No suelo leer los prólogos de los libros. ¿Por qué habría de hacerlo? No sé qué va a decir, y en muchos casos no sé quién es el que lo escribió. Existen riesgos ciertos, como que me arruine el final. Pero eso no es lo más importante. Se puede saber el final de la obra y disfrutarla. En Citizen Kane, “Rosebud” es el nombre del trineo con el que Kane jugaba de chico. Miren la película y fíjense que sigue siendo magnífica.

El mayor riesgo de los prólogos no es que cuente detalles de la trama por venir (si es que hay trama) sino que coloree la lectura. Que tire un “esté atento a las referencias mitológicas” o “este texto es una gran metáfora sobre la influencia de la psicología de masas en la Unión Soviética, simbolizada por los dinosaurios que persiguen a los protagonistas”.

Si uno lee un prólogo así, es muy posible que después no pueda ver otra interpretación. Que lo que pensó el prologador hasta parezca obvio. Y lo que pensó el prologador puede ser cierto, del mismo modo que puede no ser cierto, o no ser la única interpretación posible de un texto. Pero lo ponen antes de empezar, de manera que uno sepa qué es lo que está por leer.

Me siento más libre, entonces, cuando leo un libro sin el prólogo. En general sólo los leo si los escribió el mismo autor, preferentemente en la primera edición. Si no, los dejo para otra ocasión. Los leo después de terminar el libro. Y por ahí estoy de acuerdo. Puede que hasta me motive a releerlo si me hace descubrir muchas cosas interesantes. Trato al prólogo como si fuera un extra de DVD, como ver el trailer de la película que acabo de terminar y me dejó con ganas de algo más.

Por eso es feliz la costumbre de Viajera de ubicar el prólogo después del libro. Como póslogo. Así, a menos que uno se tome el trabajo de leerlo antes, la interpretación vendrá después, y uno puede leer más libre.