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Hoy este blog cumple su cometido. Este cometido ha cambiado en los meses desde que salió el primer post. La idea era hacer un acompañamiento para Léame, una especie de marco de referencia sobre el contexto de la escritura del libro. Pero desde el principio sabía que iba a cambiar. Se terminó convirtiendo en un depósito de ideas personales sobre temas generales, o algo así. El blog empezó hablando de un libro y se convirtió en un blog sobre el autor, a través de diferentes manifestaciones.

También funcionó como un lugar para experimentar, para tener practicado el lenguaje periodístico. Pero, más importante, para documentar el camino después de Léame. Más allá de que me pasaron cosas inesperadas como consecuencia de la publicación, lo que terminó ocurriendo fue que, inevitablemente, me alejé de la persona que era cuando lo escribí. No es algo extraordinario, es lo normal. Lo raro sería seguir siendo el mismo.

Ahora, cuando empieza el proceso del segundo libro, me encuentro con que algunas cosas que salieron en este blog es probable que aparezcan ahí. He aceptado como literatura a algunos de los textos de acá, que estaban pensados como crónicas light, sin ninguna pretensión.

Un proceso similar se dio en otros ámbitos. A éste que soy ahora le gusta, y se verá reflejado en el libro, cuando salga. Será distinto de Léame, aunque vamos a suponer que se podrá reconocer al descendiente del que lo escribió. Porque no me convertí en una persona distinta. Me convertí en la misma persona, distinta. Y siento que estoy en la fase de llegada, disfrutando del viaje que dejo atrás antes de partir al próximo.

Léame salió hace poco más de un año, y como resultado en este tiempo me pasaron cosas que no sospechaba. Es buen momento para hacer un repaso rápido por varias de ellas.

Muy rápido me enteré de que daban Léame como parte del contenido en algunas escuelas y universidades. Lo hace gente que me conoce, y gracias a eso conoce el libro, pero igual no se les ocurre enseñar todos los libros que se les cruzan. Esto solo ya me pone contento. Más contento me puse cuando me invitaron a una clase en la Universidad de Moreno, por ser precisamente el autor del libro que habían estado viendo y con el que los pibes se habían copado.

Al mismo tiempo, cuatro cuentos de Léame eran traducidos al inglés, para ser publicados aquí después de mi aprobación. Quedaron bien.

Recibí enorme cantidad de comentarios elogiosos. Desde familiares y amigos hasta gente que no sé quién es y me ha buscado para decirme cuánto les gustó el libro. Todos esos comentarios me hacen sentir bien.

Llevé el libro a dos festivales en Rosario y Azul. Lo vi en la vidriera de un par de librerías. Sé también que hay algunas copias circulando fuera del país, y en bibliotecas.

Me llegaron inesperadas reseñas en medios masivos. El libro salió en diarios, revistas y televisión. En varias lecturas de Viajera se agotaron los ejemplares de Léame disponibles para la venta.

Surgió una explosión de confianza, que me hace tener más seguridad para hacer cosas y probar desafíos nuevos. En las lecturas los autores me tratan como a un par. Tal vez antes también. La diferencia es que me siento como un par. Porque ahora me siento escritor.

Uno de los textos más difíciles de seguir de Léame es Cuando digo quiero decir, que se encarga de jugar con el significado de las frases “cuando digo” y “quiero decir” usando muchas repeticiones. Como resultado, esas palabras se repiten mucho, y el bloque de texto tiene un aspecto distinto a la vista del de un texto con palabras diferentes entre sí.

Es un textito que siempre me gustó, aunque al mismo tiempo no estaba seguro de que estuviera bien que me gustara. Me parecía que en una de ésas le faltaba algo, se le podía dar una vuelta. ¿Pero qué vuelta? Ya había usado todas las permutaciones que se me ocurrían de los significados. Existía la posibilidad de irme al carajo si lo seguía. Pero de irme al carajo mal, no de irme al carajo bien.

Se me ocurrió entonces que, como el texto tiene tantas repeticiones y una lógica impecable, en una de ésas una máquina lo puede entender. Pensé que se podía traducir a otro idioma con uno de esos servicios que hay. Y me acordé de un capítulo de NewsRadio.

Ahí sale un libro que fue escrito en inglés, fue un fracaso, pero la versión en japonés fue un éxito en Japón, entonces el autor lo hace traducir de nuevo al inglés, y lee de esa traducción.

Lo que hice entonces fue ir al traductor de Google, y llevar el texto al inglés. El resultado lo pasé al alemán. Después al holandés, portugués, catalán, afrikáans, finlandés, japonés, gallego, galés, italiano, turco, latín, eslovaco, griego, árabe, rumano, irlandés y chino tradicional. Cada idioma traducía lo que devolvía el anterior. Por último, el texto en chino lo devolví al español, a ver cómo quedaba.

