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Laboratorio


Este método me funciona a mí, y no tiene por qué funcionarle a los demás. Es una adaptación a mis características. Se adecúa bien a mi personalidad. Me da una estructura de la que agarrarme, que puedo usar para darme una libertad que de otro modo tal vez no tendría.

El asunto consiste en que todos los días tengo que escribir algo y terminar una primera versión. O sea, no puedo empezar algo y dejarlo de lado. Si lo hago, no cuenta, tengo que hacer otra cosa. Lo que escriba en sí puede ser cualquier cosa: cuento, poema, texto, experimento, canción, lo que sea. Colectivamente los llamo cuentos, porque hay mayoría de ellos, pero no todos lo son. Pero como no me importan las etiquetas, está todo bien.

Hacerlo así me saca una responsabilidad que sentía antes de empezar: tener una idea para escribir algo. Siempre supe que podía escribir, y muchas veces me encontré esperando a tener una idea para poder escribirla. O al revés, tenía una idea pero ocurría en un momento inadecuado, y después iba postergando la realización. Ahora, hoy tengo que hacer algo. Entonces es necesario adecuarme a esa obligación.

Así, si tengo una idea la anoto rápidamente, antes de que se me vaya. Pero aparte, como cada día voy a usar una, necesito que se me ocurran. Entonces estoy todo el tiempo en modo buscar ideas. Mantengo así la concentración requerida para que aparezcan las ocurrencias. Como nunca me libero de la obligación, la búsqueda es permanente.

Muchas veces, de todos modos, pasa que no tengo ninguna idea fresca, o las que tengo no me convencen en el momento de escribir. Estoy obligado a improvisar, a pensar algo rápido o hacer algún ejercicio. Mi experiencia bajo esa clase de presión es satisfactoria. Hay un montón de cosas que me gustan mucho y no hubiera escrito si no me hubiera puesto la obligación.

Ayuda que suelo escribir rápido. Pero eso sí: la primera versión nunca es la definitiva. Hay que trabajar los textos, dejarlos crecer, darles unos días y unas pasadas para que se muestren como son. Este trabajo es extra, no cuenta como la escritura del día aunque me pase todo el día.

Tampoco cuentan las cosas escritas para otros proyectos. Este blog, por ejemplo, se actualiza todos los días, y va aparte. Aunque alguna vez puede pasar que algo que escribí para el blog me guste y lo tome como parte de mi escritura “seria” o “canónica”. Pero no ocurre seguido.

Tengo suerte de haber encontrado este método, que me permite escribir muchísimo. Como arranqué a mediados de 2007, a la fecha llevo más de 1600 escritos. Es una simple cuestión matemática si uno logra mantener la disciplina. A alguna gente le parece impresionante la cantidad, a mí me gusta pero no lo considero una hazaña, sino el resultado de la constancia.

Eso sí: no todo lo que escribo después resulta bueno. Antes de escribirlo no lo sé. Siempre es un experimento. Si me parece que lo que está saliendo es una mierda, en general intento otra cosa. Pero también, con la constancia, desarrollé experiencia, y tengo formas de salvar textos que no están saliendo bien.

No sólo fui creando un instinto de escritor, sino que aprendí a confiar en ese instinto. Logro dejarme llevar por donde me parece que tiene que ir lo que estoy escribiendo, y muchas veces me encuentro que aparecí en algún lado que no sospechaba. Eso es una de las sensaciones más placenteras del viaje de la escritura.

Cuando uno escribe, quiera o no, está creando un universo. No un universo físico, uno no tiene que sentirse deidad por escribir, pero sí un universo conceptual, o literario. Pueden ser tantos universos como textos se creen, o uno solo en el que todos ocurran. Muchas veces la cantidad está en el medio, porque hay textos que se sitúan en el mismo universo (si eso es posible).

Lo bueno de crear universos literarios es que las reglas las pone uno. El autor decide qué elementos del “mundo real” ingresan y cuáles se quedan afuera. También crea comportamientos, ciclos, costumbres. No siempre se da cuenta de lo que hace. Nadie se pone a decir “voy a crear un universo donde todas las cosas se caigan para arriba”. Tomar conciencia, sin embargo, es liberador.

Hay gente que necesita escribir de manera realista. Pretende situar sus escritos en el universo real, en el mundo en el que vive. Pero siempre está creando otro. Por más realidad que le ponga, al escribirlo se está convirtiendo en algo distinto. Entonces hay que dejar de pensar en lo que existe para ver qué es lo mejor para el texto. Muchas veces son cosas opuestas.

Un cuento no es una certificación por escribano de que algo ocurrió. Por más que los hechos narrados hayan ocurrido de verdad. Si la historia no funciona bien, no es culpa de la historia, es culpa del que la escribió. La frase “basado en un hecho real” no es un argumento a favor, por más que los que hacen pósters de películas piensen que es.

