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Por el subte de Buenos Aires circulan (circulan cuando no hay paro) los trenes en servicio más antiguos del mundo. Se trata de unos hermosos coches fabricados en Brujas, Bélgica por la empresa La Brugeoise et Nivelles. Están en servicio desde que se inauguró la línea A (en ese momento era el Tranvía Subterráneo Anglo Argentino), en 1913. Algunos vinieron más tarde, en 1919.

Son necesariamente maravillas técnicas. Ningún material rodante aguanta cien años de uso continuo (continuo cuando no hay paro) sin serlo. La fábrica de donde salieron cerró hace más de veinte años. La empresa que los fabricó fue absorbida por otra más grande. La que los compró dejó de operarlos en la década del ’30.

Durante los años, han sufrido muchas modificaciones. Esa carrocería de madera no es original. Se colocó en la década del ’20, cuando se les sacó la plataforma tranviaria. En los primeros años, el tranvía subterráneo salía a la superficie por la rampa de Primera Junta y continuaba el servicio por la avenida Rivadavia hasta Lacarra. La línea actual, extendida, todavía no llega hasta ahí, ni está en los planes que llegue. No salía todo el tren, sino que se desprendía uno de los coches.

Es un placer andar en esos coches. Cuando uso esa línea (si no hay paro) me voy hasta la punta del andén para agarrar el coche de adelante. La precaria cabina de conducción ocupa sólo la mitad del ancho del coche, y queda una ventana por la que se puede ver para adelante. Los niños van fascinados mirando el paisaje de la línea A, que incluye subidas y bajadas, curvas cerradas, sectores de cambios y estaciones clausuradas.

Las puertas se abren a mano. Originalmente había guardas en cada estación que se ocupaban de abrirlas y cerrarlas. En algún momento se colocó el cierre automático, y la apertura quedó como responsabilidad de los pasajeros. Cuando el tren llega a una estación hay un momento en el que se habilita esa apertura, y se puede bajar con el tren en movimiento. No debe ser muy recomendable, pero cuando está por detenerse me gusta abrirla, bajar y hacer equilibrio con la inercia sobre el andén. Ni por asomo soy el único que lo hace.

Una formación tiene apertura automática, y es muy raro no ver la manija, a pesar de que ese sistema es igual en la práctica al de todos los otros trenes. Pero uno en la línea A quiere ese encanto. Por eso no me gusta cuando me toca alguno de los otros trenes. Es muy triste esperar en el andén y encontrarme con que viene uno modernizado. Porque varias de las formaciones distintas son las mismas brujas, que fueron recarrozadas en los ’80 (la mecánica es la original de la década del ’10). Es una carrocería fea, incómoda y sin ningún encanto, que hace que cuando tengo tiempo espere al siguiente tren.

Me gusta sentir el olor a madera quemada que viene de la zapata de freno. Me gusta ver tambalearse a la carrocería (no es una indicación de que los trenes están destartalados sino una adaptación del diseño a las curvas cerradas de la línea A). Me gusta sentir el viento de frente que viene de la ventana de adelante. Me gusta ser el primero que va a la puerta cuando me bajo, y esperar con la mano en la manija el momento de abrirla.

Esos trenes le dan a la línea A un encanto que no tiene ninguna otra. Una vista al pasado que es resultado de la desidia. Porque las Brujas no fueron conservadas por su calidad, sino simplemente porque nunca se las reemplazó. Están décadas pasadas de su vida útil, tendrían que haber sido radiadas hace cincuenta años. Tarde o temprano ocurrirá, y será un día triste. Vamos a suponer que conservarán un par de formaciones para, por ejemplo, hacerlas circular los domingos. Así, podremos volver a tomar esos trenes por nostalgia no de los tiempos en los que fueron construidos, sino de estos tiempos, aquellos en los que, con cien años encima, todavía circulaban.

Recomiendo este artículo, que es una muy completa historia de las Brujas, con un nivel de detalle mayor del que uno se le puede ocurrir.

