarme una teoría conspirativa sobre una teoría conspirativa me gustó. No hubo más razonamiento.

Existe otra defensa: yo puedo hablar de estas cosas porque soy judío. El problema es que no lo soy. Y eso no me impide abordar esos temas con toda legitimidad. No tiene por qué desprenderse de un texto la religión (o no religión) de su autor. Si funciona, es independiente de quién lo escribió. Y si no funciona, también.

Así que ya saben. No empiecen con esas cosas.

Hoy, cuando la salida de Léame de la imprenta es inminente, es un buen momento para compartir en este espacio el texto de contratapa. Texto que no fue aprobado ni leído por mí antes de ser impreso.

Nicolás Di Candia pregunta provocativamente: ¿por qué no? Con una fórmula infalible, probablemente descubierta por Hollywood, plantea secuencias de orden-desorden, y vuelta a un “orden” que ya no es el mismo. En este viaje a través de submundos literarios fantásticos, papers científicos y crónicas pseudoperiodísticas, los personajes recorren –como recorre el mismo autor a través de todo el libro–, los límites del saber y del poder.

Las reescrituras de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas y del Extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, y en general todo el humor de Léame, tiene una estrecha relación con la literatura de Maslíah, la música de Les Luthiers, el humor de Monty Python, Larry David, Jerry Seinfeld y hasta Landrú. Este extraño conglomerado de intertextualidades e influencias se suman a las referencias a Julio Verne, la literatura infantil clásica y el cine.

[El doctor Frankenstein] bajó el switch. Varios rayos atravesaron la mesa de trabajo. Un ruido ensordecedor recorrió el enorme sótano antes de que se cubriera de humo. Cuando las partículas se disiparon, Domingo Faustino Sarmiento levantó el torso, arrancó las trabas metálicas que lo ataban a ella y escapó hacia la noche lluviosa.

Nos enfrentamos a textos donde no sólo pueden convivir seres extravagantes o fantásticos en situaciones grotescas, sino que la incuestionable lógica argumentativa eleva el nivel de la ocurrencia y la vuelve posibilidad factible, real.

Virginia Janza

Analicemos el contenido.

Lo primero que salta a la vista es que no deja grosso por nombrar. Podría tomarlo como una responsabilidad, un “uy, ahora el lector va a esperar que sea como ésos”. Pero no, son influencias, nada más. Es posible reconocer lo aprendido de todos esos (y de varios más) en el transcurso del libro.

Pero hay veces que la influencia funciona de maneras no tan directas. Por ejemplo, el cuento El carro que me quería, que se trata de un carrito de supermercado que tiene una rueda en malas condiciones, es fruto de una escena de Seinfeld en la que se cita a ese objeto como un mal tema para hacer humor. Acá el desafío es “yo lo puedo hacer”, y la ejecución es bastante contraria al estilo de Seinfeld. Me mandé para el rincón sensible, y salió algo que funciona.

Con Monty Python pasa algo distinto. No me ha llegado tan directamente. He visto bastante poco de su producción. Pero su influencia es lo suficientemente vasta como para que tenga claro que algunas cosas que recogí de otros lados tienen su origen ahí. De todos modos, a veces pasan cosas raras. El texto Alquiler de opiniones aparentemente se parece a un sketch sobre un restaurante en el que los comensales tienen un menú de opiniones o algo así. No lo he visto, y me dicen que no es lo suficientemente parecido como para que sea necesario modificar o sacar el cuento. Eso me ha pasado bastante con Cortázar. Tuve un período en el que parecía que cada idea buena que se me ocurría antes se la había escrito el bueno de don Julio. Y eso no es justo, porque vivió antes que yo. Así cualquiera.

La contratapa, sin embargo, no habla sólo de influencias. Antes de eso habla de Hollywood, de fórmulas, de orden y desorden. Creo que es cierto que hay mucho Hollywood en Léame. Ahora, en muchos círculos intelectuales eso es casi una mala palabra. “Eh, eso es re Hollywood”. No obstante, más allá de todos los defectos que tiene esa industria, ha producido muchas de las mejores películas de la historia del cine (y ha conseguido que varias de ellas fueran muy populares).

Sin embargo, me parece que la fórmula hollywoodense que se puede ver en Léame (que tampoco está todo el tiempo ejecutando fórmulas) es más de la televisión que del cine. Eso del orden, desorden y vuelta a un orden es característico de los capítulos de series, en los que hay que dejar todo más o menos igual que antes para cuando empieza el próximo. Es un ritmo que tengo muy incorporado. Tengo como la necesidad de resolver las historias. Hay gente que no necesita, que se mueve de A a un B que no tiene nada que ver. Suelo encontrar más orgánico usar los elementos que ya tengo para resolver. Y eso muchas veces implica vencer la situación que se presenta, resolver el conflicto.

Eso, claro, en los cuentos en los que hay algún conflicto que resolver. Hay otros que carecen de él, o que lo resuelven de maneras que no implican un regreso a ningún orden anterior. Quiero decir que no es una fórmula invariable, que no se debería poder adivinar el final de un cuento habiendo leído tres o cuatro de los anteriores.