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Al comprar mi auto, me ocupé de tener varios elementos que me parecían indispensables. El principal fue una buena guía que incluyera todo el Gran Buenos Aires. De esta manera, podía aventurarme a lugares que no conocía sin temor a perderme.

Fue necesario también un acostumbramiento. Hacía varios años que no manejaba, y estaba un poco oxidado. Sabía que con algunos días o semanas de manejar me iba a volver a familiarizar con todo lo que implica. Los primeros días, sin embargo, estaba algo descolocado, no sólo con mi reinserción al tránsito sino con los avatares de un auto desconocido. Tuve que aprender a abrir el tanque de nafta, a encender las luces, a calibrar el embrague. Todo eso. Nada especialmente desafiante.

Pocos días después, como el auto era usado, lo llevé a un taller para que le revisaran y arreglaran todo lo necesario. Este taller quedaba en Flores, y fui ahí porque me lo habían recomendado, a pesar de que vivo en Parque Patricios. Pero para qué tengo auto, puedo ir a Flores. Lo que hice antes de dejarlo fue sacar todas las pertenencias, porque iba a pasar por varias manos y tampoco era cuestión de arriesgarme a que algún desconocido se hiciera con las cosas que acababa de comprar. Total, sabía volver desde Flores. No necesitaba mapas.

Pero hete aquí que cuando lo fui a buscar, poco después de emprender el regreso, me invitaron a una casa en Belgrano. Entonces el destino, cuando ya había partido, cambió. Ahora tenía que ir exactamente para el otro lado. Pero hay un detalle: la comunicación entre Belgrano y Flores no es buena. Ambos ex pueblos incorporados a la ciudad están bien preparados para que la gente vaya de ellos al centro, no tanto para intercambiarla entre sí.

No obstante, existen formas de llegar. El asunto es que no las conocía. Pero como estaba más o menos orientado, sabía la dirección general que tenía que llevar. O eso pensé.

Empecé a manejar, tratando de encontrar alguna buena avenida que me llevara más o menos directamente. Mientras, trataba de continuar acostumbrándome al auto, que encima había cambiado un poco el feeling con los arreglos del taller. Pronto empecé a perderme. Como no tenía guías, ni mapas, ni nada, debía valerme de mi instinto (los hombres no preguntamos a los transeúntes). Lo bueno es que tenía tiempo.

Pero empezaron los problemas. Avenidas atascadas, vías que tenía que atravesar y no sabía por dónde, calles que terminaban, calles que se bifurcaban y de repente me iba para otro lado. Se hizo de noche. Tuve que prender las luces, no es problema. Pero también se largó a llover. Y ahí tuve que prender el limpiaparabrisas, que no sabía cómo hacer. Me di cuenta bastante rápido. Sin embargo, tampoco estaba muy acostumbrado a frenar en ese auto, con o sin lluvia. Entonces tuve que tener extra cuidado, mientras trataba de mirar los carteles de las calles para no sólo saber por cuál iba, sino ver si conocía a alguna de las que cruzaba. Tal vez alguna me podía llevar a mi destino.

En el medio, tenía que lidiar con el tránsito de hora pico, y con peatones que se cruzaban por todos lados. En un momento, noté que los carteles indicadores de nombre de calle (eso que aparentemente se llama “mobiliario urbano”) cambiaba. “Qué raro, un barrio con carteles azules”. Resultó que había agarrado la avenida San Martín para el lado opuesto al que creía, y lo que pensé que era el puente era la General Paz, y me encontraba en lo que más tarde supe que era el partido de San Martín. Así que di media vuelta y volví. Se me ocurrió agarrar, ya que estaba, la General Paz, pero en la dirección que me llevaba a Belgrano vi las luces rojas que indicaban innumerable cantidad de autos, y desistí.

Al final logré ubicarme y llegar, con bastante atraso. Pero fue luego de una aventura, donde tuve todos los obstáculos juntos y era necesario enfrentarlos por mí mismo, sin ayuda.

Me gustaría decir que aprendí de esa experiencia. Aprendí que el camino es propio, y que es necesario hacerlo sin depender de los mapas. Que vale más cuando uno encuentra la salida que cuando mira las soluciones. Que nada reemplaza a la experiencia propia. Me gustaría poder decir todo eso. Pero no es así. No aprendí eso. Aprendí, más que nada, a usar ese auto. A tener confianza en mi manejo, y a reconocer la General Paz.

