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Hay cierto estereotipo de que los escritores son seres poco sociales. Que escriben solos, para ahuyentar sus demonios, para evitar suicidarse durante un rato, o algo así. Como todas estas cosas, ese concepto es como mínimo exagerado. Está lleno de escritores que tienen gran predisposición social. Shakespeare, por ejemplo, según algunas teorías era en sí mismo mucha gente. Y podemos decir que sacar un libro es una manera de comunicarse con los demás. Si no, es inútil publicar.

En mi caso, no soy la persona más social del mundo. Tampoco la menos. Mi sociabilidad viene en aumento, y desde que escribo regularmente no para de mejorar. Lo que cambia con más dificultad es el concepto que tengo, según el cual no sé relacionarme con los demás. Que aparentemente es falso.

Digo todo esto para hablar de un hecho posiblemente curioso: la escasa cantidad de diálogos en Léame. Creo que sólo dos cuentos tienen secciones de diálogo, en los que dos o más personajes se dicen cosas sin intervención del narrador.

La tendencia natural que me di cuenta que tengo es no poner diálogos. Puede pasar que cite conversaciones en la prosa, y a veces me agarro escribiendo “A le dijo esto a B, y B contestó esto otro, a lo que A replicó tal otra cosa, entonces B dijo algo más”. En general cuando me agarro haciendo esto me freno y reescribo.

Pero pocas veces doy enter y aprieto alt+0151 para poner la primera raya de diálogo. Es como una especie de acontecimiento. Una interrupción en la escritura, una responsabilidad de que ese segmento valga la pena. Y hay un miedo: que todos los personajes hablen con el mismo estilo con el que escribo. Los que leen los diálogos que hago me aseguran que eso no pasa, pero no impiden que tenga miedo a que pase.

No sorprende entonces que los dos cuentos con varias secciones de diálogo sean los que tienen forma más clásica. El resto no digo que los esquiva, sino que no los tiene. Muchas veces esto es porque hay un solo personaje, o no hay personajes, entonces no hay posibilidad de diálogo. Otras veces alguno de los personajes es inanimado, y si se pone a hablar cambia drásticamente el registro.

En varias ocasiones, sin embargo, hay personajes, y lo que dicen no pasa de alguna cita esporádica entre comillas durante el texto. En general es porque no se me ocurre hacerlo, probablemente porque tengo algún tipo de historia que estoy escribiendo, y los diálogos no suelen avanzar demasiado. Voy a la acción. Pasó esto, pasó esto otro y después pasó otra cosa. Podría haber acción a través del diálogo, aunque sería más indirecto.

En los últimos tiempos estoy tratando de sacarme el supuesto miedo a los diálogos. Para eso me fuerzo a hacerlos. Hice, entre otros, un diálogo con mí mismo en el que me pregunto por qué demonios nunca escribi diálogos.

Hoy, cuando la salida de Léame de la imprenta es inminente, es un buen momento para compartir en este espacio el texto de contratapa. Texto que no fue aprobado ni leído por mí antes de ser impreso.

Nicolás Di Candia pregunta provocativamente: ¿por qué no? Con una fórmula infalible, probablemente descubierta por Hollywood, plantea secuencias de orden-desorden, y vuelta a un “orden” que ya no es el mismo. En este viaje a través de submundos literarios fantásticos, papers científicos y crónicas pseudoperiodísticas, los personajes recorren –como recorre el mismo autor a través de todo el libro–, los límites del saber y del poder.

Las reescrituras de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas y del Extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, y en general todo el humor de Léame, tiene una estrecha relación con la literatura de Maslíah, la música de Les Luthiers, el humor de Monty Python, Larry David, Jerry Seinfeld y hasta Landrú. Este extraño conglomerado de intertextualidades e influencias se suman a las referencias a Julio Verne, la literatura infantil clásica y el cine.

[El doctor Frankenstein] bajó el switch. Varios rayos atravesaron la mesa de trabajo. Un ruido ensordecedor recorrió el enorme sótano antes de que se cubriera de humo. Cuando las partículas se disiparon, Domingo Faustino Sarmiento levantó el torso, arrancó las trabas metálicas que lo ataban a ella y escapó hacia la noche lluviosa.

Nos enfrentamos a textos donde no sólo pueden convivir seres extravagantes o fantásticos en situaciones grotescas, sino que la incuestionable lógica argumentativa eleva el nivel de la ocurrencia y la vuelve posibilidad factible, real.

Virginia Janza

Analicemos el contenido.

Lo primero que salta a la vista es que no deja grosso por nombrar. Podría tomarlo como una responsabilidad, un “uy, ahora el lector va a esperar que sea como ésos”. Pero no, son influencias, nada más. Es posible reconocer lo aprendido de todos esos (y de varios más) en el transcurso del libro.

