Es importante saber con qué terminar un libro, o cualquier obra. No basta, en el caso de una recopilación de cuentos, con que estén todos los que tienen que estar. Hay que ordenarlos de manera que tengan el mejor impacto posible. Y el final se supone que es lo que resonará en el lector, el último contacto entre él o ella y el libro. Está bueno terminar con algo que merezca esa atención.

Todos los artistas respetables cuidan esos detalles. Los recitales no terminan con cualquier tema, terminan bien arriba. Los discos también. “Please Please Me” no en vano termina con Twist and Shout. Las temporadas de las series suelen cerrar con impacto, a menos que se les ocurra hacer un cliffhanger para resolver en la siguiente. El único género en el que no conviene terminar con algo importante son los libros de texto escolares. No da terminar el libro de biología con la evolución, porque lo más probable es que nunca se llegue.

El final presenta la oportunidad de cerrar ideas que hayan quedado más o menos abiertas, hacer un moño sobre lo que viene antes. Por todas estas razones son tan poco abundantes las recopilaciones estrictamente cronológicas. Es mejor sacrificar esa rigurosidad para mejorar la experiencia.

El primer borrador de Léame terminaba con La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton. Es, como se ha dicho aquí, el cuento más largo del libro y el que más se parece a la idea que este autor antes tenía de lo que era un cuento. Era mi forma de terminar bien arriba. Pero esto fue vetado en el proceso de edición, debido a esas mismas razones. Es un cuento atípico para el libro, mejor no darle un lugar tan importante. Y, aparte, es mejor no terminar con algo muy largo. El lector viene acostumbrado a una longitud, y de repente se encuentra con otra exigencia.

No sabía, entonces, con qué terminar. El cuento final apareció después de que saliera el título Léame. Ese título imponía algunas pautas a la estructura, como empezar con uno de los textos del autor al lector. Era razonable terminar también con uno de ésos, pero ninguno me convencía. Lo más cercano era Verdades acerca de usted, pero ya había cerrado un librito con eso, y me gustaba más para el medio.

En el medio de todo eso, se me ocurrió un texto nuevo para esa serie. Uno en el que el autor agradeciera al lector estar leyendo ese texto y no otra cosa. En el medio de la escritura empezó a quedar claro que eso era el final del libro. De repente, un texto que surgió como uno más, que ni siquiera tenía pensado que entrara porque estaba siendo escrito después de la fecha de corte, se convertía ante mis ojos en serio contendiente para terminarlo. Cuando terminé el texto, estaba bastante seguro. Pero no sabía si era la euforia que me nublaba el razonamiento.

Decidí llevarlo al taller de Virginia, al que seguía (y sigo) concurriendo paralelamente al proceso de edición de Léame. Lo llevé como un texto más, esperando reacciones, a ver si funcionaba. Y lo primero que dijo ella fue la confirmación de que mi instinto era correcto: “es el final del libro”.