Cuando la gente habla bien de Les Luthiers, algo que se escucha seguido es un argumento del orden de “son un ejemplo de que no es necesario recurrir a la procacidad para hacer reír”. Acto seguido, los declaran un modelo para la juventud y se lamentan de que la televisión difunda a aquellos que tienen un nivel inferior.

Debo decir (?) que no estoy de acuerdo con esa idea popular. Por dos razones, una puntual y otra conceptual.

La puntual es que Les Luthiers sí recurre a la procacidad. Lo hace con la máxima elegancia posible, en smoking, y habitualmente sin usar “malas palabras”. Pero no usarlas no significa no recurrir. Las sugieren, y también sugieren conceptos procaces. Eso no tiene nada de malo. Lo que se juzga en el humor es si es divertido o no, y en general Les Luthiers no falla en eso.

Este es un ejemplo. Una obra de Les Luthiers en su época de mayor esplendor, en la que el humor pasa por la procacidad y la mala palabra.

Como se ve, el objeto del humor es, en muchos casos, estar a punto de decir malas palabras y no hacerlo. Al final, la cosa explota, y hace su aparición la palabra “culo”, tres veces en el medio de un show de los ejemplos de humor sano y sin lenguaje vulgar para que la juventud aprenda.

Eso no hace que la obra sea menos buena. En el caso de esa obra, “El poeta y el eco”, medio que no existiría sin el humor procaz. O sea, es fundamental, no accesorio ni un gag aislado que quedó.

La razón conceptual es que el humor no es procaz o improcaz (?). Es bueno o malo. Hay humor con elementos cultos que es una porquería, y humor con elementos procaces que es excelente. Ni siquiera es tan válida la división entre humor inteligente y no inteligente. A veces lo más gracioso es lo estúpido, y a veces hace falta inteligencia para darse cuenta de que alguna estupidez es suficientemente graciosa como convivir con piezas de humor inteligente.

Aprender es una de las cosas más lindas de la vida. En la escuela, sin embargo, lo convierten en una tarea tediosa y dolorosa. Y si uno no se da cuenta, puede confundir el aprendizaje con el estudio, y cuando termina la escuela no quiere saber más nada con ninguno de los dos.

Ni siquiera lo hacen por malos. Capaz que el sistema educativo está armado con algún fin nefasto. Me parece que ni siquiera se le presta suficiente atención como para eso. No sé cuál es exactamente el problema. La falta de atención personalizada, la cantidad de alumnos, la desmotivación docente, los programas inadecuados. Debe haber toda clase de combinaciones. Lo que sé es que las personas individuales que están en el sistema, en general, tienen ganas de que uno aprenda algo. Lo que no saben es lograr que uno efectivamente lo aprenda.

Es una lástima. A menos que uno tenga cierta iniciativa propia, los doce años de escolaridad chupan las ganas de aprender. Algo que uno hacía con entusiasmo hasta los seis años, antes de que se convirtiera en obligatorio. Me acuerdo la alegría de descubrir que tenía en aquel momento. Y cómo, casi sin darme cuenta, me olvidé de su existencia y de su posibilidad.

La escuela no tenía descubrimiento, sino respuestas. No había desarrollo propio del conocimiento (con algunas escasas excepciones). No había estímulo del pensamiento independiente, ni del pensamiento. Y no había pistas de que no todo está descubierto, y que vale la pena seguir buscando.

En su lugar, había mendrugos de conocimiento servidos en bandeja, sin el menor indicio de que fueran cosas que alguna vez podrían interesarle a alguien. Algunos docentes estaban más interesados que otros, pero muy pocos lograban transmitir ese interés. No parecían estar enterados de que eso era una buena idea, no sólo didáctica, sino disciplinaria. Una clase interesada no se distrae en pelotudeces.

Es cierto que tampoco es fácil, por ejemplo, hacer que un grupo de adolescentes se interese en algo útil. Pero sólo es imposible si uno no trata.

En mi caso, al terminar la escuela redescubrí el gusto por aprender. De repente estaba bueno. Empecé a interesarme por cosas que había visto en la escuela, a deasrrollar un pensamiento propio, a cuestionar ideas establecidas, a buscar fuentes originales.

