Payday loans uk

Los pies se cubren con zapatos o zapatillas. Hay muchos modelos con muchos nombres. Pero yo diferencio sólo esos dos: zapatos y zapatillas. Me viene de chico, como la clasificación de las aves. Hay dos clases de aves: las palomas y los pajaritos.

Pero hay una división que encuentro más útil para el calzado: con cordones o sin cordones.

Por alguna razón, está estandarizado que cuando uno se envuelve los pies con un par de zapatos o zapatillas, debe completar la operación ajustando los cordones provistos. Previamente, esos cordones deberán haber sido colocados en los agujeros correctos, de manera que quedaran dos extremos del mismo tamaño emergiendo de los orificios superiores. Es una técnica calibrar cordones.

Después es necesario vigilar que la atadura de los cordones se mantenga. Vuelta a vuelta, descubriremos que estamos pisando extremos sueltos, porque al desatarse, los cordones llegan al suelo. Ataremos entonces otra vez los cordones, pero ahora sucios. Deberemos agacharnos hacia una posición muy incómoda, o levantar cada pie hacia una superficie lo suficientemente alta como para que las manos puedan efectuar la delicada operación. Para no tener que repetirla, la haremos enfáticamente, y sentiremos ese énfasis con forma de pie apretado.

Esta es una de las realidades de la vida, y me pregunto por qué hay tanta gente que la acepta. Porque la solución está inventada: el calzado sin cordones. Hay distintos nombres, como mocasines o alpargatas. Pero lo que son es zapatos o zapatillas sin cordones. No estoy hablando de esos modelos que reemplazan los cordones por una rueda para que uno se sienta moderno. Es algo mucho más básico: un calzado igual que cualquiera, pero sin cordones, ni agujeros para ellos.

Resulta que, después de todo, los cordones no eran necesarios. Los zapatos no salen volando si uno no los ajusta. Puede ser que para algunas actividades, como ciertos deportes, sí haga falta un calzado bien ajustado. Pero para el uso diario es sólo una molestia a la que la gente elige someterse, probablemente sin darse cuenta de que hay otra opción.

Hay gente que opina que esa clase de calzado es inelegante. Es falso. Pero si fuera verdadero, no sería por la ausencia de cordones. Es porque los fabricantes de zapatos ponen toda su creatividad en los modelos con cordones (debido a la demanda existente). Entonces hay más variedad, y es tomado como normal, aunque yo no entienda por qué.

Un día llegué al jardín y había en el aula un enorme aparato. Era una incubadora, donde había huevos que estaban a punto de germinar. No sé de dónde salieron, ni a quién se le ocurrió llevar una incubadora a ese lugar. Capaz que todos los cursos tenían una igual. Sospecho que no.

Lo que sé es que ese día pasamos un buen rato mirando nacer a los pollitos. Lo hacían lentamente, con mucha dificultad, porque romper un huevo desde adentro no es tan fácil como hacerlo desde afuera. Fue una alegría verlos salir a la luz, aunque al día siguiente sólo uno sobrevivía.

Era necesario cuidarlo. Lo hacíamos entre todos. Pero cuando nos íbamos no quedaba nadie para atenderlo. Entonces se estableció un régimen. Nos turnaríamos para llevar el pollo a nuestras casas, y volverlo a traer al día (hábil) siguiente.

Comenzó la rotación, y había algo que me inquietaba: nunca me tocaba a mí. No sabía cuál era el orden establecido, pero confiaba en que alguna vez me iba a llegar el turno. Lo que no imaginé es que me iban a dar el pollo el último día de clases, y por lo tanto correspondía que me lo quedara.

Fue así que tuve un pollo como mascota. En casa no tuvieron más remedio que aceptarlo. No les gustaba mucho, porque las aves tienen una propensión a las deposiciones que no es muy agradable. El pollo andaba conmigo, correteábamos por el jardín. Crecíamos juntos. Pero yo le llevaba varios años, entonces era más grande y podía agarrarlo en las manos y acariciarlo.

No recuerdo haber sido picoteado, aunque estoy seguro de que lo fui. La mayor dificultad era controlar los movimientos. Dejarlo en algún lugar seguro a la noche, o cuando no había nadie. O cuando había invitados. Se le estableció residencia en una vieja caja de pañales, cubierta con papel de diario. Las altas paredes de la caja eran, pensamos, infranqueables para un pollo de ese tamaño.

Pero no hay que subestimar a las aves. Un día que había invitados se quedó solo, previo a la cita, y practicó su instinto volador hasta que logró franquear la barrera. Entonces fue libre. Y no había quien lo parara, así que entabló un frenesí digestivo por toda la casa, que dejó huellas inconfundibles que fueron descubiertas al regreso.

Es probable que ése haya sido su pecado final. Mis padres, que de por sí no veían al pollo con mucho agrado, decidieron que la casa no era un hogar razonable. Necesitaba, dijeron, estar con otros pollos, del mismo modo que yo iba al jardín y estaba con otros chicos. Era necesario mudarlo a la casa de alguien que tuviera gallinero. Y justo unos amigos de ellos que vivían en Quilmes tenían uno.

Lo que no me dijeron hasta muchos años después era el destino de los pollos de ese gallinero. Era un destino también digestivo. Así que no sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me despedí de mi pollo hasta que se convirtió en suculencia.

En casa, claramente, no existía la regla que tenían en ALF sobre no comer miembros de la familia.