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El otro día aparecieron muchos comentarios en el post sobre la esperanza que traen las galletitas Toddy. Como este blog no suele tener comentarios (y posiblemente no tiene lectores) me di cuenta de que algo pasaba. Pero no sabía qué. Hasta que, amablemente, algunos de los comentaristas mencionaron que venían de una página de Facebook titulada “Vamos por Toddy“.

Resulta ser gente con sentimientos similares debido a la existencia de ese producto, y frustraciones semejantes ante su reiterada escasez. Pero han tomado cartas en el asunto. Por lo que pude ver, que no es mucho, parece que han hecho una campaña para reclamar por la ausencia de la galletita esperanzadora. Y han conseguido la atención de los muchachos de Pepsico, fabricantes de Toddy, que les están otorgando una importante cantidad de paquetes gratis para repartir entre los miembros o algo así. En concepto de qué no sé muy bien, aparentemente como resarcimiento por la ausencia, y para que se sepa lo copados que son. Ya lo sabíamos, muchachos, si son los que fabrican las galletitas Toddy. Es un gran gesto, de cualquier modo, digno de una galletita que tiene implicaciones mucho más que gustativas.

Quiero retribuir los comentarios elogiosos. Se nota que hay mucha empatía. La galletita es claramente un símbolo. Pero ojo: es un símbolo de que no queremos símbolos. Lo importante es la galletita. Y eso es lo que la galletita simboliza a través de su sabor, textura y sonido. Es lo que debemos tener en cuenta como sociedad. Una masa bien entendida necesita muchos chips.

Esperemos, entonces, que sea sólo el comienzo. Que podamos, poco a poco, dejar de ser el país Pepitos para ser el país Toddy. Un país que sea lo que parece, que cumpla sus promesas, y que dé felicidad a todos, en lugar de pretender tenernos contentos con la alusión a una felicidad inalcanzable.

Encontrarán muchos ejemplos de este pensamiento, que podríamos llamar toddysmo, en esa página. Y a los que vienen de ella, y no me conocen, ya que estoy les cuento que pueden comprar el libro que da nombre al blog, Léame, cuya tapa se ve a la derecha. Precede a la existencia de las galletitas, pero créanme, está hecho con espíritu Toddy.

No me voy a poner a hablar de Douglas Adams como si fuera su descubridor. Había leído algunas cosas suyas, como The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, y me habían gustado mucho. Pero nunca terminé de leer el segundo libro de esa serie. El volumen que recopila las cinco está esperando que lo vuelva a abrir, cosa que ocurrirá tarde o temprano.

Ahora me compré otro, que creo que es su único libro de no ficción: Last Chance to See. Es una crónica de varios viajes que hizo Adams, acompañado por el zoólogo Mark Carwadine, a distintas partes del mundo en busca de especies al borde de la extinción. Todavía no lo terminé, aunque me lo estoy devorando, y me da muchas ganas de compartirlo.

Podría citar algún fragmento, pero no sabría decidirme. Tendría que citar todo el libro. La prosa de Adams es excepcionalmente clara, y sus conceptos también. El tipo tiene un sentido del humor muy natural, que fluye sin tener que forzarlo, y hace que la lectura sea placentera, incluso cuando los temas que trata no son agradables.

Lo mejor que puedo hacer es, además de recomendar el libro, mostrarles una charla que dio sobre el mismo tema, pocos días antes de su temprana muerte. Ahí lee fragmentos, contesta preguntas y maravilla con su claridad alucinante.

No fue hasta que me conecté con la gente de Viajera que descubrí una obviedad: el papel con el que se hacen los libros no es blanco. Es claro, casi blanco, pero tiene un tono amarillento, como el de las partituras de la Belle Époque. Desde ese momento, como es costumbre, cada vez que me topo con un libro hecho con papel blanco, decido que quien lo editó no sabía nada y hago mentalmente un “ja!”.

Con el tiempo, he desarrollado algunas teorías sobre cómo debe estar editado un libro. Desarrollar teorías es uno de mis fuertes, sin que por eso las teorías tengan que ser correctas o tener aplicación. Pero las puedo compartir con ustedes, queridos lectores, para que sepan que hay gente que presta atención a estas cosas.

En primer lugar, las páginas de un libro deben estar numeradas. A menos que sea un libro infantil de ésos con cinco páginas de aglomerado, tiene que haber una forma de identificarlas. Esta forma tiene que ser un número. Está permitido poner números romanos (en minúsculas) en las páginas previas al comienzo oficial del libro, pero en el libro en sí tiene que usar los arábigos. Puede ocurrir que alguna página no los tenga, eso no es grave.

