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November 2011


Esta es la segunda entrega de la cobertura de outtakes. Estos cuentos podrían estar en Léame. En algunos casos su ausencia hace que el libro sea mejor. A otros se los extraña.

  • El fin de las burbujas es uno de los primeros coqueríos. En este cuento, la Coca-Cola Company quiebra por un escándalo financiero, y el mundo se queda sin Coca-Cola. El cuento me gusta, y tiene un final que no se ve venir, aunque no es tan sólido, líquido ni gaseoso como los otros coqueríos. Tampoco era cuestión de llenar el libro de cuentos sobre la misma sustancia.
  • La persistencia del grano es un antropomorfismo. Cuenta la trayectoria de un grano de choclo desde su cultivo hasta su morada final, desde el punto de vista del grano. Hay un par de versiones distintas de este cuento, que por el momento coexisten. Como no me decidí por ninguna, opté por dejarlo para otra ocasión, así hay tiempo de cocinarlo más.
  • Una historia real de tropiezo, caída, perseverancia y triunfo final cuenta exactamente eso. Una anécdota verídica, en la que un tropezón no fue caída. Este texto en cámara lenta recorre las sensaciones que viví mientras sentía que me iba abajo, hasta que el optimismo venció finalmente. No entró simplemente porque no pasó el filtro, los que entraron son mejores.
  • El fuego no se apaga es una entrega de El Rincón Sensible, que habla de cumpleaños. Relaciona la reaparición del fuego de las velitas con la persistencia de la vida ante el inevitable avance de la edad. Es un cuento que me gusta, pero ya hay otro de cumpleaños que es mejor. Y como tienen tonos similares, uno se tenía que quedar afuera.
  • Esclavo de mi cerebro tiene el privilegio de ser uno de los mejores cuentos tempranos, uno que me gustó mucho haber escrito cuando lo terminé y me dio ánimo para seguir escribiendo. Lo bueno es que siento que lo superé, que estoy en un nivel más alto, y por eso no es parte de Léame. Se trata de un cuerpo que se resiste a los mandos de su cerebro. Es posible, ahora que lo pienso, que sea una de las primeras Aventuras del Cuerpo Humano.
  • El destinatario es uno de los primeros intentos de texto más o menos largo. Durante un tiempo se llamó Tiburcio, el destinatario, porque el personaje principal se llama Tiburcio. Este señor tiene la particularidad de creer que todos los carteles, y todo lo que dicen a su alrededor, está dirigido a él. Podríamos decir que es una historia algo landruesca, que quiere evocar a cabezaduras como el Señor Porcel. No estuvo tan lejos de entrar. Fue otra víctima de su edad, y un estilo que muestra que está escrito por alguien con menos práctica.
  • Mayordomos asesinos contiene una historia victoriana sobre la reacción de la sociedad ante los numerosos crímenes cometidos por mayordomos. Es razonablemente ingenioso. Pero, al igual que ocurre con El fuego no se apaga, otro cuento de Léame usa el mismo recurso, y salió ganador en la competencia entre ambos.

La historia continuará. Como se ha dicho en la entrega anterior, los textos linkeados son del blog personal, y no son las versiones retrabajadas para Léame. Son el punto de partida, de haber llegado al libro estos cuentos estarían mucho más pulidos, y tal vez hasta reescritos.

¿Cuánto duran los cuentos de Léame? La respuesta no es tan simple como podría pensarse. Exploremos.

Son aproximadamente 130 páginas, que contienen aproximadamente 40 cuentos. 130/40=3,25. Así que el promedio es tres páginas y fracción, o sea cuatro, porque no da empezar el siguiente cuento exactamente donde termina el anterior. Para eso Dios inventó el salto de página.

Pero eso no sirve para nada si no sabemos el tamaño de la página y la letra. Me retrotraeré entonces al Word (o al procesador del OpenOffice). Es más que habitual que los cuentos duren una página, escritos en Verdana de 12 puntos, espacio simple. Esto se traduce a dos páginas de las características de Léame. Así que diré que la mayoría tienen dos o tres páginas. Aunque hay algunos bastante cortos que ocupan una sola.

Existen más largos. El que se lleva la palma, La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton, tiene doce páginas (eran siete de Word). Me alegró ver que en este cuento llené una página entera con un diálogo, que no abundan en el libro. Así que son doce, pero los diálogos hacen que haya cierto espacio en blanco, por lo tanto la sensación paginal es menor.

