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November 2011


Una de las series representadas en Léame son las Crónicas de Darwin. Se trata de una familia de textos que basan su lógica en el cumplimiento de las reglas de la selección natural.

Existe como resultado de mi afición a leer textos de biología, que paradójicamente (?) contienen una fuerte dosis de darwinismo. A partir de eso, se me ocurren historias ficticias, textos de fauna y flora que aplican esa manera de pensar. Es bastante contagiosa como forma de pensar, probablemente por lo simple y efectiva.

Aparecen ideas como “¿qué pasa si aparece una especie de pájaros que desafinan?” Esto otorga el punto de partida para crear una historia (que no forma parte de Léame). En general los cuentos consisten en la descripción de un animal o planta con una particularidad, y cómo esa particularidad ha sobrevivido o no.

No es la serie más representada en el libro, de todos modos, porque puede volverse algo repetitiva. He encontrado en este caso hacer más variada la muestra, de forma que sea menos predecible para el lector. Porque este autor, querido lector, siempre piensa en usted y está a su servicio.

El caso más notorio de los incluidos en Léame es Planta vegetariana, que cuenta los hábitos de una planta que tiene como principal fuente de alimento las aceitunas. Pero hay otros un poco más escondidos. Hay sardinas es un ejemplo de resistencia a los predadores por medio de los números (es el que viene de un documental de Attenborough).

Hay otro cuento cuya trama evoluciona hacia una crónica de Darwin. Se trata del que tal vez sea el texto menos lineal de todo el libro. Titulado El escape, arranca con la fuga de un rinoceronte del zoológico de Buenos Aires. El unicórnido sale hacia Plaza Italia y toma la avenida Luis María Campos, afortunadamente respetando el sentido de circulación. Va a dar a un lavadero, donde lo alcanzan las distintas personas que lo persiguen. En ese punto la historia se bifurca, aparece el tema recurrente del marketing y se arma una historia que parece de hondo contenido social pero de repente se torna darwiniana. No voy a contar todo el cuento acá. Basta con decir que el título original era El escape de los verdes enzolves.

Cada tanto, me gusta hacer experimentos lingüísticos. Explorar formas, ideas raras, o directamente hacer textos que no sean más que un juego. Pero no soy tan bueno para los juegos de palabras. Me gusta jugar más con las ideas, aunque sea con la forma de las ideas.

Hay autores que tienen métodos, se formulan reglas, por ejemplo “voy a escribir un cuento con todas palabras que empiezan con E”. Así surge el cuento de Leo Maslíah titulado, consecuentemente, E. Un fragmento:

Esteban estaba ensimismado en el estudio. Eduviges entró exaltada.
—¡Estoy enferma!- exclamó.
Efectivamente escupía excrementos.
Esteban, embotado, eludió expedirse. Ella exhortó, enojada.
—¡Escúchame! Estoy experimentado endemoniados espasmos estomacales.

Puedo hacer ejercicios de esta clase. Los he hecho y salieron razonablemente bien. Pero tienen un peligro, que es desviar la atención del lector hacia la vigilancia. ¿Se cumple o no se cumple la regla? Un buen texto de éstos tiene que ser bueno incluso cuando no se conoce la restricción.

A primera vista, lo que me cuesta es juntar una regla con una historia adecuada para esa regla. El asunto es que es al revés. La intención es que la regla haga pensar cosas distintas de las que uno estaba pensando, al poner una restricción. Es un buen método para cuando uno está trabado. Pero encuentro que hace tiempo que no lo uso.

En Léame hay un par de textos experimentales. Uno es radical: la idea es que suene a español sin serlo. Son todas (o casi todas) palabras inventadas. Es un cuento que tiene estructura pero no contenido. Titulado Verleder y Lertena, dice entre otras cosas:

Verleder quinitaba serletando alos saltosos. Nos locía la cortena, igalú a onde.
“Tinte le alguace ombril cune zoldio”, altornetó Lertena. Momentón salite con te. Saltorón loque sango. Ma Verleder quinitaba serletando.
Verleder serletaba, serletaba, serletaba podín sol. Teo condo songue dalte, ve le con por sin tras en.

