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July 2012


Mañana, 11 de julio, se cumplen cinco años del día en el que arranqué mi maratónica escritura continua.

Es decir, en algunos momentos paro, no estoy las 24 horas escribiendo. Pero sí escribo algo todos los días, y eso se ha cumplido desde entonces. La regla es que tiene que haber algo terminado (aunque después se modifique, el asunto es cerrar las historias y esas cosas). Esto tiene una serie de ventajas. Por ejemplo, me obliga a escribir cuando tal vez no lo haría. Y además, aunque no esté las 24 horas escribiendo, saber de la obligación de escribir en algún momento hace que esté las 24 horas a la pesca de ideas.

Desde entonces, mi libreta me acompaña a todos lados. Nunca sé cuándo va a aparecer una idea, ni cuáles de las ideas que aparecen van a ser buenas. Hay momentos de fertilidad, donde en pocos minutos sé que tengo gérmenes para una semana de escritura, y momentos en los que no sé qué hacer, entonces tengo que sacar algo de la galera.

Las ideas que acumulo y anoto son útiles para cuando no sé por dónde empezar. Sin embargo, no siempre sirven. Las ideas necesitan ser escritas en momentos adecuados. Se puede forzar la cosa, pero trato de no empujar cuando hay una idea que no tengo ganas. Lo suelo tomar como signo de que la idea no vale la pena, o de que no estoy preparado. Algunas de las mejores cosas que escribí vinieron de ideas que estuvieron ahí durante mucho tiempo, hasta que un día decidí tomarlas. También algunas de las peores. No es un método infalible.

Los días que incluso la bolsa de ideas no aporta nada, es necesario improvisar. Hay un vértigo que mucho no se disfruta, pero vale la pena cuando aparece algo de la nada. Esto ocurre con más frecuencia de lo que podría pensarse, y es uno de los placeres de escribir.

Además de la literatura, salieron también cuentos, posts de blogs, notas periodísticas, que no cuentan para la regla de uno por día. El uno por día tiene que ser algo para mí solo. Y si bien hubo algunos, muy pocos, textos externos que me gustaron lo suficiente como para incorporarlos a “mi canon” (uno es éste), en general van como extras. Este post, por ejemplo, no se incorporará a la lista que, al momento de escribir, tiene 1832 ítems.

Si usted, caro lector, compara la cantidad de días desde el 11 de julio de 2007 hasta el momento, seguramente no le dará la cantidad correcta. Es porque hubo días que escribí más de una cosa. A veces ha ocurrido. Pero no es práctico, porque me conozco, y si me dejo llevar, escribir dos cosas un día tarde o temprano me va a hacer permitirme no escribir nada, “porque total el promedio da”. Y, aparte, así me gasto las ideas. Como la intención es generar disciplina, me puse una regla informal de no hacer más de un escrito por día.

La regla del escrito diario sólo cambia cuando estoy de viaje. Ahí, como son circunstancias extraordinarias y la rutina se altera, me permito un cambio. Puedo no escribir algún día, pero al final del viaje tengo que tener igual cantidad de escritos que los días que viajé. Aprovecho así los momentos ociosos, como micros, aviones, barcos y habitaciones de hotel entre actividades. Y, debo decir, suelen salir cosas cortas.

¿Por qué me hago esas reglas? Porque me conozco. No tienen por qué necesitarlas todos, pero cada uno tiene sus debilidades. Una de las mías es que, si me dejo estar, no hago nada. Así, el ente regulador que tengo en la cabeza me empuja hacia la productividad haciendo lo necesario para que yo escriba. No me impone métodos, formas, duraciones, ni nada. Si el texto que quiero escribir un día es de una línea, vale (casi nunca pasó). Y si es de muchas páginas, vale igual.

Lo que sé es que, si no tuviera esa regla, no habría escrito Léame. Tal vez había otros caminos que llevaban a algo similar, elegí ése. Y como logro hacerlo funcionar, lo sigo sosteniendo con mucha más convicción que al principio.

Respuesta: escribir, escribir, escribir.

Seguir escribiendo lo que venga a la cabeza, palabras, frases coherentes o incoherentes, no importa. El asunto es que la cabeza empiece a rodar. No es que haya que cortar la cabeza. Se trataba de una metáfora. Y una metáfora que no sabía que iba a usar cuando empecé el párrafo. Es prueba de que este método funciona. Apareció algo que segundos antes no estaba.