Y eso es lo importante. No tanto cuánto dura un cuento, sino cómo se deja llevar. No sé si usted, amable lector, está de acuerdo. Yo cuando estoy leyendo suelo mirar cuántas páginas me quedan en la unidad actual, y me preparo para la longitud que sea. A veces me sorprendo de lo poco que tardé, o cómo no me di cuenta de que algo era tan largo. Eso significa que es fácil de leer, llevadero, está bien escrito. O al revés, que no conduce a ningún pensamiento y entra y sale de la cabeza sin mayor impacto.

Así que quedará en cada uno si disfruta los cuentos de Léame. Pero por lo menos, si no le gustan, no los tendrá que sufrir durante muchas páginas. Y si le gustan, la longitud corta lo dejará pidiendo más, y lo llevará a leer el siguiente. El libro mismo le pedirá seguir leyendo.

Esta semana Léame recibió su aspecto definitivo. Escrito ya el texto, hemos definido el interior y el exterior. Es decir, el libro está diseñado, y también está la tapa. Lo que hasta hace unos días era un largo documento de Word, hoy tiene forma de libro de verdad.

La colección Descubrir de Viajera se caracteriza por las tapas de colores. Cada libro es de un color diferente. El problema es que ya hay diez libros en la colección, y atento a mi teoría del color, esto implica que se han agotado los disponibles. ¿Cómo hacer para no repetir?

Bueno, no queda más remedio que recurrir a los tonos. Ésos que algunos llaman por otros nombres. El único color verdadero que nadie usó todavía es el marrón, probablemente porque nadie quiere que su libro sea del color del chocolate. Yo tampoco. Es una tentación, entonces, abrazar la teoría opuesta, según la cual existen tantos colores como nombres pueda imaginar el pantonemaster. Pero mis principios inclaudicables me impiden salir tan fácilmente de los obstinamientos.

Lo bueno es que ese obstinamiento sólo se refiere a los nombres de los colores. No me molesta usar tonos de colores que ya estén. Entonces hace muchos meses me puse a pensar colores, incluso antes de tener el título del libro. Pensé que me gustaba el naranja (mis hemisferios cerebrales están divididos sobre si es un color o no, porque es un tono de rojo al mismo tiempo que un color, pero al tener nombre el cuerpo calloso se inclina por que es un color hecho y derecho). El naranja brillaba en mi cabeza, hasta que irrumpió Cecilia Maugeri con su visitante / the visitor y lo ocupó para siempre.

OK, pensé, todavía falta. Cuando ya el título era Léame, quedó claro que era necesaria una combinación llamativa. La teoría al respecto se formula como “no da que un libro que se llama así pase desapercibido”. Existe una teoría opuesta, que sostiene que el Léame debe contrastar con su entorno, para que se destaque por sí mismo. Se parece un poco a mi postura Leslie Nielsen de no poner cara de chiste, pero me parece que no es lo mismo.

¿Qué color es llamativo? El rojo, pero ya había un par de libros rojos. Amarillo estaba ocupado también, y por un amarillo muy brillante, que empalidece cualquier otro tono que se le ponga cerca. Pensé entonces verde. Yeah, that’s the ticket. Verde. Un verde claro pero sólido, un verde rana, que se vea, que invite como un semáforo a pasar.

Pero apareció Nadina Tahuil, que editará al mismo tiempo que Léame su ranamadre. Y atenta al título del libro, no daba poner otro color que ese mismo verde rana, que cedí al mismo tiempo con placer y resignación (por cierto, es un libro espléndido, habrá un poco más sobre ranamadre en los próximos días).

De vuelta en cero, recorrí tonos de naranja a ver si podía encontrar alguno satisfactorio que no haya sido usado. Me topé con algunos obstáculos. Si me iba mucho al rojo llegaba a territorio herpes, si me iba para el naranja-naranja aparecía en Visitante. Si buscaba el medio, quedaba en La Pérdida o La Perdida. Igual encontré algún tono que, en el monitor, parecía reunir las condiciones. Un buen intermedio entre el naranja oscuro y el rojo, que sería al naranja y al rojo lo que el turquesa es al celeste y verde. Me decidí por ése.