Algún día me voy a animar a leerlo en público. Sospecho que es mucho más divertido en forma oral que escrita.

El otro experimental se titula Cuando digo quiero decir y es un simple juego de cambios de significado:

Cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir. ¿Quiero decir que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo? Claramente no. Sólo digo que quiero decir quiero decir cuando digo cuando digo. No significa que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo. No. Cuando digo quiero decir quiero decir quiero decir. Y cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir también.
Entonces, cuando digo “cuando digo quiero decir” en realidad quiero decir “quiero decir quiero decir”, en cambio cuando digo “quiero decir” quiero decir sólo eso.

Hace un tiempo este texto fue objeto de otro experimento. Viendo un capítulo de NewsRadio, pensé que podía traducir un cuento a varios idiomas y volverlo al castellano a ver qué quedaba. Pensé un rato y llegué a la conclusión de que este cuento, con las repeticiones, era el mejor candidato. Entonces fui al traductor de Google y lo inserté. Lo traduje al inglés, y el resultado al francés. Lo paseé por veinte idiomas, hasta que lo devolví al castellano.

El resultado final, que no es parte de Léame, me sorprendió más de lo que hubiera pensado. Se ven algunos vestigios de lo que era el texto, pero apareció un nuevo final que le agrega un inesperado toque étnico al asunto.

¿Cómo se diferencian las ideas buenas de las malas? No hay muchas referencias. Muchas ideas parecen buenas y al ejecutarlas resultan problemáticas. El problema puede ser la ejecución, pero eso no ayuda. Del mismo modo, hay en mi experiencia muchas ideas que parecían muy pavotas hasta que me senté a escribirlas, y de ellas salió algo.

Es raro que se me ocurra una historia. En general pienso puntos de partida, que anoto prontamente de una manera que me recuerde el razonamiento que me llevó hasta ahí (si fue un razonamiento lo que me llevó). Puede ser un juego de palabras, un momento, una relación de dos conceptos hasta ese momento separados, una frase que me resulte llamativa sin que sepa por qué, o cualquier otra cosa. A veces anoto frases que me vienen a la cabeza y no entiendo bien, o entiendo pero se me ocurre que encierran algo digno de ser explorado.

Después, cuando llega la hora de escribir, reviso lo que tengo anotado. A veces estoy con ganas de hacer una idea en particular, y en esos casos no necesito revisar nada. La hago directamente. Otras veces no sé y me tengo que forzar a escribir, y tardo un rato en decidirme entre alguna de las ideas disponibles. En general tiendo a hacer primero las que parecen tener más puertas abiertas. Cuando pasan los días, si no aparecen ideas nuevas, van quedando las más crípticas, y me veo obligado a hacer una de ésas.

Pero eso no implica que resulten en un escrito críptico, o inferior. Pasa seguido que las ideas que parecen redondas terminan siendo simplotas. O más obvias. No hay garantías. Cualquier idea puede llevar a algo bueno, y cualquier idea puede llevar a algo pésimo. Hay un componente de suerte, inspiración o lo que sea que permite llegar a algo.

Hay cuentos que se escriben solos. Fluyen naturalmente, y no tengo más que dejarlos. Puede ocurrir que fluyan hacia lugares comunes, y tenga que guiarlos un poco. En ese caso el autor opera como “la mano invisible” y tiene que saber apartarse. Otras veces se requiere una intervención más dura. Explorar, buscar, dar vuelta conceptos, insertar situaciones, forzar. Hay cuentos que piden eso. Es necesario saber reconocerlos.

Aprendí con el tiempo a confiar en mi instinto. Me acuerdo cuando estaba escribiendo un cuento en el que los personaejs se comunicaban con las caras. El chiste estaba en que se decían cosas complejas sin hablar, con sólo poner una cara. Me parecía que lo natural era que terminaran en una situación sexual, pero no tenía ganas de meterme en eso. En su lugar, los hice jugar a las cartas, mientras pensaba que no era muy ingenioso. Pero al rato caí en la cuenta de que en el truco la gente expresa qué cartas tiene con la cara, y eso me trajo una resolución para el cuento. Se llama Comunicación facial, pero no está en Léame. Es bastante viejo, y los cuentos de Léame son mejores. De todos modos, ésa fue la primera vez que uno de mis cuentos se escribió solo, y recuerdo lo contento que quedé.