Pero hay veces que la influencia funciona de maneras no tan directas. Por ejemplo, el cuento El carro que me quería, que se trata de un carrito de supermercado que tiene una rueda en malas condiciones, es fruto de una escena de Seinfeld en la que se cita a ese objeto como un mal tema para hacer humor. Acá el desafío es “yo lo puedo hacer”, y la ejecución es bastante contraria al estilo de Seinfeld. Me mandé para el rincón sensible, y salió algo que funciona.

Con Monty Python pasa algo distinto. No me ha llegado tan directamente. He visto bastante poco de su producción. Pero su influencia es lo suficientemente vasta como para que tenga claro que algunas cosas que recogí de otros lados tienen su origen ahí. De todos modos, a veces pasan cosas raras. El texto Alquiler de opiniones aparentemente se parece a un sketch sobre un restaurante en el que los comensales tienen un menú de opiniones o algo así. No lo he visto, y me dicen que no es lo suficientemente parecido como para que sea necesario modificar o sacar el cuento. Eso me ha pasado bastante con Cortázar. Tuve un período en el que parecía que cada idea buena que se me ocurría antes se la había escrito el bueno de don Julio. Y eso no es justo, porque vivió antes que yo. Así cualquiera.

La contratapa, sin embargo, no habla sólo de influencias. Antes de eso habla de Hollywood, de fórmulas, de orden y desorden. Creo que es cierto que hay mucho Hollywood en Léame. Ahora, en muchos círculos intelectuales eso es casi una mala palabra. “Eh, eso es re Hollywood”. No obstante, más allá de todos los defectos que tiene esa industria, ha producido muchas de las mejores películas de la historia del cine (y ha conseguido que varias de ellas fueran muy populares).

Sin embargo, me parece que la fórmula hollywoodense que se puede ver en Léame (que tampoco está todo el tiempo ejecutando fórmulas) es más de la televisión que del cine. Eso del orden, desorden y vuelta a un orden es característico de los capítulos de series, en los que hay que dejar todo más o menos igual que antes para cuando empieza el próximo. Es un ritmo que tengo muy incorporado. Tengo como la necesidad de resolver las historias. Hay gente que no necesita, que se mueve de A a un B que no tiene nada que ver. Suelo encontrar más orgánico usar los elementos que ya tengo para resolver. Y eso muchas veces implica vencer la situación que se presenta, resolver el conflicto.

Eso, claro, en los cuentos en los que hay algún conflicto que resolver. Hay otros que carecen de él, o que lo resuelven de maneras que no implican un regreso a ningún orden anterior. Quiero decir que no es una fórmula invariable, que no se debería poder adivinar el final de un cuento habiendo leído tres o cuatro de los anteriores.

 

Otra de las series presentes en Léame es la de antropomorfismos. Este recurso, en el que un objeto o animal adquiere rasgos humanos, es muy común en los cuentos infantiles. Aparentemente, los niños tienen problemas para entender las historias protagonizadas por personas. Tal vez porque no se terminan de dar cuenta de que ellos son también personas. Entonces les da lo mismo seguir las aventuras de cualquier cosa.

Sin embargo, cuando esos mismos niños se hacen adultos, eligen historias protagonizadas por humanos. O por humanoides. Como los extraterrestres de la mayoría de las obras de ciencia ficción, que son también antropomórficos, en general por razones de conveniencia.

En los dibujos animados también el antropomorfismo es un recurso popular. Seguramente es porque queda mejor un objeto animado como una persona que una persona viva disfrazada de objeto. Tal vez esto esté relacionado con la reputación de infantiles que tienen los dibujos animados. Este autor aprovecha para repudiar tal reputación.


Un Homo sapiens interpreta a un candelabro antropomórfico.

En fin, los antropomorfismo de Léame no son necesariamente infantiles. Responden a la relación que siempre tuve con los objetos. Soy una persona muy educada, que se preocupa por los sentimientos de los que están a mi alrededor. Y es posible que lo haga de más. Entonces me preocupo también por lo que pueden sentir los objetos, a los que me gusta respetar.

Una lista parcial de objetos antropomórficos que encontarán en Léame: nubes, carritos de supermercado, árboles, manos, zapatos, peces. Seguramente me olvido de varios.

Debe mencionarse el cuento titulado Alicia en el país antropomórfico. Es una historia en la que Alicia, personaje de Lewis Carrol hoy en el dominio público, se encuentra en un lugar donde todos los objetos son antropomórficos. Se trata, claro, de un juego sobre esa idea, que busca explorar los absurdos del antropomorfismo. Es uno de los que más me gustan de todo el libro.

Recomiendo a los lectores que se consideran demasiado adultos para este recurso darle una oportunidad. Descubrirán que, al igual que los libros, los antropomorfismos no muerden.

A veces pienso que lo más original que escribí es el texto titulado “Verdades acerca de usted“. No sé bien de dónde salió, creo que viene de una reacción ante los textos que hablan de “el libro que está en sus manos”, cuando en realidad no saben si el libro está efectivamente en las manos del lector. Me parece que viene de algo así. El juego, entonces, es sencillo: hablar sobre el lector sin faltar a la verdad, a ver qué se puede sacar en limpio.