Pero unos días después estaba leyendo el Foro Transportes, y me encontré con la mención de un color que se usa en las señales de tránsito con el objetivo de que se vean: carmín. Inmediatamente lo busqué en la Wikipedia, que ya había visto que tiene una gran cobertura de los colores (ahí figura como uno de los tonos del rojo y también del rosa, mostrando la relatividad de los nombres). “Es éste”, estaba claro cuando lo vi. Determiné los valores, inventé un mock-up y me gustó cómo quedaba. Así que deselegí el anterior y el carmín lo reemplazó. Me gustó más cuando me di cuenta de que otra forma de decir carmín es rojo carmesí eléctrico.

Pero faltaba un detalle. El carmín se veía muy bien en el monitor (desde algunos ángulos, así es el LCD), pero podía ser espantoso impreso. Así que esperé comiéndome las uñas, porque si no crecen demasiado. Durante días la tapa corría peligro de ser víctima de la tinta, el papel y el ojo humano.

Hasta que llegó la prueba de impresión. Vi la tapa por primera vez. Está buenísima. La aprobé entusiasmado. Próximamente, entonces, se presentará en sociedad el aspecto externo de Léame, envuelto en carmín.

I am serios. And don't call me Shirley.

“Como una forma de respeto al público, este programa no tiene risas grabadas” decía la introducción de Chespirito cuando lo miraba en 1987. Y efectivamente, a diferencia de las encarnaciones anteriores de El Chavo y El Chapulín Colorado, la serie posterior no tiene esas risas todas iguales. No sé por qué explicitaban en la apertura, pero me gustaba la idea de que el programa me respetara. Era claro: si algo es gracioso, me río. No es necesario que alguien me lo indique. En esa época miraba también los Looney Tunes y podía reírme sin ayuda.

Lo de Chespirito no se cumplía del todo. No estaban las risas, pero en su lugar había algunas marcas musicales que indicaban pavlovianamente (?) el momento de reírse. Era como si el programa se siguiera grabando como si se fuera a agregar las risas después.

Desde entonces me gusta la idea de que algo gracioso se destaque por esa condición, sin necesidad de subrayarla. Esto permite distintos niveles de risa: el inmediato y otros más sutiles, que siguiendo el modelo setup-punchline-laugh son más difíciles de implementar.

Alguna gente tiene la idea opuesta, y ayuda todo lo que puede al material para conseguir risa. Explica los chistes antes, durante y después de hacerlos, de forma tal que nadie quede sin darse cuenta de dónde está la gracia. Cambian el tono cuando van a decir algo gracioso. O directamente se ríen, esperando que su propia risa contagie a los demás.

Es posible que haya audiencias para las que es necesario un método así. Yo prefiero dar crédito al espectador, lector o receptor de lo que genero. Prefiero que mientras me lee esté pensando en lo que se dice, y si es divertido, que se ría. No todo lo es, y no todas las personas encuentran gracia en las mismas cosas.

El modelo a seguir, a mi juicio, es el de Leslie Nielsen en las películas de Zucker-Abrahams-Zucker. Frank Drebin de Naked Gun y Barry Rumack de Airplane! (cuyo título original no se pregunta dónde está nada). El personaje está en las situaciones más ridículas, pero nunca está enterado. Para él es todo serio, todo merece la misma solemnidad e importancia. ¿Por qué? Porque si se riera, perdería sentido. El que se tiene que reír es uno, el que ve la película. Y es mucho más divertida si el personaje actúa como si lo que lo rodea es razonable y/o normal que si estuviera todo el tiempo diciendo “pero esto es ridículo”.

En general trato de aplicar ese concepto. Si hago un chiste, lo voy a decir igual que cuando digo algo que no es serio, es responsabilidad del interlocutor reconocerlo como tal. Si escribo algo que creo que es gracioso, pretendo dejarlo hablar por sí mismo. Entonces el texto no va a estar escrito con cosas del orden de “¿y a que no saben qué pasó después?” ni interjecciones como “increíblemente”.

Del mismo modo, en lecturas orales trato de que pase lo mismo. No significa no enfatizar ciertas cosas, el asunto es que la gracia brille con luz propia, sin necesidad de iluminación artificial.