Sin embargo, hay quienes necesitan que lo escrito tenga algún nivel de realidad. “¿Eso te pasó?” preguntan, y se decepcionan cuando se enteran de que es una historia inventada. Hay como una expectativa de que la literatura sea lo mismo que el periodismo. El problema no es tanto que no entienden la naturaleza de la literatura, sino la del periodismo. Nadie, por más buena voluntad que tenga, puede llevar al papel una realidad inalterada. Se puede reproducir fielmente algo, pero siempre hay una adaptación. Lo que pasó y lo que está escrito son cosas distintas. Pero existe mucha gente que no aprecia esa diferencia, y está acostumbrada a que lo que lee se supone que ocurrió.

(Esto va más allá de vicios del periodismo como inventar cosas, tergiversar o cualquier otra deformación. Los que no hacen ficción, pero sí mentira. El principio se aplica también a las personas más honestas y capaces.)

Crear universos no tan realistas ayuda a que el lector se quede tranquilo de que no está leyendo algo que pasó (muchos, igual, quieren encontrar el origen en algo que sí). No tiene por qué ser así. No sé por qué es menos gratificante para algunos que un escrito haya salido de la imaginación de alguien en lugar de un hecho concreto. Pero parece que es así.

Léame no se propone situarse en el universo que nosotros habitamos. Si usted, afecto lector, encuentra que algún principio se aplica en su universo, todo bien. Si no, no es menos válido.

Cada tanto, me gusta hacer experimentos lingüísticos. Explorar formas, ideas raras, o directamente hacer textos que no sean más que un juego. Pero no soy tan bueno para los juegos de palabras. Me gusta jugar más con las ideas, aunque sea con la forma de las ideas.

Hay autores que tienen métodos, se formulan reglas, por ejemplo “voy a escribir un cuento con todas palabras que empiezan con E”. Así surge el cuento de Leo Maslíah titulado, consecuentemente, E. Un fragmento:

Esteban estaba ensimismado en el estudio. Eduviges entró exaltada.
—¡Estoy enferma!- exclamó.
Efectivamente escupía excrementos.
Esteban, embotado, eludió expedirse. Ella exhortó, enojada.
—¡Escúchame! Estoy experimentado endemoniados espasmos estomacales.

Puedo hacer ejercicios de esta clase. Los he hecho y salieron razonablemente bien. Pero tienen un peligro, que es desviar la atención del lector hacia la vigilancia. ¿Se cumple o no se cumple la regla? Un buen texto de éstos tiene que ser bueno incluso cuando no se conoce la restricción.

A primera vista, lo que me cuesta es juntar una regla con una historia adecuada para esa regla. El asunto es que es al revés. La intención es que la regla haga pensar cosas distintas de las que uno estaba pensando, al poner una restricción. Es un buen método para cuando uno está trabado. Pero encuentro que hace tiempo que no lo uso.

En Léame hay un par de textos experimentales. Uno es radical: la idea es que suene a español sin serlo. Son todas (o casi todas) palabras inventadas. Es un cuento que tiene estructura pero no contenido. Titulado Verleder y Lertena, dice entre otras cosas:

Verleder quinitaba serletando alos saltosos. Nos locía la cortena, igalú a onde.
“Tinte le alguace ombril cune zoldio”, altornetó Lertena. Momentón salite con te. Saltorón loque sango. Ma Verleder quinitaba serletando.
Verleder serletaba, serletaba, serletaba podín sol. Teo condo songue dalte, ve le con por sin tras en.

Algún día me voy a animar a leerlo en público. Sospecho que es mucho más divertido en forma oral que escrita.

El otro experimental se titula Cuando digo quiero decir y es un simple juego de cambios de significado:

Cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir. ¿Quiero decir que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo? Claramente no. Sólo digo que quiero decir quiero decir cuando digo cuando digo. No significa que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo. No. Cuando digo quiero decir quiero decir quiero decir. Y cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir también.
Entonces, cuando digo “cuando digo quiero decir” en realidad quiero decir “quiero decir quiero decir”, en cambio cuando digo “quiero decir” quiero decir sólo eso.

Hace un tiempo este texto fue objeto de otro experimento. Viendo un capítulo de NewsRadio, pensé que podía traducir un cuento a varios idiomas y volverlo al castellano a ver qué quedaba. Pensé un rato y llegué a la conclusión de que este cuento, con las repeticiones, era el mejor candidato. Entonces fui al traductor de Google y lo inserté. Lo traduje al inglés, y el resultado al francés. Lo paseé por veinte idiomas, hasta que lo devolví al castellano.

El resultado final, que no es parte de Léame, me sorprendió más de lo que hubiera pensado. Se ven algunos vestigios de lo que era el texto, pero apareció un nuevo final que le agrega un inesperado toque étnico al asunto.

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