Otra opción es no escribir nada. Nadie obliga. Pero no es la idea. No escribir nada es lo que ya estábamos consiguiendo cuando no salía ninguna idea. Este método es para cuando uno quiere escribir algo y no sabe qué hacer. Y seguramente no funciona con todas las personas. Pero bueno, tampoco tengo todas las respuestas. Usted pruebe, y fíjese.

Pero le digo que confíe. El asunto está en empezar. No necesariamente va a salir algo de una. Capaz que pasa varios párrafos sin escribir nada decente. Pero confíe. Tarde o temprano va a salir algo. Tiene que estar atento. Leer al mismo tiempo que escribe, y leer lo que está escribiendo. O sea, pensar. Usar la cabeza. Por esa razón no conviene que se la corte.

Hay gente que tiene lo que se llama “writer’s block”, cuand0 un escritor se queda sin ideas. Este método sirve para que se nos ocurra algo. Ahora, lo que se nos ocurre no tiene por qué servir en caso de que lo que tengamos que escribir sea algo específico. En una de ésas lo que aparece no tiene nada que ver. No hay garantías, y en ese caso el bloqueo, para lo que nos importa, continúa.

Pero igual recomiendo el método. Hay que pensar en lo que uno está escribiendo, y también en lo que tiene que escribir. No siempre de la misma manera, y no todo el tiempo. Ir de una cosa a otra, despejarse un poco. Si usted está hace horas mirando la misma imagen, salga un poco. Renueve su repertorio. Elabore otros entornos. Mastique otro aire. Revuelva su cerebro. Así, las ideas se moverán, como los átomos de una nebulosa que ha roto su equilibrio, y tarde o temprano formará nuevos mundos.

Mi contacto con la fiesta de San Fermín es mirar los encierros por televisón. La TV española los pasa en vivo, y esa señal suele ser repetida por Crónica TV. Es a las 3 de la mañana (las 8 en España) del 7 al 13 de julio, todos los años. Todo lo que sé proviene de esas transmisiones. Nunca investigué nada al respecto. Así que mis deducciones pueden ser erróneas. Sepan disculpar.

El encierro es la suelta de toros por las calles de Pamplona. Se arma un circuito que va desde el lugar donde guardan a los toros hasta la plaza donde se hacen las corridas. No sé cuál es el lugar inicial. Cuando la puerta se abre, los toros salen corriendo, y un montón de gente corre con ellos, tratando de evitar dolorosas corneadas. La carrera dura unos pocos minutos.

Pero eso no es lo principal. La transmisión arranca antes. Hay comentaristas y una previa, en la que se especula sobre lo que puede pasar, se habla sobre los distintos toros, hacen entrevistas a distintos personajes, reportan sobre los operativos en los hospitales, se comentan sucesos pasados y se muestran las ceremonias preliminares. Porque el encierro de San Fermín es, por supuesto, una fiesta religiosa.

Hasta donde puedo interpretar, la cosa es así. El tal Fermín es el patrono de Pamplona. La burocracia celestial ha establecido el federalismo, y diferentes santos han tomado para sí jurisdicciones geográficas y de actividad. Así, hay patronos de ciudades, provincias, países y profesiones. Y a San Fermín le tocó Pamplona, o el País Vasco. Algo así. Entonces en su día, 7 de julio, la zona lo celebra.

La idea del encierro me parece que es poner a prueba esa protección, o en su defecto poner a prueba la fe de cada uno. El asunto es que, como San Fermín los protege, pueden salir a correr con el toro, confiando en que no les va a pasar nada.

Para asegurarse de eso, momentos antes del encierro, se organiza una oración. Tiene un cántico fijo, que no me acuerdo bien, pero básicamente pide al santo protección. En la TV se lo transmite completo. Todos los “mozos” (así los llaman los comentaristas) están en la calle, supongo que frente a la iglesia, mirando la estatua del santo. Esa es la manera de rezar a una entidad que no tiene presencia física: fabricar una y rezarle a ésa.

El santo (su estatua) está en un lugar alto, posiblemente la ventana de la iglesia. Por televisión se ve cómo los mozos rezan al santo. Hay un plano general, después uno corto de ellos. Los sigue un plano del santo, inmóvil, escuchando.