Lo que es necesario es que esos números estén bien puestos. Tienen que estar en la esquina externa de la página, lo suficientemente lejos del borde como para que no se corten al terminar de armar el libro, y lo suficientemente lejos del texto como para diferenciarse. Pueden ir en la esquina inferior o superior. Pero no está bien ponerse a jugar con la ubicación de esa herramienta. Es como correr el norte en la brújula.

Algunos diseñadores eligen jugar. Ponen los números en el medio del pie de página, o en la parte interna. O los escriben en palabras, por ejemplo doscientos cuarenta y ocho, como si fuera un cheque. Puede haber libros en los que algunas de esas innovaciones sean apropiadas. En general, no. Sólo molestan, y hacen notar al diseñador como un promotor de sí mismo antes que del libro que está diseñando.

Después está el encabezado de la página, donde muchas veces va el nombre del autor, o el título. Ahí es bueno que aparezca el nombre del capítulo, o del ítem que figura en esa página, del lado derecho. Del izquierdo puede ir el nombre del autor o el del libro. Hay diferentes criterios que permiten usar cualquiera de ellos. Lo que no está bien es poner en todo el libro el nombre del autor de un lado, y el del libro del otro. No tiene sentido. Se supone que uno sabe qué libro está leyendo. Hacer eso sólo facilita que el libro sea pirateado con fotocopias, y eso no es lo que las editoriales quieren que ocurra.

El texto en sí tiene que estar en un font con serif, a menos que alguna razón muy poderosa lleve a otra cosa. No está bien que esté todo en negrita, ni en versales, ni nada de eso, la idea es facilitarle la lectura al lector. Queremos que lo disfrute, y que no le duelan los ojos. Del mismo modo, hay que dejar respirar al texto, con sangrías, espacios y márgenes adecuados, sin ser excesivos.

Después, el papel. Además de no ser blanco, tiene que tener un grosor razonable. Un libro lleno de fotos puede tener hojas blancas y papel de calidad. Uno que tiene principalmente texto necesita hojas que se puedan enrrollar, aunque no está bien que sean tan finas como para que se pueda leer el texto del otro lado.

A la hora de encuadernar, hay métodos baratos que sólo funcionan si el libro nunca es abierto. Esos pegotes espantosos atentan contra la difusión del libro, que tarde o temprano perderá las páginas pegadas. Es preferible encuadernar con hilos, o con cualquier cosa que permita a) llegar al margen sin forcejear al abrir el libro y b) que las hojas no vuelen con el uso normal.

Listo. Eso es todo. Siga estos consejos, amigo editor, y su libro logrará no irritarme, por lo menos antes de leerlo.

Debe ser por mi ansiedad que cuando estoy leyendo un libro, no veo la hora de terminarlo. Porque por alguna razón parece que me gusta más haber leído que leer. Me pasa lo mismo cuando miro una película. Quiero saber cuánto dura, para poder calcular cuándo llegará el momento en el que se termine.

No es que no lo disfrute. Al contrario, está lleno de libros y películas que me encanta percibir. De hecho, algunos libros me gustan tanto que, al mismo tiempo que los quiero terminar, quiero que no se terminen. Es una contradicción que aparentemente me preocupa mucho más que disfrutar los libros. Pienso en esas cuestiones fuera de mi control, como la longitud de un libro, en lugar de estar ocupándome 100% de disfrutar esa lectura.

Me pasa lo mismo en las presentaciones en vivo. Me gusta hacerlas, las disfruto, pero estoy esperando el momento de bajarme del escenario, que la cosa termine, a pesar de que no necesariamente disfruto más lo que viene después. Sólo quiero llegar a ese momento.

Me parece que el asunto está en la responsabilidad. Terminar un libro o una película, o una lectura, es una tarea a realizar, algo que, por más que esté perfectamente a mi alcance, tengo que hacer. Y no lo puedo hacer de cualquier manera. Tengo que mantenerme concentrado en lo que sea que estoy haciendo. Puedo terminar una película habiéndome dormido durante la mitad de su duración, pero eso es un fracaso de mi parte.

Es como que ansío un estado de no tensión, de seguridad, que me permita (en mi ilusión) disfrutar sin estar pendiente de vaya uno a saber qué cosa que estoy pendiente en esos casos. Entonces, cuando termino la experiencia en cuestión, puedo volver a agarrar el libro, o la película, y atravesarlos con más tranquilidad.