Y salió algo increíble. Con algunos defectos de puntuación, pero lo suficientemente entendible como para que sea graciosa su calidad de inentendible. Y un final con sorpresa, que no pude creer cuando lo vi.

El texto traducido no está en Léame, pero se puede ver acá.

No sé por qué, pero las pizzerías buenas tienen línea Pepsi.

No sé cuál es la relación, qué fenómeno de marketing hace que las pizzerías tradicionales, casi todas, tengan Pepsi. No es que la Pepsi va mejor con la pizza. Es lo mismo. Es que la costumbre de ver pizza y Pepsi juntos hace que cuando encuentro una pizzería con línea Coca me haga ruido, y desconfíe.

Tal vez la pizza viene de un ambiente más, digamos, berreta. En una de ésas la Pepsi se posicionó como más barata que la Coca en algún momento, y la costumbre quedó. No sé si es una estrategia comercial, una manera de insertarse en un mercado hace qué sé yo cuántas décadas.

Lo concreto es que las pizzerías tradicionales prácticamente todas tienen Pepsi. Por eso me sorprendió hace poco, cuando fui a El Mazzacote, en Constitución, y vi que tenían línea Coca. Estaba seguro de que la pizza iba a ser buena. La Coca era un elemento extraño, fuera de lugar. Un signo de sofisticación (?) que no va en una pizzería de ese nivel, de ese barrio y, sobre todo, con ese nombre.

Pero después fui al baño, y todo se compensó cuando me encontré con que tenían letrina.

Hoy se cumple un año de la presentación de Léame y lo festejamos con un post acerca del libro.

Confeccionar el título de un cuento es una tarea con varios objetivos:

  1. Dar una idea de la temática del texto.
  2. Invitar a la lectura.
  3. No revelar desarrollos de la trama.
  4. Dar una idea sobre la temática del texto.
  5. Tener un significado distinto cuando se termina de leer.

No siempre es necesario cumplir todos. A veces un título perfectamente sencillo es más apropiado que uno que cumpla estas características. El cuento El escape, de Léame, se iba a llamar El escape de los verdes enzolves. Me gustaba. Yo leería con ganas un cuento con ese título, y no necesariamente leería El escape. Pero fui persuadido de que era mejor no anticipar el aspecto de los verdes enzolves, sobre todo porque dentro del mismo cuento su aparición es sorpresiva y abrupta.

Se da también que un cuento no conserva el primer título. Es también suceptible de ser reescrito. A veces no se me ocurre el título al mismo tiempo que el cuento. A veces el cuento viene a partir del título. A veces sé que hay un título mejor que el que tengo y tardo mucho tiempo en descubrirlo.

Me pasó con un cuento que no está en Léame, en el que las autoridades del subte deciden, ante la abundancia de pasajeros, confiscar los brazos para que pueda acumularse más gente. Los brazos son depositados en los espacios para apoyar las mochilas. No hay peligro de que se los roben, porque nadie tiene brazos. Al terminar el viaje son devueltos a sus propietarios.

Ese cuento se tituló inicialmente Brazos en el subte, título que no me gustaba nada pero no se me ocurrió nada mejor. Era necesario mejorarlo. Y ocurrió un eureka cuando salió Hasta las manos. Me pareció perfecto. Usa una expresión que quiere decir que un transporte está lleno, y las palabras van derecho a la temática del cuento. Hasta podría parecer que vino primero el título, pero no.

Muchos de los títulos de Léame cambiaron en el proceso de edición. El método de la sortija fue uno de los más problemáticos. Durante mucho tiempo fue un resignado Sortija. El carro que me quería sufrió varias mutaciones, a media que el texto fue encontrando su identidad. Primero fue El carro del Destino, y tenía un aire un poco más místico. Cambiamos la metafísica por el amor.

Seamos buenos tenía un contenido mucho más agresivo hacia el lector, que era acompañado por el título No pienso aceptar sus términos. Este título es una versión suavizada del primero, que ya no lo recuerdo. Un título que me gustaba era Duros de pasar, que para mí iba muy bien con la temática del cuento luego titulado Después de usted. Pero fui persuadido de que no establecía el tono correcto para un cuento victoriano. Así que lo cambié. El título definitivo me gusta, aunque extraño cómo el otro aludía al final del cuento sin que el lector se diera cuenta.