¿Por qué antes no? ¿No era capaz? Al principio lo adjudiqué a salir de la adolescencia, pero ahora pienso que es más aprovechar la libertad que da salir de la escuela. Es una liberación enorme, que permite volver a entrenar partes atrofiadas. De tanto ser forzado a estudiar cosas de maneras inadecuadas, uno se traba. No quiere aprender, porque sabe en algún nivel que no funciona así. No te pueden forzar a aprender. Se puede estimular, y generar el ímpetu en cada uno. Si no, no hay forma. Y cuando los estímulos son inadecuados, uno se va desentendiendo.

Pero después, cuando uno tiene la iniciativa y ya no hay nadie forzándolo, puede reiniciar el camino que dejó cuando empezó la escuela, y buscar lo que satisfaga las inquietudes propias a medida que se van presentando. Y ese camino, una vez emprendido, se retroalimenta.

Después de dos años de abstinencia voluntaria de periodismo deportivo, me puse con mucho entusiasmo a ver los Juegos Olímpicos. Es algo que me encanta. Me gusta ver deportes en cuya existencia no pensé durante cuatro años, como el canotaje. Me gusta ver la natación, y disfruto de los espectaculares gráficos en pantalla que marcan ganadores y récords.

La transmisión de este año tiene la particularidad de que va por tres canales. TyC Sports, que viene transmitiendo los Juegos desde 1996, y dos de ESPN. Todos tienen un equipo de enviados. El de TyC es Bonadeo que, como siempre, se calza el pañal y transmite toda la jornada, todas las jornadas. Las transmisiones tienen las mismas virtudes y defectos de siempre.

Pero mi abstinencia me desacostumbró a algunas cosas. Porque descubrí también que vengo teniendo abstinencia no sólo de periodismo, sino de lenguaje televisivo. Y la transmisión de los Juegos Olímpicos no es deporte, sino televisión.

Entonces lo que importa no es transmitir los juegos olímpicos, sino hacer rating. Son las reglas del juego, está claro, pero tienen resultados algo inconvenientes. Uno es que se prioriza en forma absoluta la transmisión de competencias donde hay alguien de la nacionalidad del país para donde se transmite, en este caso argentinos. Por eso, hay escasas imágenes de deportes que están buenos pero no tienen (o tienen pocos) argentinos, como el waterpolo, el badminton o el tenis de mesa.

Están todo el tiempo anticipando y recordando las participaciones de argentinos, en lugar de ocuparse de transmitir los Juegos Olímpicos. No es problema en los casos en los que están en el nivel más alto, como pasa con el basket o el hockey. Pero también transmiten cosas como el handball, donde el equipo argentino está contento con haber clasificado a los Juegos, y no tienen problema en dedicar horas completas a sus partidos.

¿Está mal que pasen a los argentinos? No. Incluso, está bien. Seguramente los que siguen los deportes involucrados quieren ver al representante de su país. Claro que los que siguen a los deportes involucrados seguramente también quieren ver a las competencias de más alto nivel, que en general no involucran a los del país propio.

El asunto es que transmiten a los argentinos por nacionalismo. Porque quieren que el público se enganche a hinchar por sus compatriotas. La televisión no quiere espectadores, sino hinchas. Siempre fue así, no descubro nada. Pero no saben lo claro que queda después de estar afuera un tiempo.

Se dan fenómenos curiosos. Por ejemplo, pasan el hockey femenino, donde la selección de Argentina siempre llega con aspiraciones de medalla. Genial. Por los comentarios de los enviados, parece que mucha gente esperara ver a esa selección, que es de las mejores del mundo. Presumiblemente, eso significa que hay una liga argentina que tiene buen nivel, porque cuenta con muchas de las mejores jugadoras del mundo. Sin embargo, nunca vi un partido de hockey de clubes televisado. Es más: no puedo nombrar un club de hockey. Puedo nombrar de vóley, de rugby, de básket, pero de hockey no. Es en parte ignorancia propia, porque, a decir verdad, mucho no me importa el hockey. Pero tampoco me importa el rugby, y he visto que hay una extensa cobertura de la actividad local.