Seguramente hay lecciones para la literatura. Paralelos que cualquiera puede hacer sobre los caminos de escribir, y todo eso. Sin embargo, como cualquiera los puede hacer, usted está invitado a hacerlo, querido lector, si tiene ganas.

Monumento a Sarmiento en Boston, Massachusetts.

Domingo Faustino Sarmiento es un personaje extraordinario, y no hace falta considerar su presidencia para llegar a esa conclusión. Un tipo antidiplomático, ilustrado, iracundo y bien de su época. Muy colorido. Cada tanto lo uso como personaje.

El cuento más nuevo de Léame lo tiene como protagonista. Siempre se tituló Domingo de regreso. La idea del título es no dar pistas sobre el contenido del cuento, que es mejor cuando Sarmiento aparece de sorpresa. Entonces está pensado para que en una de ésas el lector piense que va a ser algo sobre volver a casa después de un fin de semana, tal vez algo parecido a La Autopista del Sur.

Pero no es eso. Es la historia de cuando el doctor Frankenstein revive a Sarmiento, y las peripecias que pasa el autor de Recuerdos de Provincia cuando se escapa del laboratorio. Es un cuento que se fue armando mientras lo escribía, de ésos en los que me permito confiar en los instintos. No sabía cuando empecé que iba a terminar como termina, por más lógico que pueda ser ese final.

Uno de los atractivos que tiene ese texto es las formas de referirse a Sarmiento. Nacen de la necesidad de no estar repitiendo el nombre Sarmiento todo el tiempo. Entonces lo menciono como “el ex presidente”, “el gran educador”, “el calvo masón resucitado” o “el putrefacto pedagogo”.

Pero tenía más lugares donde referirme a Sarmiento que formas de hacerlo. Algunas fueron descartadas. “El autor de Recuerdos de Provincia“, por ejemplo, distraía y fue eliminado. Había un punto en el que repetía una referencia porque no encontraba una forma mejor.

Hasta que, sin saber que yo estaba resucitando a Sarmiento, mi amigo Federico me fotocopió una nota de la revista Todo es Historia de la década del ’60. Es una nota muy interesante sobre la historia del tranvía de Buenos Aires, que se había retirado poco tiempo antes.

Hay un solo pasaje sobre Sarmiento en esa nota. Es cuando se inaugura el primer tranvía a Flores. Flores era en ese momento un pueblo separado de Buenos Aires, no un barrio (Flores y Belgrano fueron federalizados en 1880). La existencia de un tranvía implicaba un enorme avance en la comunicación. Implicaba que cualquiera estaba al alcance de llegar desde el pueblo a la capital, sin necesidad de contar con un carruaje ni nada así. Ese tranvía a caballo era el primer transporte público que comunicaba ambas urbes. Fue iniciativa del señor Mariano Billinghurst.

Dada la importancia del tranvía, cuando se inauguró invitaron al Presidente, que era Sarmiento, a andar en tranvía hasta la plaza de Flores y dar un discurso ahí junto al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Emilio Castro. Dice la nota de Todo es Historia:

La procesión entró triunfal en San José de Flores, donde esperaba otro numeroso gentío congregado en la plaza. Al aparecer el coche presidencial, nuevos clamores ovacionaron a Sarmiento. Mientras verdaderas avalanchas humanas se cerraban sobre los tranvías, a duras penas el coche principal pudo acercarse al punto de destino. Sarmiento, Castro y Billinghurst descendieron dificultosamente para trasladarse al edificio de la Municipalidad. Rojo de sofocación, apretujado hasta el colmo de su no abundante paciencia, el presidente de la República volvió a ser Sarmiento a secas y se abrió paso a codazo limpio, hendiendo el gentío con sus robustos hombros.

La anécdota me encantó, pero no fue lo que más me llamó la atención. La nota continuaba con algo así como “momentos después, el ajetreado mandatario logró dar el discurso”. De repente, tenía la referencia que me faltaba. Y si usted, caro lector, abre su copia de Léame, puede encontrar que en Domingo de Regreso aparece la frase “el ajetreado mandatario”. Proviene de esa nota sobre tranvías de Todo es Historia.