Huellas del camino durante mucho tiempo fue Medias finas. Después cambió para reflejar más de qué se trata el cuento y menos el punto de partida de la escritura. Esto suele pasar. A veces el punto de partida se convierte en el eje temático, y referirse a él desde el título genera uno apropiado. Fue el caso de La casa por la ventana. El cuento consiste en tomar la frase “tirar la casa por la ventana” literalmente. Se trata de eso y se llama así. Pero a medida que fue evolucionando aparecieron elementos nuevos, y el texto iba más a lo que pasaba cuando se hacía esa acción. Entonces cambió por Lo que nos costó la fiesta, con el agregado de que la aparición de la literalidad de “tirar la casa por la ventana” puede venir de sorpresa.

Sin embargo, la gente que está cerca de mí sigue llamándolo La casa por la ventana. Porque no es lo mismo el título más apropiado para un cuento dentro del libro que para identificarlo coloquialmente. Lo que nos costó la fiesta funciona, pero hay que relacionarlo con el contenido. La casa por la ventana identifica mejor que se trata de ése cuento y de ningún otro.

Con Domingo de regreso pasa algo similar. Ése fue su único título. Salió de una y siempre me gustó. Anticipa de qué se trata el texto, pero al mismo tiempo no anticipa nada. El lector puede no saber que “Domingo” se refiere a una persona y no al día, porque aprovecho la convención gramatical de mayusculizar la primera letra de una frase para disimular la mayúscula de nombre propio. Me gusta pensar que el lector empieza a leer pensando que va a ser algo parecido a “La autopista del sur”, y se encuentra con el doctor Frankenstein reviviendo a Domingo Faustino Sarmiento.

Sin embargo, a pesar de que es uno de los hits más grandes de Léame, nunca nadie usó el título para hablarme de él. Siempre es “Sarmiento”, y con eso nos entendemos.

Porque, al final, los cuentos pueden tener más de un título. El “oficial”, que figura en el índice, y el interno o coloquial, que es el que usa la gente para referirse a él. Y eso está muy bien. Cada uno cumple su función en el lugar donde funciona. Y no voy a ponerme a corregir a los que me inventan su propio título para un cuento mío.

 

  1. Editar un video ocupará todo el tiempo disponible.
  2. Siempre hay que guardar el proyecto. Cada treinta segundos. Si uno se olvida, alguna calamidad sucederá.
  3. Hay que asegurarse de que el programa que usamos interprete el formato en el que están los videos de los que partimos.
  4. Cuando pensamos que ya nos aprendimos todos los bugs que tiene el programa, descubrimos uno nuevo. Los errores siempre superarán nuestra imaginación.
  5. Hay que tener mucha moderación si se quiere usar los efectos de transición. Es necesario evitar hacer videos de fiesta de 15, incluso si estamos haciendo un video para una fiesta de 15.
  6. Desearemos tener planos que no existen.
  7. El render tardará más de lo que está previsto.
  8. Está bueno que los cortes caigan sobre el ritmo de la música, pero no hay que hacerlo siempre así. Si no, serán predecibles.
  9. Es posible que el programa se cuelgue cuando está exportando el último cuadro. Siempre hay que guardar el proyecto antes de exportar.
  10. Un proyecto vuelto a hacer debido a que se perdió por algún error, nunca será igual al que reemplaza. Siempre recordaremos que fuimos capaces de hacer algo que ya no está a nuestro alcance.
  11. La luz se corta. Las baterías se agotan. Nos recuerdan que nuestro tiempo es finito. En la edición y en este mundo. Conviene recordarlo cuando planeamos el video, y no hacérselo demasiado largo a los espectadores.
  12. Arreglar pequeñas desprolijidades es lo que más tiempo consume. Pero hay que arreglarlas. No se notan, se sienten.

El subte es un medio donde es natural la combinación. Uno se baja del tren de una línea y atraviesa un camino que lo lleva al tren de otra línea. Este camino a veces tiene obstáculos, y cada combinación tiene su idiosincracia.

En el caso de la línea H, que es nueva y tiene siete estaciones en total, la frecuencia es adecuada para el largo de la línea pero en viajes individuales puede ser molesta. Si uno se pierde un tren, tendrá que esperar un tiempo comparable al del viaje completo.

La estación Corrientes, por ahora terminal, es la que combina con la línea B. Esta combinación le otorgó a la H un flujo de gente mucho mayor que el que tenía. Para llegar desde la línea B a la H hay que atravesar un túnel que va desde el andén de la B hasta el entrepiso de la H (en una dirección el túnel es bastante largo y medio interminable, en la otra es corto y simple). Desde el entrepiso se puede ver el andén, y se ve si hay o no un tren esperando.