Para mí eso es extraordinario. El director juzga apropiado mostrar el santo al que rezan los fieles, aunque no sea el santo de verdad, sino una estatua que lo representa. Esto puede ocurrir porque tiene tan metidos los códigos de la televisión que ni se da cuenta. O tal vez lo hace a propósito. Muestra al santo porque no sólo es su día, sino que, quién sabe, en una de ésas contesta. Mirá si el santo dice algo y justo la cámara está apuntando a otro lado. El director, al elegir esa toma, está dando una enorme muestra de fe.

Luego de ese momento trascendental, es hora de alistarse para el encierro en sí. Los mozos esperan la señal que indica que se ha abierto la puerta. Es un cohete, que puede ser que además de dar la señal sea lo que destraba la puerta, no sé. Cuando aparece el cohete, el encierro está empezando, y los comentaristas callan.

Permanecen en silencio durante toda la duración del encierro, hasta que el toro llega a la plaza. Con un cronómetro en pantalla, se transmiten imágenes de los toros corriendo, con gente adelante y atrás, a veces tratando de cornear a alguien, a veces sólo corriendo. Los mozos que están alrededor no siempre se comportan de manera civilizada. Tampoco parece que se hayan levantado hace unos minutos, siendo que son las 8 de la mañana. Más bien parece que hubieran estado toda la noche tomando. Entonces, algunos de los que corren con el toro muestran no estar en sus cabales.

Una vez que todos los toros llegan a la plaza, el encierro se da por terminado. Es el momento para las consideraciones de los comentaristas. Uno es siempre el mismo, es como el Macaya Márquez de los toros (aunque este año no estuvo, espero que goce de buena salud). Comenta que ha sido un buen encierro, o un encierro rápido, o un encierro tranquilo, o un encierro agitado, según el caso. Pero no le alcanza el tiempo para decir muchas palabras, porque rápidamente llega la repetición.

Ahí el comentarista puede ampliar sus conceptos. Las imágenes vuelven a mostrar lo ocurrido, y se pone especial atención en los momentos donde el toro agarró a alguien, o donde cayó, o donde quedó en una posición incómoda y se recuperó. Ocasionalmente, cuando hay alguien que corre demasiado cerca del toro o intenta provocarlo, el comentarista se indigna y se pregunta cómo alguien puede ser tan irresponsable.

Mientras tanto, los compañeros del comentarista intercalan detalles, como cuántas personas debieron ser atendidas, y cuántas han quedado internadas. También exclamaciones cuando en la pantalla aparecen imágenes dignas de ellas. Pronto la repetición termina, y ya no queda nada que decir hasta la fiesta siguiente. Con esto, la televisación queda completa, y los canales que la retransmiten vuelven a su programación habitual.

Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.

Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.

El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.

Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.

Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.

El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.

Y eso está buenísimo.

Once upon a time, había un grupo en Facebook que se llamaba “es yendo no llendo hijos de puta”. Su espíritu era expresar justo desagrado ante la vista de alguna abominación lingüística. El caso particular del título era apropiado. Mucha gente escribe “llendo”, por ignorancia o porque está tan difundido que creen que es así. Y ver eso genera una sensación fea.

La ortografía tiene su razón de ser. Ayuda a ordenar los pensamientos. Facilita el acceso a otros significados de las palabras, o a su origen. En el caso de palabras compuestas (o que lo han sido) deja ver la conexión inicial, y aunque uno no lo perciba, está transmitiendo mucho más que lo que la palabra significa en este momento.

La gramática también tiene su razón de ser. Es un sistema que ordena las palabras, de manera que su combinación tenga sentido. Los idiomas están armados con gramáticas particulares, que también expresan algo sobre la manera de pensar de quienes los diseñaron y/o los pueblos que los hablan.

Ahora, la ortografía y la gramática no son inmutables. Cambian con los años, las generaciones, los siglos. Palabras que significaban una cosa después significan otra. Palabras que se usaban son reemplazadas. Formas populares dejan de serlo. Eso no tiene nada de malo, simplemente es así. Pero hay gente que piensa que ortografía y gramática son valores supremos, que están por encima de todo y deben ser respetados a rajatabla.

Ellos forman la policía gramatical (propiamente, la policía ortográfica y gramatical). Gente que se dedica a patrullar el Universo en busca de errores, para poder subirse a su pedestal y exclamar “ignorantes”.

El tema es que eso es un aburrimiento supremo. Hay una diferencia entre irritarse al ver bestialidades y ponerse a buscarlas, sobre todo si lo que uno encuentra es que alguien se equivocó en una letra, en lo que podría ser un error de tipeo.