Una de las series que pueblan Léame es la que, a falta de un título mejor, llamo Las aventuras del cuerpo humano. Se distinguen por una característica común, que es la cantidad de vicisitudes que puede albergar un cuerpo escrito. Son muchas más que las que soporta un cuerpo vivo mientras mantiene esa condición.

Entonces hay historias de deformidades, de extrañas invasiones, de partes que se rebelan. No sé por qué, es una serie bastante numerosa. Han quedado muchos cuentos afuera, por ejemplo el titulado Fuga del cuerpo, que pueden leer siguiendo el link como una muestra del estilo.

En general los cuentos pertenecientes a esa serie están redactados en primera persona. No sé por qué. Salen así. No es intencional. Pero quiero que quede claro. Esas historias no son verídicas. No me ocurrieron, sino que son producto de la imaginación.

De hecho, casi podríamos decir que nada de lo que está escrito en Léame es cierto. Son todas mentiras. Pero cuidado, caro lector. Que nada sea cierto no significa que Léame no contenga verdades. Ellas se revelarán durante la lectura, directamente en su cerebro, si usted sabe lo que hace. Las verdades que salen de mi mente entrarán así a su cuerpo, y lo acompañarán a todos lados.

Mañana miércoles a las 19, nuevamente en la Casa de la Lectura, será el segundo preview de Léame. Será en el marco del ciclo Viajera Visita, y estaré junto a varios autores de la editorial. Ellos son: Carlos Battilana, Eugenia Coiro, Ricardo Czikk, Loreley El Jaber, Virginia Janza, Gabriel Kirchuk, Mana, Belara Michán y Nadina Tahuil.

La calidad y cantidad de autores asegura un evento altamente disfrutable. También se augura una velada colorida, porque en esta oportunidad la consigna tiene que ver con los colores. Así que estoy viendo cuál elijo, y qué textos de Léame me sugieren algún color.

Sospecho que habrá repetición de colores, porque hay diez autores, y eso más o menos agota los colores que existen. Algunos creen que no es así, que hay muchos colores, pero se equivocan: son aproximadamente diez. No 256 ni 65.536. El turquesa, por ejemplo, no es un color de verdad. Es un tono de celeste (o de verde, según el caso). Y el celeste es un tono de azul, al igual que el violeta.

Mi maestra de primer grado no estaría de acuerdo con esto. En una oportunidad, nos hizo hacer un ejercicio que consistía en pintar figuras de un color determinado. Supongo que el objetivo era saber si conocíamos el nombre de los colores. Uno de los que me tocó era celeste. Pero no tenía lápiz celeste (era de perder los lápices). Ningún problema, pensé, lo pinto de azul con poca fuerza. Eso es lo mismo que celeste. Pero tampoco tenía azul. Sí tenía violeta. Ahí está, lo pinto de violeta muy suave. Pero la maestra no agarró la sutileza, y el ejercicio volvió corregido como si estuviera mal. Nunca le fui a reclamar el error. En su lugar me resigné, mientras pensaba “con esta gente no se puede razonar”.

En fin, lo que quiero decir es que hay unos pocos colores de verdad, y después existen tonos a los que distinta gente le pone otros nombres (una de las características que distinguen al Homo sapiens es que le pone nombre a las cosas).

Pero me fui por las ramas. La lectura colorida será mañana, miércoles 16 de noviembre, a las 19 horas en la Casa de la Lectura, Lavalleja 924 (Buenos Aires). Aparentemente no será tan impuntual como suelen ser los eventos literarios, así que espero verlos a esa hora.

Si no me equivoco, Léame no contiene “malas palabras”. Pero no se confunda, amigo lector. Podría pensarse que la ausencia de esos vocablos es una forma de respeto al público. Que elijo el camino sano, la prístina pureza de la transparencia. Quiero dejar claro que no es así.

Que no haya malas palabras es un accidente. Estuvieron a punto de estar. Había un texto que directamente insultaba al lector, hasta que llegamos a la conclusión de que no era una buena idea estar insultando al lector. Puede provocar que quiera dejar de serlo. Y eso no es bueno. Porque puede ser que ocurra después de que compre el libro, pero el libro no se llama Cómpreme, se llama Léame. Entonces no pongamos trabas en esa lectura. Ese texto fue retrabajado, y cambió hasta el título. Ahora se llama Seamos buenos.