Soy mucho mejor relector que lector.

Vos, que sos artista, podés transformar a la sociedad con tu arte. Porque no vivís en una burbuja, aunque puedas sentirlo. Te movés, quieras o no, dentro de una comunidad, y tu arte es parte de la cultura que integrás. A menos que no lo des a conocer. Pero si se lo mostrás a alguien, tu arte puede tener efectos expansivos que están más allá de tu control.

No sabés qué puede desembocar en un cambio social grande. Tu arte puede ser capaz de aportar a una serie de cambios. ¿Por qué no? Lo que hacés refleja el mundo en el que vivís, de una forma u otra, y puede inspirar acciones que tiendan a transformar ese mundo en el que vivís en otro. Es algo legítimo y razonable, al menos en papel.

Pero tené cuidado. Te podés entusiasmar con esa posibilidad. Podés hacer arte para transformar a la sociedad. Y ahí la cagaste. Lo que antes era tu arte se convirtió en un panfleto. Una obra tendenciosa que en lugar de ser parte de una sociedad quiere liderarla. Y si sos líder, ¿qué hacés haciendo arte? Andá a liderar, usá tu talento para hacer cambios en forma más eficiente.

Pero no, te dedicás a hacer arte. Y está muy bien. Sólo tenés que tratar de que tu arte sea sincero con sí mismo. No con vos. Lo que te importa a vos puede no ser lo que tu arte necesita. Cuidalo. Y sin darte cuenta ni mandarte la parte, estarás haciendo tu aporte para tener una sociedad mejor.

Listaré a continuación algunas maneras rápidas para perder mi respeto.

  • Repetir como propio un pensamiento claramente ajeno.
  • Afirmar que la llegada a la luna fue falseada, o que McCartney está muerto como muestran las tapas de los discos.
  • Decir “los Les Luthiers”.
  • Hacer esfuerzos para ser neutral en situaciones en las que no es aceptable (“bueno, nunca vamos a saber si el Holocausto fue real o no, pero lo importante es que”).
  • Ser incondicional de algo o alguien. Y, sobre todo, jactarse de serlo, como si fuera algo bueno.
  • Elogiarme mis defectos.
  • Retuitear a Nik.
  • Ostentar poder, por miserable que sea ese poder.
  • Escuchar música en el colectivo sin usar auriculares.
  • Expresar virilidad a través del escape del auto.
  • Resistirse a la risa (que no es lo mismo que ser exigente para la risa).
  • Hablar en código innecesariamente.
  • Respetar a la autoridad por ser autoridad.
  • Mostrar una pobre capacidad de análisis y presentarla como enorme.

Esta lista no es exhaustiva ni excluyente. El autor se reserva el derecho a cambiarla a su antojo, sin previo aviso. El presente texto no constituye una garantía de ningún tipo.

El alfajor es una delicia cultural y culinaria. Debido a su tamaño, el placer de comer uno se termina muy rápido. Es preciso hacer el proceso más lento, para maximizar el disfrute. Años de experiencia han llevado al siguiente método.

1. Lo primero es el borde. El alfajor es redondo, y bañado. El borde se compone de tres partes. El baño de las galletitas y el del relleno. La idea es rascar el baño sin perder la forma redonda del alfajor. Para eso, lo ubicamos en forma vertical respecto de los labios y rascamos con los dientes delanteros ambos bordes, sin tocar el del medio.

2. Queda expuesta la galletita. Es el momento de proceder a comer el borde del medio. Será más blando, pero permitirá saborear la combinación baño-relleno sin galletita, única de esta etapa. Para eso usamos el mismo procedimiento, dosificando la fuerza. Si el alfajor es de dulce de leche, es más blando. Si es de mousse, es más duro. Y si es de fruta, hay que cambiarlo por uno bueno.

3. Ahora hay que tratar de consumir una de las tapas. Esto es especialmente fácil en los de mousse, cuyas tapa son más duras, pero se puede hacer también en los otros. Puede ocurrir que la tapa que uno quiere separar se quede con el relleno. En ese caso, comeremos primero la otra tapa, o la que se quede con menos relleno.

4. Queda una tapa y el relleno, o su mayor parte. Acá hay varias opciones. Se puede comer de a bocados, mordiendo ambos elementos al mismo tiempo. También se puede intentar separar el relleno de la tapa, para tener una experiencia altamente fragmentada. Pero es bastante difícil conseguirlo sin la ayuda de un cuchillo, y eso es trampa. Lo mejor es lamer el relleno hasta que queda sólo la tapa.