Pero hay algo más. Las faltas de ortografía y gramática también son expresivas. Va más allá de la vida del lenguaje. El uso intencionalmente malo de sus recursos es también una posibilidad creativa. A veces, se está diciendo algo cuando uno comete una falta. Otras veces, uno es un bestia. Existen las dos posibilidades.

Ese grupo de Facebook con el tiempo se llenó de estos policías, y alguien dio la alarma sobre la pobre gramática del nombre. Supongo que habrá habido algún tipo de debate. Actualmente, el nombre del grupo es Es “YENDO”, no “LLENDO”; ¡hijos de puta!

Es decir, agregaron las comillas a las dos palabras en cuestión, las separaron con una coma, y la segunda parte de la oración fue diferenciada de la primera mediante un punto y coma. Además, como esa parte es una exclamación se agregaron los signos de apertura y cierre correspondientes.

Ese nombre expresa la obsesión por las minucias lingüísticas. El otro nombre, que sólo se quejaba de una bestialidad común, era mucho más expresivo que el que usa correctamente el lenguaje. La policía gramática le sacó el alma a la frase.

Ahora sólo queda el grupo entiendanló es YENDO no LLENDO! Aunque, viendo los comentarios que están posteados, parece que la policía gramatical ya empezó a operar.

Puede ser extraño que esta advertencia la haga alguien que escribió un libro que se llama Léame y no para de romper la cuarta pared. Pero, por otro lado, yo sé lo que les digo. Que un texto se refiera a sí mismo es un arma peligrosa, y por lo tanto hay que manejarla con cuidado.

Hay distintos tipos de recursos meta. Algunos son efectivos. Suelen ser los que ponen en tela de juici0 a su propio texto, y posiblemente también a sí mismos. Generan una complicidad con el lector, se anticipan a lo que están pensando, a sus quejas, y muestran que el autor está activo, pensando en el que va a leer y tratando de sorprenderlo.

Esto se puede lograr sin necesidad de ser explícito. No hace falta decirle al lector “yo, autor, me doy cuenta de que usted está leyendo y está pensando tal y tal cosa, entonces le respondo esto” (aunque es válido). A veces las acciones mismas del texto tienen el meta incorporado. Y no sólo generan complicidad con el lector, sino que además de ponerse en evidencia, hacen lo mismo con los preconceptos o las estructuras que el lector puede tener. Rompe eso, y al hacerlo el texto se convierte en efectivo.

Lo que hay que buscar, sobre todo, es que el momento meta venga con cierta naturalidad. Que no esté completamente descolgado de su contexto. Eso lo hace más notorio, y puede predisponer mal al lector. El meta tiene que ser compatible con el tono general del texto. No conviene hacerlo porque sí, porque pintó un meta. Tiene que estar acorde con lo que el texto quiere decir, formar parte de ese mensaje, si es que el texto tiene algún mensaje.

Para ejemplos, basta mirar las primeras seis o siete temporadas de los Simpsons. Ahí integraban muy bien lo meta, porque era una serie que se trataba principalmente de la vida vista a través de la televisión. Entonces podían referirse al hecho de que era televisión, y animación.

El meta en los Simpsons tiene convicción de lo que se está diciendo, y de su razón de ser. Está cuestionando una serie de órdenes: lo que se supone que tiene que ser la televisión, la estructura del humor, los ritmos que el espectador tiene incorporados. Cuando se juega con todo eso y encima se le agrega ingenio, el resultado es digno de ser visto.

¿Cómo es, entonces, un mal meta? Puede ser uno demasiado abrupto, o uno que asuma que logró una complicidad que no está. En esos casos, los meta hacen ruido, y sacan al lector no sólo de donde uno lo quería sacar, sino también de donde lo quería poner. Es probable que el límite exacto dependa de las obras y también de los lectores.

Otro mal meta es el que viene de la inseguridad. Los que dicen “sabemos que esto que hacemos es malo, pero te lo decimos, y por eso es bueno” (o “yo soy jodedor porque digo que soy a pesar de no serlo y por eso lo soy”). Es un recurso muy utilizado por las temporadas de doble dígito de los Simpsons, y el contraste entre ambas etapas de la serie es notorio. Ese meta es un recurso algo desesperado, y se nota. Encima, como está muy usado, ni siquiera es novedoso. Es preferible prescindir completamente.

Bien usado, el meta es un recurso muy poderoso. No voy a decir que yo lo uso bien y otros mal. Puede que me equivoque en las dosis, y sé que alguna vez lo he hecho. Y cuando veo esas ocasiones en las que lo hice (que no forman parte del libro), me doy cuenta del riesgo que uno corre cuando pretende manejar el meta sin saber lo que hace.