Algunos pueden pensar que todo esto es verso y la razón del vocabulario limpio es que no me animo a escribir malas palabras. Mierda. Así de fácil es refutarlo. Puta. Culo. Claro que me animo. Me animo y es más, el resto de este párrafo va a contener sólo palabrotas. Carajo. Forro. Pelotudo. Cagar.

Las malas palabras tienen su lugar, y no me hubiera molestado que Léame incluyera alguna. Pero tampoco voy a ponerlas sólo por ponerlas. No da. La última fue extirpada en la revisión final. Uno de los cuentos contenía una referencia a un momento clásico del cine argentino, que ocurre en una película que no vi. Es el señor H. Alterio gritando “la puta que vale la pena estar vivo”. En una de las correcciones estimamos divertido que un personaje dijera eso en un momento de contemplación cósmica o algo. Pero en la última lectura me ocurrieron dos cosas.

La primera fue que no me terminaba de convencer ese pasaje. La segunda es que era consciente de que ésa era la única palabrota de todo el libro (ya la aparición de “mierda” había sido reemplazada por “porquería”, que a mi juicio suena mejor y es poco valorada). La aparición de “puta” rompía el invicto insultatorio del libro. Me pareció que valía la pena tener una buena razón para incluirla. Y juzgué que esa referencia no era razón suficiente. Así que toda la frase fue extirpada, y pienso que el libro es mejor por eso.

Me gusta prestar atención a los detalles. Cuando veo una obra que se desarrolla bien pero no le da importancia a los detalles, tiendo a perder fe en el resto. No significa que todo tiene que ser perfecto. Es sólo que me gustan aquellos que ponen toques de calidad o estilo en sectores donde no todos los verían.

En Léame intenté hacer lo mismo. Para eso, muchos cuentos contienen distintos tipos de guiños, que están para que el lector muy sagaz los descubra. Algunos ya me olvidé cuáles son. En las revisiones finales me gustó encontrar un par que no esperaba.

La clave es que no desentonen. No vale la pena interrumpir el flujo de un cuento para insertar una referencia descolgada a algo. Esto no es Family Guy. Los guiños tienen que fluir orgánicamente, porque los detalles no son más importantes que las tramas. Es necesario respetar a los textos, porque si no, no podré soportarlo cuando los lea en el futuro.

Pero no sólo en los cuentos hay detalles. La idea es que aparezcan en todo el libro. Invadir los sectores no textuales y dejar ahí también una marca. Entonces, por ejemplo, la biografía del autor es otro cuento. Nadie la va a confundir con la biografía de verdad. Y hay otras marcas que usted, estimado lector, podrá descubrir.

Me acuerdo que hace algunos años, cuando tenía un sitio web bastante exitoso, en cada página le agregaba un disclaimer chiquitito del orden de “atención: la leyenda ‘indique su destino al chofer’ sólo se aplica al viaje que está iniciándose”. En cada una era distinto, y crear una página nueva implicaba un disclaimer nuevo. No sabía si alguna vez los había visto alguien. Hasta que me llegó un mail de un pibe que se fascinó lo suficiente como para escribirme. Entonces me sentí bien. Me saqué la camiseta y se la tiré con un guiño, mientras me alejé hacia el vestuario refrescándome con una Coca-Cola bien helada.

Sí, ahí mandé una referencia específica. A veces no lo puedo evitar.

En algún lado de mi cabeza, uno de los objetivos de este blog es prevenir análisis incorrectos sobre Léame.

Sé que es totalmente inútil. Si alguien tiene ganas de interpretar algo que no quiero que se interprete, no lo voy a poder impedir. Es muy fácil inventar sanatas sobre algo que está escrito para hacerle decir cualquier cosa. Es tan fácil que no vale la pena hacerlo, no obstante hay quien lo hace.

Y, aparte, hay un montón de interpretaciones válidas que no son necesariamente las que yo pienso que deben ser. El autor de una obra no tiene por qué saber bien qué es lo que está haciendo. Puedo decir muchas cosas sin darme cuenta. Me ha pasado escribir algo y que sólo una lectura ajena me haya revelado de qué se trataba. Pasó en varios cuentos de Léame, y fue útil para la revisión. Una vez que me doy cuenta de lo que estoy diciendo, es más fácil decirlo claramente.