No me levanto hasta terminar una primera versión. Pero nunca un cuento va a quedar en esa primera versión. O es rarísimo. Siempre hay cosas para corregir. Desde grandes aspectos de la trama, que permitan con un poco más de perspectiva mejorar la historia, hasta detalles que uno puede haber descuidado en el primer intento. Eso también aprendí. Nunca se termina de corregir. Estoy seguro de que cuando Léame esté publicado, voy a ver cosas que escribiría distinto, puntas que no vi, palabras que me arrepiento de haber puesto.

Pero tampoco es cuestión de volverse loco. El libro que está por salir es lo mejor que sé hacer en este momento. Pasó por un montón de revisiones. Después, cuando empiece a tener desacuerdos, no voy a ser la misma persona que hoy. Y voy a estar tranquilo al saber que dí lo mejor de mí.

Cuando estaba escribiendo Gaseoducto, necesitaba una ciudad para ubicar el primer prototipo de una cañería pública que transportara Coca-Cola. Tenía que ser una ciudad de Estados Unidos, más o menos inconspicua pero de un tamaño razonable. No un pueblo de quinientas personas, ni New York.

Por supuesto, hay muchísimas ciudades de esas características en Estados Unidos (exactamente 52.433). Lo que necesitaba, de cualquier modo, no era saber que existen sino el nombre de una. Empecé a buscar maneras de encontrar alguna ciudad. Pensé en buscar listas por población o cosas así. Pero inmediatamente me vino a la cabeza un nombre: Birmingham, Alabama.

¿Por qué apareció ese nombre? No tenía idea. Ni siquiera estaba seguro de que tal ciudad fuera real. Entonces la busqué en Wikipedia. Y vi que en esa ciudad está una de las más grandes y antiguas embotelladoras de Coca-Cola.

El gaseoducto se construyó entonces en Birmingham, Alabama, y así aparecerá en Léame.

El otro día, para la lectura en la Casa de la Misma, una de las consignas era leer un texto de un autor que haya influido en la obra de uno. Eso me obligó a pensar cuáles son mis influencias. Quiénes me formaron como autor.

Una influencia ineludible es Leo Maslíah. Viéndolo y leyéndolo me di cuenta de lo que era la creatividad, de cómo se pueden crear y romper reglas de cualquier manera. En los comienzos de mi escritura trataba de emularlo un poco, pero después me fui alejando de ese estilo, no porque tenga algo de malo sino porque tengo ganas de ser yo. Se puede ver, de todos modos, la influencia en ciertas maneras de encarar ideas. Por ejemplo, el cuento Lo que me costó la fiesta está construido a partir de tomar una frase literalmente y llevar esa literalidad a las mayores consecuencias.

Pero para la lectura, el autor tenía que ser argentino. Y aunque hay varios que admiro, no tenía muchas ganas de decir “hola, mi influencia es Borges”. Primero porque no sé si lo es, y segundo porque no da ser tan poco original. Así que decidí salirme un poco de la literatura y elegí Les Luthiers. Ellos han formado mi sentido del humor, aunque nunca intenté que mis escritos se parecieran a los suyos (sí he metido alguna referencia oscura; por ejemplo el texto El abedul que quería caminar podía haber sido protagonizado por cualquier árbol, pero es un abedul porque ésa era la especie donde la bella y graciosa moza colgaba la ropa). Tomé un texto introductorio poco conocido (quedó afuera del disco), le recorté las referencias a la obra que presenta, la declaré cuento y la leí. ¿Cómo me fue? No sé, porque estoy escribiendo esto antes de la lectura para programarlo.

