De acuerdo a mis instintos autodestructivos, más o menos por esta época debería empezar a pensar que Léame es una porquería, como todo lo que hago. Porque, aunque los demás no se den cuenta, según esos instintos es imposible que haga algo bien.

¿Cómo es posible? ¿No ves a toda la gente que le gusta? preguntan mis otros instintos, que son un poco más razonables. Pero él no cambia de opinión. Él está por encima de lo que piensan los demás. Porque no sólo los demás se pueden equivocar, sino que me conoce mejor. Él sabe que no sólo mi calidad no existe, sino que mis motivos son totalmente impuros. Por más que trate de convencerlo de que no es así, tiene la certeza y nadie se la puede sacar.

Pero, felizmente, por el momento esos instintos se mantienen bajo control. Léame me sigue gustando, sigo estando contento con el producto final. Por supuesto, cuando lo agarro encuentro cosas que se podrían haber escrito de alguna manera levemente distinta, pero eso no me hace problema. Aunque en una época hubiera sido uno de los argumentos favoritos del instinto autodestructivo para demostrarme que no sirvo para nada. Pero ya le pesqué ese truco, así que no funciona más.

Entonces sigo mostrando el libro, sigo invitándolos a todos (incluyendo a usted, querido lector) a que lo lean, lo compren, lo compartan, lo comenten, lo hagan parte de sus vidas y, por qué no, de la de otros.

Las cosas que me dice el instinto están ahí, en voz baja, acechando. No ha podido con Léame. Tal vez es porque puedo tomar esos pensamientos como de quien vienen. O tal vez sea cuestión de tiempo. Si dentro de algunos meses me ven diciendo que el libro no sirve, o algo similar, sepan que triunfó. Pero estoy determinado a que no ocurra. A que, si Léame deja de gustarme, sea por su propio demérito y no porque decidí que así fuera. No voy a permitir que el instinto autodestructivo cumpla su cometido. En las sabias palabras de don Carolino Fuentes, “ahijuna, no me saldré con la mía”.