5. Cuando queda la tapa sola, es cuestión de comerla. Es un final algo decepcionante, como llegar a la parte de galletita del Havannet después de tanto dulce de leche. Pero dejar el relleno para el final, si se lo puede separar, implica agarrarlo con la mano, y el propósito del alfajor es que el relleno no sea tocado por los dedos.

6. Luego de terminar el alfajor en sí, es necesario volver al envase, donde quedarán suculentos pedazos de relleno, que nos permiten revivir el placer recién finalizado.

Ver muchas veces un chiste es una experiencia cambiante. La repetición hace que la sorpresa se esfume, pero un chiste bien construido puede sobrevivir. Puede disfrutarse igual, y se le puede descubrir más niveles. El cambio de contexto a veces resulta beneficioso, y le otorga otros significados. Un chiste no pierde gracia sólo por consumirlo más de una vez.

La gente que hace comedia de sketches conoce este principio, y muchas veces lo convierte en uno de los ejes de su programa. Un sketch que funcionó se repite, y de repente el público tiene algo familiar, algo donde sabe dónde tiene que reírse.

El problema es que repetir un chiste no es lo mismo que volverlo a ver. Si el autor lo hace de vuelta, es necesario que le dé alguna vuelta. Que le agregue elementos, que le cambie el contexto. Porque si no, no está haciendo un acto creativo, sino fabricación en serie. Que es lo contrario de la creatividad.

Es uno de los casos en los que el público no ayuda. El público festeja la repetición, la aparición de personajes conocidos, de las mismas situaciones. Entonces, muchos sketches que se repiten no sólo repiten esas situaciones, sino que tienen siempre la misma estructura. Algunos la repiten dentro del mismo sketch.

Y hay sketches lo suficientemente buenos o complejos como para resistirlo. Otros van perdiendo lentamente la gracia, aunque sean festejados por el público. Pero el público, tarde o temprano, se empezará a molestar. De repente aparece la noción de “esto es siempre lo mismo”, y el interés cae. Claro que para que eso pueden pasar años.

Si usted, señor productor de programas de sketches, quiere repetir algunos para reciclar ideas, es comprensible. No todas las ideas funcionan siempre, y se presenta una tentación muy palpable, que encima cuenta con la complicidad del público. Si lo va a hacer, trate de variar un poco. No repita el mismo sketch todas las veces. Déjelo descansar. Permita que el público lo extrañe. Tampoco lo repita en el mismo segmento de su programa. Cámbielo de horario, haga que el público no sepa a qué hora viene.

Y sobre todo, no haga siempre lo mismo. Invente variantes, agregue complejidad, construya sobre los cimientos que tiene. El sketch conocido proporciona un buen colchón para experimentar, y esos experimentos encima cuentan con el favor del público. Es una circunstancia especial. Entonces aproveche y cree. Así, su sketch tendrá mayor longevidad, y será recordado con afecto cuando finalmente su nafta se termine.

¿Por qué hago cada tanto algún cuento sobre la Coca-Cola? ¿Tengo algo a favor o en contra que decir? La verdad, no. No sé por qué salen tan seguido. Pero salen, y en general tienen buen nivel, entonces se han convertido en uno de los ejes de Léame sin que lo planeara.

No sé las causas, pero una consecuencia es que hay gente que me empieza a conocer como cocacolero. Algo que nunca fui. Nunca fui de esa gente que indefectiblemente tiene una Coca-Cola en la heladera. Muchas veces, cuando estoy en casas ajenas, me ofrecen algo de tomar y pido agua, y me miran con cara de “pero mirá que hay Coca”. Tengo que convencerlos de que el agua sola me parece aceptable, y no lo estoy haciendo por timidez.

Pero no sé qué pasa últimamente. Tal vez sea porque la tengo más en mente, o porque me estoy tragando mi propio personaje. La cuestión es que me encuentro, efectivamente, tomando más Coca-Cola que antes. No tiene nada de malo, no es permanente ni abusivo. Sólo le estoy tomando el gusto.