Mis influencias no son sólo gente que hace humor. Mis lecturas suelen ser en inglés, y suelen estar relacionadas con la ciencia. Gente como Carl Sagan, Stephen Jay Gould y Richard Dawkins siempre está dando vueltas, y seguramente muchas ideas no se me hubieran ocurrido de no haber sido por sus lecturas. Un cuento de Léame en particular, titulado Hay sardinas, sobre los hábitos alimenticios de distintas criaturas del mar, sacó prácticamente todo el argumento de un documental de David Attenborough.

Otro autor que sobrevuela seguido es René Goscinny, que no es sólo el autor de Asterix. Hace un tiempo salió un librito de textos cortos titulado “Del Panteón a Buenos Aires”, que devoré asiduamente. A ese volumen pertenece el texto “Soy un comprendido“, que con mucha elegancia defiende la idea de que un cuento no tiene por qué ser más que lo que está escrito.

Hay muchos más, pero creo que lo que más influyó sobre Léame no es un autor sino un medio: The Onion. Esta publicación muy seguido rebosa de originalidad. El formato de diario le permite impunidad para tratar cualquier tema, y muchas veces lo hace con gran ingenio. Es realmente extraordinario, no he visto nada que se acerque a su nivel. En particular, el libro “Our Dumb Century”, que recopila tapas ficticias de todo el siglo XX, es alucinante en cantidad y calidad de humor.

Releyendo algunos de los libros de The Onion en estos días, me di cuenta de cuánto tiene en común con Léame. Sin que fuera intencional, he incorporado muchos de los temas que trata ese diario, aunque no el tono periodístico. Creo que los elementos de cultura pop que tiene el libro, como los coqueríos, deben su existencia a estar acostumbrado a The Onion.

Léame contiene un número importante de cuentos en los que la Coca-Cola tiene un rol preponderante. Aprovecharé la ocasión para refutar algunas ideas que la presencia de esos cuentos pueden despertar.

Suposición 1: soy fanático de la Coca-Cola. No especialmente. No necesito tener Coca-Cola en la heladera en todo momento. Mi bebida más frecuente es el agua. Y ni siquiera mineral, de la canilla. De cualquier manera, tomo Coca-Cola más o menos frecuentemente. Es rica, no voy a negarlo. Pero no tiene nada de fundamental.

Suposición 2: estoy en contra de la Coca-Cola. Alguna gente considera a la Coca-Cola un símbolo de no sé qué cantidad de calamidades. Piensan que si se deja un diente en un vaso toda la noche, a la mañana no quedará rastro del diente. No soy de ésos. Para mí la Coca-Cola no es un símbolo de nada. Es una oscura bebida con burbujas. Algún publicitario puede pensar que me estoy engañando, que en realidad estoy siguiendo determinada línea que ellos imponen, o algo. Qué sé yo. No estoy adentro de mi cabeza.

Ahora, alguien puede bien objetar. ¿Entonces, si usted es tan indiferente, por qué escribe cuentos sobre la Coca-Cola, eh? Respuesta: porque la idea de la Coca-Cola como pináculo de la civilización o algo así me resulta muy divertida. Me parece muy llamativa la cantidad de publicidad que hay para hacernos enterar de que existe la C0ca-Cola y está disponible en una gran variedad de comercios. He visto gente que trabajaba en publicidad dedicar enormes esfuerzos para que salieran bien todos los detalles de algún comercial. Mientras, yo pensaba “mirá si supieran que la gente compra Coca-Cola igual”.

Puede que esté equivocado. Estoy seguro de que los comerciales tienen su razón de ser. Pero no creo que la ausencia de alguno individualmente resulte en una reducción drástica de las ventas de la compañía.

Todas estas cosas han llevado a distintos cuentos sobre actividades realizadas alrededor de la gaseosa, que llamo “coqueríos”. Ese nombre viene de uno de los cuentos, donde varias calles de la ciudad de Atlanta se cubren de Coca-Cola accidentalmente y aparecen emprendedores para pasear a la gente en góndolas.