Como es la terminal, muchas veces hay un tren parado sin que esté a punto de salir. Saldrá en unos minutos. Pero uno no sabe. Entonces la gente que está haciendo la combinación hace lo que todos hacen cuando están llegando a cualquier estación y ven que está el tren: correr.

Se produce una carrera entre todos los que están combinando. No es competitiva, el objetivo es llegar al tren. El fenómeno tiene varias etapas. La primera es caminar en el túnel. Es una etapa relativamente tranquila. La siguiente se produce cuando los primeros pasajeros llegan al entrepiso y pueden constatar la presencia o no de un tren. Si hay tren esperando, se produce una aceleración que atraviesa la cola de gente. Los que están atrás ya no tienen que comprobar si hay tren, entonces corren igual que los de adelante. Salvo los que no tienen apuro, que deben ser esquivados por los otros.

El camino implica llegar hasta el pie de la escalera pedestre, la única que permite bajar, y ahí retroceder. La circulación en esa estación no está bien diseñada. Hay que hacer algunos metros de más que se podrían evitar si la escalera estuviera orientada para el otro lado, y agregan incertidumbre a la carrera. Cuando se llega abajo es necesario volver a retroceder, porque la escalera lleva a la punta del andén y el tren no es tan largo. En esa media vuelta los más avispados comprueban si hay conductor en el tren. Si la cabina está vacía, la aceleración se frena. Los pasajeros vuelven a caminar y pueden elegir en qué vagón subir. Si el conductor está, todos tratan de subir en el coche de adelante, que puede verse más lleno que los otros por esa razón.

El otro día atravesé esa situación, que es algo que hago habitualmente. Siempre escucho música en esas circunstancias. Y en ese momento, el random me había depositado en la Chacarera del Ácido Lisérgico, también llamada Conozca el Interior. La chacarera es un género con mucho ritmo y alegría. Me encontré con que es muy adecuada para acompañar esa frenética carrera. Ese día había maquinista, y la carrera se produjo justo cuando empezaba la segunda estrofa (a partir del minuto y medio del link). Bajé la escalera y llegué hasta el tren mientras escuchaba el grito de “aaaaaahhh, aaaahhhh, aaaaaaaaadentro”, y justo después obtuve el alivio de entrar al tren y saber que iba a moverse pronto. Y cuando me senté, la chacarera festejó “ay, vamos a viajar; ay, vamos a viajar”.

Ese momento de empatía musical me alegró el trayecto.

Hay gente que tiene dedos mágicos.

Gente que toca instrumentos con increíble habilidad. Que sabe colocar cada nota en el tiempo exacto, con la intensidad justa y a cualquier velocidad. Que maneja ambas manos en forma independiente y armónica. Que resulta admirable por su destreza y el tiempo que le tiene que haber tomado lograrla.

Ir a sus conciertos es una experiencia notable. Uno queda estupefacto, sorprendido, maravillado por lo que puede hacer una persona. Que, después de todo, es una persona igual que uno, con un cerebro y diez dedos. Claramente lo que está haciendo está al alcance de un humano, a pesar de que muchas veces no parece.

Ver a estos artistas es un espectáculo de destreza, más que musical. Es casi como ir al circo. El espectador concurre a admirar los movimientos, la habilidad del artista, más que el arte que produce. Porque hay muchos casos en los que el artista virtuoso no sabe dónde aplicar su virtuosismo.

Entonces adorna con dificilísimos accesorios obras que no los necesitan. Muchas veces queda bien, pero hay otras veces en las que el virtuosismo se interpone entre la obra y el espectador. Uno no puede admirar una obra, porque está ocupado admirando al intérprete.

En la literatura pasa algo parecido. Hay escritores con gran habilidad lingüística, que hacen juegos de palabras, que pueden convertir cualquier concepto en cualquier otro. Magos que pueden decir cualquier cosa. Pero no basta con poder decir cualquier cosa. Hay que tratar de que lo que uno escribe sea algo que valga la pena escribir. Y el virtuosismo no lo salva a uno de eso. Cualquiera, el virtuoso o el principiante, puede caer en la trampa de hacer una obra que no vale la pena hacer.

Lo bueno es que hay distintos públicos, y sólo es necesario encontrar al público que piensa que esa obra sí vale la pena. Ahí el esfuerzo dará frutos.

Antes estaba el DOS. Cuando uno prendía una computadora IBM-compatible, poco después aparecía una pantalla negra con la siguiente leyenda:

C:\>

Indicaba que se estaba en el directorio raíz del disco C, habitualmente el disco rígido. Ahí uno tenía que tipear los comandos. El nombre de un archivo ejecutable que contenía un programa. Indicaciones para cambiar de directorio (directorio es carpeta), para borrar un archivo, para copiar algo a un diskette, para mostrar qué archivos hay en el directorio actual.