Pero hay interpretaciones que son posibles y considero erróneas igual. En particular, no tengo ganas de que se asuma que pienso algo sólo porque un cuento lo hace parecer. Por ejemplo, el texto Un paso hacia adelante es un análisis de las conductas de la gente en las escaleras mecánicas. Describe cómo aquellos que van por la izquierda deben avanzar, y los que se quieren quedar quietos deben ir a la derecha. Lo escribí con cuidado, porque hay gente muy dispuesta a interpretar políticamente. Creen que lo que quiero decir es que las izquierdas hacen avanzar a una sociedad, y las derechas la traban. Esa idea puede ser válida o no, pero no tiene por qué desprenderse del texto. Si la costumbre de avanzar en la escalera mecánica se diera del lado derecho, el contexto político no tendría por qué cambiar. Por suerte, quienes han leído el texto me dicen que esa lectura no se desprende. Igual la considero posible, aunque errónea.

Porque, si bien hay muchos análisis válidos posibles que a mí no se me ocurrirían, también hay muchos análisis posibles no válidos. Los argumentos que no se sostienen son mucho más numerosos que los que sí. Es como las mutaciones. La probabilidad es que sean perjudiciales, pero de vez en cuando aparece una beneficiosa y florece en las siguientes generaciones.

Al final del libro, habrá algunas páginas de palabras de Virginia Janza, quien le dirá a usted, querido lector, qué es lo que leyó, por qué es bueno y no sé qué cosas más. Es muy probable que el libro se imprima sin que yo lea ese texto (eso está bueno, me da la posibilidad de tener algo no leído por mí mismo en un libro que escribí). Confío, sin embargo, en lo que pueda decir. Ella ha entendido mejor que yo algunas partes del libro, y es responsable de gran parte de la forma. Pero eso no significa que todo lo que diga sea cierto, ni lo único que se puede decir, ni “la interpretación correcta”. Será sólo una manera de verlo, y seguro que será valiosa.

Por supuesto, todo esto no implica que sea necesario interpretar el libro. El contenido de Léame es claro, apto para una lectura en la que no se perciba más que lo que está escrito. Si a usted le gusta eso, estaré conforme.

Tal vez es porque me gusta el universalismo. Puede ser que sea que estoy acostumbrado a lecturas extranjeras. No sé bien por qué, en muchos casos, soy vago para decir en qué lugar geográfico tiene lugar una historia.

Lo más probable es que la mayoría de los cuentos puede funcionar en cualquier lado, no tengo por qué limitarlos a una locación determinada. No hace falta llevar al lector a una ciudad o país que no sea necesario. Me interesa más la idea. Es una de las ventajas de escribir en lugar de filmar. En ese caso lo necesitaría más seguido, por ejemplo cada vez que hay un exterior, aunque igual pueda dejarlo vago.

Hay varios casos, de todos modos, en los que sí elijo dónde tiene lugar la historia. Algunos coqueríos se desarrollan en lugares apropiados de Estados Unidos. Walt Disney descongelado salta por distintas partes del mundo, pero sus partes más importantes ocurren, como es natural, en Anaheim, California.

Hay un par de cuentos situados en la Inglaterra victoriana, y uno más que tiene una estética similar pero claramente está en otro tiempo, si no en otro lugar. Otro hace una fugaz visita a los confines del Sistema Solar.

También hay un par de cuentos situados en Buenos Aires. En general lo hago por un motivo específico, y por eso detallo las calles donde se desarrolla la acción. Entonces, en El escape (del que se habla en el post anterior), parte de la acción ocurre en un lavadero de la calle Luis María Campos. Me preocupé por poner una esquina donde, al menos en el momento de escribir el cuento, existía un lavadero.

Mar de gente transcurre en la calle Florida. Durante un tiempo tuvo varias referencias específicas a esquinas. El cuento arrancaba en Avenida de Mayo y terminaba en Córdoba, con un paso por el subte B a la altura de Corrientes. Pero fue reescrito, porque se determinó que era innecesario todo eso, y lo único que hacía falta era la calle Florida, que ahora está presente en todo su esplendor.

El camión de los centauros, por otro lado, transcurre en una ruta. Hay una específica que me imaginé, pero no tiene importancia. Puede ser cualquier ruta en más o menos cualquier parte del mundo. Lo importante es el camión. Y los centauros.

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