Esa clase de historias, que yo sepa, no son a favor ni en contra de la Coca-Cola. Pero no se equivoquen. Yo estoy a favor de la Coca-Cola. No así del fanatismo por ella. Sí estoy en contra de los fanatismos. Probablemente la idea de que alguien sea fanático de la Coca-Cola es divertida por lo absurda, aunque haya quienes lo sean. La Coca-Cola, al contrario de (por ejemplo) algunas religiones, no promete vida eterna. Sí promete sabor dulce, que puede hacer la vida un poco más feliz durante un rato. Y al contrario de la promesa de las religiones, sabemos que ese sabor es verdadero.

Lo que no sabemos es si, como indican algunos estudios, la gente sin exponerse a las marcas no preferiría Pepsi.

Novedad! Cambió el horario, ahora se anuncia para las 19.

Mañana sábado a las 18 a las 19 estaré en la Casa de la Lectura, que queda en Lavalleja 924 (como se puede ver acá a la derecha). Será la primera de una seguidilla de apariciones previas a la presentación de Léame, que tendrá lugar a mediados de diciembre.

En esta oportunidad, junto a otros autores de Viajera, anticiparé uno de los cuentos, que todo indica que está destinado a ser uno de los hits del libro: Domingo de regreso (es también el más nuevo de todos). Cada autor leerá también algo de algún autor que lo haya influido. No voy a anticipar de quién se trata, pero diré que es un autor muy conocido, de extensa trayectoria, sin ningún libro publicado.

La entrada es gratuita. También es libre, de manera que nadie está obligado a pasar contra su voluntad.

Cuando uno recopila un libro a partir de 1200 cuentos, es lógico pensar que algunos van a quedar afuera. Todo el proceso arrancó con una primera preselección. Descarté muchos no apropiados, que no me gustan o directamente que me disgustan. Si tenía dudas sobre si un cuento podía entrar, generalmente lo descartaba. El razonamiento era que si no estaba seguro de incluirlos en la primera selección, difícilmente entraran en el resultado final. Reduje así la cantidad drásticamente, a poco más de 100. Con ellos empezamos a trabajar con Virginia.

Durante meses nos dedicamos simplemente a leer, y a hacer comentarios sobre cada cuento. Los dividimos en tres categorías: “es grosso”, “más o menos” y “no es grosso”, categoría esta última que implicaba descartarlos directamente. Los “más o menos” podían ser rescatados con trabajo y/o reconsideración.

Así llegamos a una preselección más chica para la segunda tanda, en la que descartamos más. Finalmente quedaron alrededor de cuarenta cuentos. Algunos cayeron a último momento y fueron reemplazados por otros.

Entre los que casi entran a Léame se encuentran:

  • El salmón rebelde. Es la historia de un salmón que no quería ir contra la corriente, como el resto de los salmones, sino que quería ser él mismo. Para eso necesitaba ir con la corriente. Siempre creí que entraba fácilmente, nunca había tenido dudas de su presencia en el libro final. Pero en la revisión general encontramos que no iba mucho más allá de la moraleja, y al lado de los demás quedaba disminuido.
  • Deixis. Un metatexto que se refiere a cada una de sus partes. Es uno de los juegos que dan nombre a Léame. Ocupa su lugar el muy superior Autodescripción, que parte de una idea similar. Tan similar, que algunos momentos fueron transplantados desde Deixis.
  • La camiseta del placard. Fue víctima de una decisión de extirpar del libro todo lo relacionado con el fútbol, debido al hartazgo que conservo por todo lo que rodea a ese deporte. No sé si hubiera entrado en la selección final, aunque en el primer boceto estaba. Es la historia de un padre que descubre que su hijo es hincha de River y, siendo él de Boca, aprende a aceptar las diferencias. Finalmente aflojé en el la restricción futbolística y por eso está presente Tiro libre, que siempre me gustó.
  • Entre el queso y la caja. Es la historia de unos trípodes, mesitas o cositos que se resisten al destino de proteger a la pizza de la influencia de la caja de cartón. Si bien los cositos antropomórficos eran simpáticos, juzgamos que quedaba sólo en la ocurrencia.
  • Teocracia. Este cuento de hondo contenido social cuenta la historia de cuando Dios hizo un golpe de estado y se implantó a sí mismo como presidente. Es una idea que me atrae, pero creo que no termina de cerrar de la manera más satisfactoria. En cualquier momento le voy a encontrar la vuelta y entrará en otro libro.
  • Las peras del olmo. Un empresario americano decide crear olmos que den peras. Pero no hay demanda de peras de olmo. Lo sacamos porque esta manera de decirlo, que se me acaba de ocurrir, es mejor que lo que se narra en el cuento, entonces está claro que le falta una horneada.
  • Consumo humano. Basado en una historia real ocurrida en Alemania, un caníbal hace una cita para matar y comer a una persona que quiere someterse voluntariamente a esa degustación. Pero el invitado no aparece y el caníbal se ve obligado a comer lo que tiene a mano. El cuento fue excluido por irse de registro en cuanto a lo macabro.

