Ya expliqué en otra ocasión la razón del título Léame. En pocas palabras, viene de la serie que recorre el libro, que consiste en especies de diálogos en los que el autor trata de razonar con el lector, o influirlo, o pedirle clemencia. Con el riesgo de que este texto sea repetitivo, o redundante, o vuelva sobre conceptos ya vertidos, o diga varias veces lo mismo, voy a tratar de echar luz sobre el origen de esa serie.
Vale primero una aclaración. En realidad no sé bien de dónde viene eso ni nada de lo que escribo. Se me ocurren, sin embargo, algunas ideas que pueden o no ser ciertas. Es probable que tire ideas con las que no estoy de acuerdo.
Lo primero que se me ocurre es que me gusta cuestionar. Tratar de pensar las palabras, de manera que cada una merezca estar. Pero más que las palabras, me gusta cuestionar conceptos. Ideas atrás de frases que capaz que se dicen habitualmente, y pueden esconder sentidos que no son los que se toma por ciertos. O pueden contener conceptos adicionales dignos de ser explorados.
Cuestiono estas cosas en el lenguaje, y también en mí. ¿Qué cosas doy por ciertas sin pensarlas? ¿Qué conceptos estoy repitiendo como loro? ¿Qué cosas que creo originales no son más que meros afanos? Todo el tiempo busco no caer en las trampas en las que veo caer a los demás, ni en las que caí alguna vez. No siempre lo logro. Estoy, no obstante, alerta. Y esa alerta me hace vigilar los textos.
Entonces, mientras escribo, hay una voz que dice cosas como “¿eso está bien?”, “eso se puede mejorar” o “eso es una boludez”. La voz toma la forma de alguien externo que está leyendo el texto y me humilla durante esa lectura, marcando los defectos. Como consecuencia, tengo que seguir escribiendo hasta que esa voz se quede callada y no tenga nada que objetar.
Es fácil llegar desde acá a la idea de escribir directamente hacia ese lector externo, tratando de obtener su favor. Pero no estoy seguro de que sea por eso que me sale esa serie.
Otra posibilidad, que se me ocurrió después de impreso el libro, es que sea una herencia del blog LaRedó, donde escribí durante varios años. Ahí hay una cantidad de gente que se dedica durante todo el día a comentar los posts que salen. No importa el contenido de cada uno. Usan la sección de comments del blog como un chat: se saludan, sugieren poner algún canal de televisión que está transmitiendo algo específico, proponen temas de discusión y, sobre todo, escriben la frase “todos putos”. Como resultado, la cantidad de comentarios de un post refleja no lo que generó el contenido, sino el tiempo que estuvo como última nota publicada.
Entre estos comentarios, siempre hay un puñado que son relevantes a lo escrito. Y pueden ser devastadores. Cualquier deficiencia real o imaginaria de lo publicado saldrá a la luz. Las inexactitudes son chequeadas, o semi chequeadas. En el afán por descubrir defectos, algunas sutilezas pueden caer en la ignorancia general, o ser corregidas como si fueran errores.
En general, cuando escribía ahí, tenía varias de las actitudes que cuando escribo para mí: cuestionar todo. También trataba de tener un aporte personal, no hacer algo igual a lo que hacían los demás, o a lo que hacían en otros medios. Para mí nunca tuvo sentido eso. Entonces exploraba, buscaba temas raros, o sobre todo maneras diferentes de encarar temas comunes. Esto requería explicaciones más o menos detalladas, debido a la costumbre de mucha gente de leer por arriba, o asumir que la nota que uno escribió, que se trata de un tema común, tomaba una posición o actitud determinada. Como resultado, salían unos cuantos párrafos, y esto me valió la reputación de escribir textos largos (los posts que hice para ese blog suelen ser mucho más largos que los cuentos). Algunos agregaban que además de largos eran aburridos, algo con lo que en general no estoy de acuerdo. En esos casos asumo que son sentidos del humor diferentes, que exigen otra cosa, los que afirmaban eso.
Pero vamos a un ejemplo para hacer las cosas más claras. Véase esta nota, titulada “El más grande”. Si se la lee, se verá que es un texto acerca de la discusión de Maradona vs. Pelé, de las actitudes de la gente que se embarca en esa cháchara y de la clase de argumentos que se esgrimen. Veamos una muy escasa selección de comentarios:
- Eeee, ya lo leo entero, pero esta discusion no tiene ningun sentido…
- A mi me gusta más el Die´, a pesar de su veleta verborragia.
- Ya dijeron que Pele debuto con un pibe?
- De pie señores, acá se habla del Dié
- dale viejo, teorizando un viernes a la tarde?
- Todo mal,…se cayo Poringa,…
- no lei el post pero hacete ortear Perplatado
- Gordo barrilete y mentiroso como pocos. Orgullo nacional la verga, que enseña maradona? Que mediante el trabajo se puede? mentira. Coherencia? la chota.
Es muy razonable, entonces, que una persona que me conoce sólo por ese blog y sabe ese funcionamiento, encuentre al título Léame como una prédica para que alguno me dé pelota, y a la serie del autor al lector como un intento de dialogar con los hipotéticos comentaristas del libro. No es lo que pienso, no creo que todo esto venga de ahí, pero tiene sentido que se le ocurra a alguien.
¿Cuál es entonces el origen de estas cosas? Últimamente estoy pensando que ese origen está cerca de una de las influencias ocultas (?) de mi escritura: los Simpsons. Siempre fui hincha de las rupturas de la cuarta pared, y hace muchos años confeccioné esta recopilación (en inglés) para el sitio The Simpsons Archive.
Aunque puede cambiar, en este momento me inclino a pensar que los intentos de diálogo y complicidad con el lector vienen de ahí.