Fui afortunado al descubrir a Chespirito en 1987. Ese año, el canal 11 de Buenos Aires (antes de ser Telefe) puso al aire la serie homónima. El comediante ya era conocido en el país. Yo tenía vagos recuerdos de haber visto, con muy corta edad, al Chapulín Colorado. Y cuando sintonicé ese programa, descubrí un mundo.

El programa en sí era de sketches. El Chavo y el Chapulín Colorado eran dos personajes de varios que interpretaba Chespirito. Todos los nombres empezaban con CH, que en ese momento era una letra. Estaban el Doctor Chapatín, el Chómpiras, Chaparrón Bonaparte, y también Chespirito, que era un catch-all para historias sin un personaje fijo. Cada programa arrancaba con una apertura con animaciones, que anticipaba los personajes que aparecerían ese día. Podía ser uno solo, varios, o especiales de algo en particular.

La apertura también anticipaba los actores que aparecerían, y terminaba con el aviso de que anunciaba “libreto y dirección general: Roberto Gómez Bolaños”. Con esas palabras me enteré a los seis años de que no sólo hay gente que escribe humor, sino que todo un programa puede ser escrito por una sola persona (después supe que esa modalidad no era muy recomendable).

El hecho de que el programa tuviera el formato de sketches me permitió apreciar a los distintos personajes. Rápidamente mi favorito fue Chaparrón Bonaparte, cuyo formato de dos locos hablando permitía la mayor densidad de humor. Sigo usando frases y gestos que saqué de ahí, y sospecho que la mayor parte de la gente no sabe de dónde vienen. Pero la intención es que las reconozcan.

El programa iba de lunes a viernes a las 20, y pasaban varias temporadas de una serie que en México era semanal. El 31 de diciembre de 1987, Canal 11 decidió que ya estaba bien, y lo levantó para poner El auto fantástico. Poco después tuvieron que volver a hacerle lugar, esta vez a las 21. Pero los capítulos de Chespirito quedaron opacados por otro canal.

Héctor Ricardo García se había hecho con el canal 2 de La Plata, y en 1988 le dio una proyección inédita. Llevó a todas las figuras, de Tato Bores a Neustadt, y consiguió que ese canal, que necesitaba que se reorientara la antena para poder verse, fuera número 1. Entre la programación había algo llamado El Chavo y el Chapulín Colorado, que era claramente una versión anterior del Chespirito al que estaba acostumbrado.

Y efectivamente, era la serie anterior. Después supe que la historia es así. El programa empezó como Chespirito a principios de los ’70, expandido de un espacio en un programa ómnibus. Tuvo el formato de sketches hasta 1973, cuando la hora se dividió en dos programas: El Chavo y El Chapulín Colorado. Estos dos programas eran los que pasaban por TeleDos. Más tarde, en 1980, se volvió al formato de sketches, y el resultante Chespirito estuvo en el aire hasta 1995, cuando fue cancelado abruptamente.

Hay dos hechos notorios de esos dos programas. Uno es la presencia de actores y personajes que no aparecían en la serie moderna: Quico y Don Ramón. Ambos le daban una dinámica muy particular a El Chavo, que nunca se volvió a conseguir (el formato de sketches es en parte una adaptación a su salida).

El segundo hecho notorio es que esas dos series (particularmente la del Chavo) son las que se han venido repitiendo desde entonces, con muy pocas apariciones del Chespirito segundo, que es el que conocí primero. Esto da como resultado que el gran público no esté tan familiarizado con los otros personajes. Aparecen, a veces, “entremeses” con el Chómpiras o algún otro, como remanentes del programa original. Pero Chaparrón Bonaparte sólo se ve en la serie moderna (aunque aparentemente tuvo alguna presencia fugaz a principios de los ’70).

La serie Chespirito de los ’80 fue bastante responsable en la formación de mi sentido del humor, y sospecho que también del de una parte grande de mi generación. Y sin embargo, casi no se la ve, son pocos los que prestaron suficiente atención como para saber de su existencia diferenciada, y menos los que la recuerdan. Es una sensación extraña. Los invito a pasearse por YouTube y buscar a esos personajes mencionados en el texto (el sketch linkeado más arriba tiene más valor histórico que otra cosa). Y, si no los conocen mucho, podrán descubrirlos.

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