Cabe aclarar que los textos linkeados, del blog personal, no son las versiones que hubieran aparecido en Léame. Todas fueron trabajadas. Teocracia en particular fue objeto de una modificación radical, que al final no fue suficiente.

Habrá más entregas de las exclusiones.

A veces uno siente que está tocado.

El cuento más largo del libro, La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton, es una aventura situada en la Inglaterra victoriana. No suelo escribir cosas así muy seguido. Es una especie de versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, aunque la mayor fuente de ideas no es Stevenson sino Julio Verne. Hay muchos elementos de Viaje al centro de la Tierra y, sobre todo, de La vuelta al mundo en ochenta Días. Está bueno que sean de dominio público.

En particular, el lugar de reunión de los personajes principales está basado en La vuelta al mundo en ochenta días. Tiene otro nombre, pero el lugar quiere ser como el club donde Phileas Fogg apostó que podía hacer tal viaje. El cuento no tiene nada que ver con esa aventura más allá de haber tomado el elemento.

Pero tomé elementos de distintas partes. Cuando necesitaba una calle donde viviera uno de los personajes, Lord Quidstock, me pregunté qué calles de Londres conocía. Una era Abbey Road, pero iba a sacar al lector de donde quería y lo iba a situar en la calle fuera de los estudios donde los Beatles grabaron, entre otros discos, Abbey Road. La otra calle que conocía era Savile Row. Es donde estaban los estudios de Apple, en cuya terraza se grabó el concierto que forma el clímax de la película Let It Be.

Hace poco, cuando estaba haciendo la revisión final, pensé que en una de ésas no era la calle más apropiada. Sabía que Savile Row se caracteriza por una gran cantidad de sastres. Tal vez convenía mudar a Lord Quidstock a un lugar distinto.

Me metí entonces, una vez más, en la Wikipedia. Busqué la entrada de Savile Row. Habla de los sastres y tiene una lista de ellos. Pero más abajo, en la sección de “popular culture”, encontré lo siguiente:

№7 Savile Row was the London address of Phileas Fogg, protagonist of Jules Verne’s classic adventure novel Around the World in 80 Days.

A veces pienso que lo más original que escribí es el texto titulado “Verdades acerca de usted“. No sé bien de dónde salió, creo que viene de una reacción ante los textos que hablan de “el libro que está en sus manos”, cuando en realidad no saben si el libro está efectivamente en las manos del lector. Me parece que viene de algo así. El juego, entonces, es sencillo: hablar sobre el lector sin faltar a la verdad, a ver qué se puede sacar en limpio.

Tomó un par de intentos, pero quedé muy satisfecho con el texto. Tanto que lo usé para cerrar una recopilación casera que hice hace unos años, titulada El día que Sarmiento faltó a la escuela. Ese texto al final fue, conscientemente, una expresión de deseos. Quería hacer más de esa calidad y/o de esa originalidad en el futuro. Quería repetir esa sensación, claro que no era fácil. No sirve repetir lo mismo, tampoco ese texto daba para convertirse en una fórmula (que igual no hubiera sido especialmente satisfactorio).

Pero con el tiempo empezaron a salir ideas con elementos en común. Textos en los que el autor le habla al lector, en los que salen algunos miedos de lo que el autor no puede controlar. Una vez que el libro está en manos del lector, el autor no puede hacer nada. En el blog, los identifico con la categoría “Del autor al lector”.

