A los siete u ocho años, descubrí que era posible tener sellos de goma con la inscripción que uno quisiera. Los vi en casa, un día, conteniendo el apellido familiar. Me maravilló el concepto. Un negocio lleno de sellos, uno al lado del otro, interminables, con todos los apellidos posibles. Tal vez los sacaban de la guía telefónica. Cuando uno iba a comprar, decía su apellido y el comerciante buscaba entre los sellos el correspondiente. Igual que en las mercerías cuando uno quería comprar un botón en particular.

Me pareció que eso era necesariamente un negocio tedioso, porque era seguro que iban a ir a ese negocio en particular muchas menos personas que los apellidos existentes. Entonces había dos opciones: operar a pérdida, o venderlos muy caros, para compensar la fabricación inútil de sellos que nunca nadie iba a comprar. Pensé entonces que era por eso que no había visto sellos en ningún lado hasta ese momento: como eran caros, pocos se daban ese lujo. Y era una lástima, porque mientras más gente los comprara, la lógica hubiera indicado que tendrían que abaratarse.

Todo se aclaró cuando me llegó el concepto de encargo. Resulta que alguien va a un negocio y pide un sello que diga lo que quiera. Después, en una segunda visita, obtenía el sello realizado especialmente. Es muy lógico y desde el punto de vista de la eficiencia funciona muy bien. Claro que a expensas de la velocidad de la transacción. Esto significaba que no podía querer un sello que dijera cualquier cosa y obtenerlo a los cinco minutos. Pero abarataba mucho el costo de cada uno.

De chico tenía esa clase de razonamientos. Sabía que los tenía, el asunto era que no sabía diferenciarlos de los verdaderos, porque me faltaba información, porque era chico. Me limitaba a razonar con los datos que tenía.

Unos años antes mi familia se mudó. Dejamos un departamento para ir a una casa. Me llevaron a verla antes de decidir la compra, no para que participara en la decisión, porque tenía cuatro años, pero la vi. Y noté algo alarmante: en esa casa vivía gente.

Presumiblemente, esa gente se iba a ir antes de que viviéramos nosotros. Era lógico. Pero, ¿adónde irían? Y, lo lógico era que fueran al departamento que dejábamos, que iba a estar vacío. Sin embargo, cuando ocupamos la casa, durante un tiempito el departamento se mantuvo sin gente. Resulta que todavía no se había vendido. ¿Qué había pasado, entonces, con la familia que vivía en la que ahora era nuestra casa? Respuesta: se habían ido a vivir a una tercera casa.

Esto me hizo ruido. La respuesta que había obtenido implicaba que la gente que ocupaba esa tercera casa antes tenía que mudarse a una cuarta casa, para permitir a los que venían de la nuestra ir a la suya. Y los de la cuarta necesitaban una quinta, que requería desalojar a la gente que hubiera para ir a una sexta, y así. Me pareció algo de nunca acabar. Había descubierto, sin saberlo, el concepto de recursividad.

Era impresionante todo el movimiento que ocurría sólo porque nosotros nos habíamos mudado. Sólo era posible terminarlo cuando alguien de la cadena encontrara lo que había sido nuestro viejo departamento y se mudara ahí. Esto, sin embargo, parecía no estar dentro de las posibilidades. Iba a ser otra gente, que venía de un proceso separado, la que ocupara ese lugar.

Todo este procedimiento interminable me pareció demasiado complicado como para ser real. Concluí entonces que se trataba de una fantasía que me había hecho con mi mente infantil, y que los adultos seguro entendían cómo era. Me bastaba esperar a la adultez para que me fuera revelada la verdad.

No se me ocurrió sospechar que todo ese proceso recursivo no es otra cosa que el mercado inmobiliario, y que no existe una forma mejor de mudar a la gente. Darme cuenta de esto me generó dos sensaciones. Una fue satisfacción por haber dado con la solución correcta a temprana edad. La otra fue cierta frustración, porque si la mejor solución es una que un chico de cuatro años puede pensar, probablemente algo falle en este mundo.