Los comandos consistían en una instrucción, y podían tener parámetros que modificaran el funcionamiento de esa instrucción. Así, si uno tipeaba “dir” veía los archivos del directorio actual. Pero si tipeaba “dir /p”, conseguía que la lista se detuviera al llenar la pantalla, así resultaba legible.

Con el tiempo, la línea de comandos fue reemplazada por las interfases gráficas. Mediante el uso de un mouse, uno podía hacer clic en íconos que abrían los programas y mostraban la información necesaria. Fue un avance, y también la incorporación de otra lógica.

Pero ahora se está revirtiendo. Los buscadores como Google vienen imponiendo la búsqueda como forma de acceder a la información. Para usarla, hay que tipear en el espacio correspondiente lo que uno desea obtener. El sistema muchas veces ayuda a no tener que tipear todo. Las búsquedas pueden incluir modificadores, como signos + para incluir sí o sí uno de los términos o – para excluirlo.

El paradigma de la búsqueda se viene incorporando a distintos aspectos. Al mail, a las carpetas de Windows, a los navegadores. En general cuando uno quiere buscar algo en un navegador no tiene que entrar a su buscador preferido, sino tipear los términos en la barra de direcciones. El navegador se encarga de buscarlo por uno.

El Firefox tiene además una barrita muy útil donde hay sólo buscadores. Uno puede elegir qué buscador quiere usar y tipear ahí los términos. El Chrome, por su parte, no tiene eso. Su interfase minimalista hace inadecuado tener más de un lugar donde ingresar algo. Si no lo reconoce como una dirección, lo busca. Pero no se puede elegir dónde lo busca. Va al buscador predeterminado.

Ah, pero sí se puede elegir el buscador. No contaban con la astucia del Chrome. Lo único que hay que hacer es escribir un prefijo antes de los términos. Así, si uno quiere buscar manzana en la Wikipedia, tipea “wi manzana”. Si lo quiere buscar en YouTube, tipea “yt manzana”. Y el Chrome redirige al buscador correspondiente.

Es menos práctico que el Firefox, porque de repente uno volvió a la línea de comandos, después de que fuera abandonada en 1995. Y no se vuelve sólo ahí. Uno abre cualquier sección de un Windows moderno, y tiene el buscador propio invitándolo. En el panel de control, en las vistas de carpeta. Y en el menú de inicio.

Ahí están los links a todos los programas. Pero encontrarlos es cada vez más difícil. Si el programa que queremos no aparece en los links visibles, ir a “todos los programas” es bastante caótico. La solución es buscarlo en el buscador que está a milímetros de la ubicación del botón de inicio. Entonces, si uno quiere abrir el FileZilla, lo único que tiene que hacer es tipear ahí “filezilla”.

Y, de pronto, sin darnos cuenta, volvimos a abrir los programas como en el DOS.

Nunca quise ser de ésos. He conocido a muchas personas que se jactaban de que no miraban televisión, porque claramente eso los ponía en un nivel superior al resto. Algunos directamente afirmaban no tener televisor. Aunque ésos solían saber todo lo que pasaba en la tele.

No tomé la decisión de no mirar televisión. Me pasó. Un día descubrí que hacía tiempo que no miraba. Sí, la prendo, miro qué hay, a veces me engancho con algo. Pero no sé los horarios, no sé bien los números de cada canal, y en general está de fondo.

Esto no significa que no mire las cosas que salen por televisión. Sigo viendo series, me siguen gustando y atrapando. Pero hay otras formas de ver series. Ya no hace falta esperar a que se estrenen. Se pueden ver online, se pueden ver en DVD. Ya ni sé qué canal pasa las series que miro.

Pasa más fuerte con los canales de aire. No sé qué programación tienen, no sé cómo son sus nombres actuales, no sé sus logos. No me interesa, y encuentro que me puedo mover en la sociedad sin saber esas cosas. No es que todos están hablando de lo que pasó ayer en determinada tira, en el Gasoleros de ahora. Me parece que esto que me pasa no es tan infrecuente.

Pero no estoy en contra de la televisión. Estoy a favor. Sospecho que es un medio que está quedando obsoleto. Los YouTubes son maneras mucho más eficientes para ver contenidos, por lo menos desde el punto de vista del espectador. Me da la impresión de que la diversificación de los canales hacen que los de aire, que siempre son de interés general, se vuelquen cada vez más hacia los gustos generales. Y por eso tienen cada vez menos audiencia. Supongo. No sé cuánta audiencia tienen.

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