Cuando empezamos a recopilar el libro, ya tenía varios de ésos. Algunos eran más benignos que otros. Había uno o dos en los que la confrontación directamente llegaba al insulto (los insultos, por buenas razones, no han llegado al libro). Desde muy temprano estuvo claro que esos textos no podían ir todos juntos, entonces los dispersamos medio al azar, como puntuando el libro. Si quisiera podría dividirlo en secciones, cada una encabezada por uno de estos textos, y encontrar una sanata para unir los textos siguientes. Pero ésa no es la idea.

El libro, entonces, tenía estos textos y muchos otros. Varias series confluyen, sin que alguna sea más predominante que las otras. Muchos cuentos no pertenecen a ninguna serie, y seguramente más de uno puede pertenecer a varias. Es una recopilación sin un tema predominante.

Cuando más o menos esa estructura estaba definida, empecé a pensar en un título. Quería que no fuera ninguno de los títulos de los cuentos. Nunca me gustó ese sistema, porque parece que el libro está armado alrededor de ese cuento (por ejemplo, el LP Off the Ground no se llama así porque todas las canciones eleven al oyente, sino porque era el tema con el título más intrigante de todo el álbum –de hecho, casi se edita sin ese tema–). En todo caso, si le ponía el título de algún cuento, mínimamente iba a esperar que fuera descriptivo para el resto del libro. Pero no había ninguno de esas características.

Decidí entonces que quería un título genérico. ¿Qué título genérico puede tener un libro? Se me ocurrió ponerle Libro. Más genérico que eso no iba a encontrar. Me parecía una idea sencilla, aunque corría el riesgo de que fuera un poco soberbia. Al mismo tiempo, me gustaba la idea de que un libro llamado Libro pudiera adaptarse al cine bajo el título Película. No estaba convencido. Lo hablé con algunas personas, y recibí entusiasmo. Algunos se enamoraron de la idea, pero no lograron engancharme del todo. Me terminé inclinando por la postura de que era demasiado soberbio, y el libro volvió a intitularse.

Luego de descartarlo, descubrí que ya había sido usado. No sólo encontré en el stand de Ediciones de la Flor de la Feria del Libro un ejemplar de un volumen muy viejo titulado Libro, sino que descubrí que Whoopi Goldberg escribio Book.

Estaba tranquilo. Faltaban muchos meses para terminar, y confiaba en que en algún momento iba a aparecer un momento de eureka. Y efectivamente, así ocurrió. No sé cómo me había puesto a leer algún artículo en la Wikipedia, cuando se mencionaba la existencia del archivo readme.txt. Y noté que estaba linkeado, que la Wikipedia tenía un artículo sobre ese archivo. Me metí a ver qué decía.

El artículo explicaba que ese archivo contenía información importante sobre el programa al que solía acompañar, y que tenía ese nombre para que el usuario lo viera y lo leyera. Me pareció genial que a alguien le pareciera necesario explicar ese concepto. Y poco después lo relacioné con mi búsqueda de título, y vi que encajaba muy bien.

No sólo encajaba con los textos del autor al lector, también con varios de los otros. Incluso tenía un aire a Alicia que me gustaba. Para ese momento había descartado el cuento Alicia en el país antropomórfico, pero de repente encajaba (hoy no puedo creer que lo haya sacado).

La sensación de título encontrado era mucho más completa que con Libro. Igual lo tanteé con distintas personas, aunque mucho más seguro. Era más un “¿hay alguna razón para no usar este título?” La objeción más grande que me hicieron fue que nunca nadie lee los readme.txt. Pero decidí que no es lo mismo, que ese efecto no tiene por qué afectar a un libro. Los manuales de instrucciones no se llaman Read Me y tampoco los lee nadie. Es por su carácter de manual, no por el título, que nadie los lee. Todos piensan que no lo necesitan.

Así que el título quedó. Algunos piensan que es valiente y todo. Nunca se me hubiera ocurrido. Eso sí, en homenaje al origen, el libro llevará la leyenda “título original: readme.txt”.

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