También cultivo la imagen de cocacolero. No sé por qué, supongo que porque me divierte, o tal vez es para hacer acordar a los demás de los cuentos. No sé. Lo que sé es que no me cuesta nada, porque me gusta el fenómeno cultural de la Coca-Cola, y entonces estoy más o menos empapado en el asunto. Conozco la historia de la New Coke, o la moda de colas incoloras de principios de los ’90 (Crystal Pepsi fue el modelo), o la historia del furor de la Coca-Cola mexicana en Estados Unidos, o jingles de hace veinte años. Me gusta probar sabores distintos que no se consiguen, distinguir las diferencias entre común, Light y Zero, comprobar que el agua de Córdoba hace que la Coca de ahí tenga un sabor distinto.

Y me gusta contar historias al respecto. Sin necesidad de que sean ciertas, porque puedo inventarlas. Y descubro que a mucha más gente le interesa el fenómeno, aunque no se le haya ocurrido que es algo especialmente literario. Entonces, sobre todo cuando no se trata de ataque ideológico, la Coca-Cola literaria resulta que es refrescante. Y disfruto el sabor de ser portador de esa frescura, de manera que, cuando nadie me ve, me desahogo con un aliviador “ahhhh”.

El otro día, mientras esperaba el colectivo, se me puso a hablar lo más parecido que vi en mi vida a la esencia de un hombre. Se identificó como colectivero de otra línea, y tenía el uniforme con logo como para probarlo. Me hizo un comentario sobre alguien que se quería subir a una unidad que había pasado. Aparentemente el señor lo conocía y es notorio porque siempre, antes de subir, pregunta si el colectivo lo lleva a su destino, que siempre es el mismo.

“Mirá vos”, o algo así, fue mi respuesta, y luego atiné a volver a colocarme los auriculares. Me gusta viajar mientras viajo, convertir en individual el recorrido del transporte que tomo. Pero el chofer tenía más para decir. Me contó cómo él nunca viajaría en la línea en la que conduce, porque todos manejan como el culo. Van como locos, irresponsables, porque, a diferencia de él, recién empiezan y no se dan cuenta de lo que es manejar.

En ese momento vino el colectivo, me subí y conseguí asiento al lado de una chica. Él consiguió justo en la fila anterior, y eso le permitió continuar su conversación conmigo. Que era prácticamente un monólogo, pero no importaba, eso le permitía decir lo que tenía para decir. Yo era una audiencia cautiva.

Los hombres puros tienen tres temas de conversación. El fútbol, las mujeres (o sus partes) y los autos. El chofer continuó hablando sobre cómo confrontó alguna vez a algún otro chofer, y le demostró que su punto de vista acerca de la dinámica del manejo era correcto. Como esperaba una respuesta de aprobación, lancé un “claro” y lo dejé seguir hablando.

Mientras tanto, la dinámica del colectivo se desarrollaba, y eso incluía a la gente que se levantaba de su asiento y se bajaba. Entre esa gente había mujeres. Las mujeres tienen culo. Y los culos están para mirarlos, y luego poner la cara correspondiente sobre su calidad y grado de tentación. El chofer no paraba de cumplir con ese cometido, y esperaba que le devolviera más miradas aprobatorias. Me incomodaba, y más incomodaba a la chica que estaba al lado mío, pero se las devolví por miedo a incomodarlo. Sin mucho énfasis, pero no hacía falta. El entusiasmo era responsabilidad de él.

Yo estaba un poco ansioso por llegar. Sabía que la charla, aunque inofensiva, se iba a extender durante todo el viaje. Por suerte era corto, no faltaba tanto para que me bajara. Pero pocas cuadras antes, el chofer se dio cuenta de que había un tema que no había(mos) tocado: el fútbol. Procedió entonces a informarme que Boca había ganado una copa de leche en los días anteriores, y que él era de Boca pero igual lo sabía. No dudé en manifestarle mi acuerdo, y recibí como recompensa la última ronda de chistes sobre cómo le dicen a River. También me enteré de que Independiente no existe.

Con esto, mi recorrido llegaba a su fin. Pero decidí postergar mi bajada hasta el último momento, por las dudas de que nuestra parada coincidiera y eso obligara a caminar juntos por el barrio y forzar en algún momento una despedida. Por una vez, mi instinto estuvo a mi favor, y el chofer se bajó en mi parada habitual.

Me quedé solo, enfrentando la mirada desaprobatoria de las mujeres presentes en el colectivo, tratando de poner cara de “no sé si parece pero no lo conozco”. Me bajé un par de cuadras después, ya con los auriculares puestos de nuevo, mientras ponderaba el encuentro cercano con ese ser que existe y, aunque uno no sea consciente, está todo el tiempo cerca de nosotros. El hombre puro.

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