Un día llegué al jardín y había en el aula un enorme aparato. Era una incubadora, donde había huevos que estaban a punto de germinar. No sé de dónde salieron, ni a quién se le ocurrió llevar una incubadora a ese lugar. Capaz que todos los cursos tenían una igual. Sospecho que no.

Lo que sé es que ese día pasamos un buen rato mirando nacer a los pollitos. Lo hacían lentamente, con mucha dificultad, porque romper un huevo desde adentro no es tan fácil como hacerlo desde afuera. Fue una alegría verlos salir a la luz, aunque al día siguiente sólo uno sobrevivía.

Era necesario cuidarlo. Lo hacíamos entre todos. Pero cuando nos íbamos no quedaba nadie para atenderlo. Entonces se estableció un régimen. Nos turnaríamos para llevar el pollo a nuestras casas, y volverlo a traer al día (hábil) siguiente.

Comenzó la rotación, y había algo que me inquietaba: nunca me tocaba a mí. No sabía cuál era el orden establecido, pero confiaba en que alguna vez me iba a llegar el turno. Lo que no imaginé es que me iban a dar el pollo el último día de clases, y por lo tanto correspondía que me lo quedara.

Fue así que tuve un pollo como mascota. En casa no tuvieron más remedio que aceptarlo. No les gustaba mucho, porque las aves tienen una propensión a las deposiciones que no es muy agradable. El pollo andaba conmigo, correteábamos por el jardín. Crecíamos juntos. Pero yo le llevaba varios años, entonces era más grande y podía agarrarlo en las manos y acariciarlo.

No recuerdo haber sido picoteado, aunque estoy seguro de que lo fui. La mayor dificultad era controlar los movimientos. Dejarlo en algún lugar seguro a la noche, o cuando no había nadie. O cuando había invitados. Se le estableció residencia en una vieja caja de pañales, cubierta con papel de diario. Las altas paredes de la caja eran, pensamos, infranqueables para un pollo de ese tamaño.

Pero no hay que subestimar a las aves. Un día que había invitados se quedó solo, previo a la cita, y practicó su instinto volador hasta que logró franquear la barrera. Entonces fue libre. Y no había quien lo parara, así que entabló un frenesí digestivo por toda la casa, que dejó huellas inconfundibles que fueron descubiertas al regreso.

Es probable que ése haya sido su pecado final. Mis padres, que de por sí no veían al pollo con mucho agrado, decidieron que la casa no era un hogar razonable. Necesitaba, dijeron, estar con otros pollos, del mismo modo que yo iba al jardín y estaba con otros chicos. Era necesario mudarlo a la casa de alguien que tuviera gallinero. Y justo unos amigos de ellos que vivían en Quilmes tenían uno.

Lo que no me dijeron hasta muchos años después era el destino de los pollos de ese gallinero. Era un destino también digestivo. Así que no sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me despedí de mi pollo hasta que se convirtió en suculencia.

En casa, claramente, no existía la regla que tenían en ALF sobre no comer miembros de la familia.