Mis visitas al dentista históricamente vinieron con miedo. No a los procedimientos que puedan hacer en mi boca, porque vivo en la era de la anestesia. Más bien, miedo a que me toquen el nervio sensible del orgullo. Porque siempre encontraban alguna deficiencia en mis tareas de higiene. De muy chico no era afín al cepillado. Más crecido implementé esa sana costumbre, pero hacerlo no significa hacerlo bien.
“¿Ves? A esta muela que está acá atrás no llegás bien, y por eso tenés caries”. Después de eso me esmeraba, hacía los movimeintos indicados, o mi interpretación de ellos, sólo para encontrar después que me olvidé de algún otro sector, o de alguna muela nueva que apareció sin que me diera cuenta.
Ahora, la cosa parece haber cambiado. Mis últimas visitas a dentistas terminaron con resultados óptimos. Nada que corregir. Una vez, incluso, me felicitaron.
Y sin embargo, no puedo disfrutarlo. Ya tengo asociado que el dentista tiene que reprocharme. Si no lo hace, desconfío. ¿Sabrá lo que hace? ¿Entenderá algo? ¿Habrá hecho trampa en los exámenes? Prefiero quedarme con la idea de que visité un dentista incompetente antes de pensar que mi boca está bien cuidada.
En una de ésas es un mecanismo que desarrollé para cuidarme de mí mismo. Tal vez, si pensara que me lavo bien, me dejaría estar y volvería a empezar el ciclo. Y ahí ya no desconfiaría más del dentista. Estaría mucho más cómodo, por alguna razón, desconfiando de mí.