Tomó un par de intentos, pero quedé muy satisfecho con el texto. Tanto que lo usé para cerrar una recopilación casera que hice hace unos años, titulada El día que Sarmiento faltó a la escuela. Ese texto al final fue, conscientemente, una expresión de deseos. Quería hacer más de esa calidad y/o de esa originalidad en el futuro. Quería repetir esa sensación, claro que no era fácil. No sirve repetir lo mismo, tampoco ese texto daba para convertirse en una fórmula (que igual no hubiera sido especialmente satisfactorio).

Pero con el tiempo empezaron a salir ideas con elementos en común. Textos en los que el autor le habla al lector, en los que salen algunos miedos de lo que el autor no puede controlar. Una vez que el libro está en manos del lector, el autor no puede hacer nada. En el blog, los identifico con la categoría “Del autor al lector”.

Cuando empezamos a recopilar el libro, ya tenía varios de ésos. Algunos eran más benignos que otros. Había uno o dos en los que la confrontación directamente llegaba al insulto (los insultos, por buenas razones, no han llegado al libro). Desde muy temprano estuvo claro que esos textos no podían ir todos juntos, entonces los dispersamos medio al azar, como puntuando el libro. Si quisiera podría dividirlo en secciones, cada una encabezada por uno de estos textos, y encontrar una sanata para unir los textos siguientes. Pero ésa no es la idea.

El libro, entonces, tenía estos textos y muchos otros. Varias series confluyen, sin que alguna sea más predominante que las otras. Muchos cuentos no pertenecen a ninguna serie, y seguramente más de uno puede pertenecer a varias. Es una recopilación sin un tema predominante.

Cuando más o menos esa estructura estaba definida, empecé a pensar en un título. Quería que no fuera ninguno de los títulos de los cuentos. Nunca me gustó ese sistema, porque parece que el libro está armado alrededor de ese cuento (por ejemplo, el LP Off the Ground no se llama así porque todas las canciones eleven al oyente, sino porque era el tema con el título más intrigante de todo el álbum –de hecho, casi se edita sin ese tema–). En todo caso, si le ponía el título de algún cuento, mínimamente iba a esperar que fuera descriptivo para el resto del libro. Pero no había ninguno de esas características.

Decidí entonces que quería un título genérico. ¿Qué título genérico puede tener un libro? Se me ocurrió ponerle Libro. Más genérico que eso no iba a encontrar. Me parecía una idea sencilla, aunque corría el riesgo de que fuera un poco soberbia. Al mismo tiempo, me gustaba la idea de que un libro llamado Libro pudiera adaptarse al cine bajo el título Película. No estaba convencido. Lo hablé con algunas personas, y recibí entusiasmo. Algunos se enamoraron de la idea, pero no lograron engancharme del todo. Me terminé inclinando por la postura de que era demasiado soberbio, y el libro volvió a intitularse.

Luego de descartarlo, descubrí que ya había sido usado. No sólo encontré en el stand de Ediciones de la Flor de la Feria del Libro un ejemplar de un volumen muy viejo titulado Libro, sino que descubrí que Whoopi Goldberg escribio Book.

Estaba tranquilo. Faltaban muchos meses para terminar, y confiaba en que en algún momento iba a aparecer un momento de eureka. Y efectivamente, así ocurrió. No sé cómo me había puesto a leer algún artículo en la Wikipedia, cuando se mencionaba la existencia del archivo readme.txt. Y noté que estaba linkeado, que la Wikipedia tenía un artículo sobre ese archivo. Me metí a ver qué decía.

El artículo explicaba que ese archivo contenía información importante sobre el programa al que solía acompañar, y que tenía ese nombre para que el usuario lo viera y lo leyera. Me pareció genial que a alguien le pareciera necesario explicar ese concepto. Y poco después lo relacioné con mi búsqueda de título, y vi que encajaba muy bien.

No sólo encajaba con los textos del autor al lector, también con varios de los otros. Incluso tenía un aire a Alicia que me gustaba. Para ese momento había descartado el cuento Alicia en el país antropomórfico, pero de repente encajaba (hoy no puedo creer que lo haya sacado).

La sensación de título encontrado era mucho más completa que con Libro. Igual lo tanteé con distintas personas, aunque mucho más seguro. Era más un “¿hay alguna razón para no usar este título?” La objeción más grande que me hicieron fue que nunca nadie lee los readme.txt. Pero decidí que no es lo mismo, que ese efecto no tiene por qué afectar a un libro. Los manuales de instrucciones no se llaman Read Me y tampoco los lee nadie. Es por su carácter de manual, no por el título, que nadie los lee. Todos piensan que no lo necesitan.

Así que el título quedó. Algunos piensan que es valiente y todo. Nunca se me hubiera ocurrido. Eso sí, en homenaje al origen, el libro llevará la leyenda “título original: readme.txt”.