El acaparamiento de la transmisión con argentinos se hace más notorio cuando hay dos cadenas compitiendo. Entonces, dos de los tres canales muy seguido transmiten lo mismo, mientras el canal secundario de ESPN se dedica a pasar los Juegos, si es que no hay algún otro argentino compitiendo. Es mejor que cuando transmitía un canal solo, no obstante es también un desperdicio.

Otra marca del lenguaje televisivo imponiéndose sobre lo deportivo es la búsqueda frenética de testimonios. Es muy importante hacer reportajes a los deportistas, por alguna razón. Lo entiendo: conseguirlos es una de las pocas cosas que pueden diferenciar a un canal de otro. Entonces televisan en vivo los testimonios conseguidos (en vez de algún deporte que se esté jugando) y no paran de anticipar su repetición. Habitualmente, los deportistas dicen que quieren seguir adelante, que van a poner todo para sacar el mejor resultado posible y que quieren darle una alegría al país.

También están los vicios de los periodistas. Algunos saben de lo que hablan, otros pilotean las transmisiones. Es muy fácil distinguirlos. Muchos, además, tienen miedo al silencio. Necesitan decir algo, aunque sea una estupidez mayúscula, supongo que porque piensan que, si no, la gente cambiará el canal. Entonces hablan de más, se interponen entre los momentos tensos y el espectador. Y rellenan con cosas como recordatorios de qué canal está uno mirando, y qué habrá más adelante. En muchos casos los recordatorios son tan frecuentes que uno empieza a dudar de que crean que valga la pena mirar lo que uno está mirando ahora. “Estamos transmitiendo la final de arquería, pero quédese en nuestra pantalla, porque ya vamos a repetir el testimonio exclusivo de un tenista que pasó la primera ronda, y que usted vio aquí, en la enorme cobertura que nuestro canal está teniendo en los Juegos Olímpicos”.

Los comentaristas de la play no hacen esas cosas.

El problema principal, de todos modos, es que hay alguien eligiendo por uno qué es lo que uno ve. Y en un evento de la envergadura de los Juegos Olímpicos, está claro que no sirve con un canal solo, y que hay multiplicidad de gustos. Claramente, la televisión se ve superada. Hace falta recurrir a nuevas maneras de transmitir. Este es un trabajo para YouTube.

Y efectivamente, YouTube transmite los Juegos en vivo, y transmite todas las señales que se generan (que no son todas las acciones de un momento dado, porque no todo se televisa). Hay una sola contra: no tienen los derechos para Argentina.

Acá el problema no es tecnológico sino de mentalidad. Las transmisiones online crean fronteras donde no existen. Aparentemente, el COI vende los derechos para web por región. Y en este sector del planeta esos derechos han caído en manos de los macanudos de Terra, del grupo Telefónica, que tienen montado todo un sitio con diferentes streams. Pero se nota que, además de la lentitud característica, la web olímpica no está pensada. Sólo hay links a los videos, que con un poco de suerte se ven (y están relatados por cronistas genéricos que hablan en un español neutro muy feo). Y, orgullosamente, proclaman que priorizan la cobertura de los deportistas latinoamericanos. La navegación es muy poco intuitiva. Hay que elegir entre lo que muestran, y ver si se puede ver.

También se permite ver eventos en diferido. Para ellos, en YouTube se aplican las mismas restricciones regionales arbitrarias. Es menester recurrir a Terra para ver, por ejemplo, finales de natación que uno se perdió en directo. Pero, ¿qué hacen? Las resumen. Pasan “los mejores momentos” de una carrera que dura cinco minutos si es larga. ¿Por qué? Para ahorrar ancho de banda, o porque están todavía inmersos en el lenguaje televisivo.

Es una lástima. Ojalá para los próximos Juegos la cosa esté más desarrollada, y tengamos más poder sobre lo que vemos. Quiero tener el control que tiene Bonadeo, operar el switcher y cambiar al toque a lo que quiero ver en cada momento. No creo que sea imposible.

A fines de los ’90, aparecieron las Palm Pilot. Eran unas minicomputadoras  del tamaño de lo que hoy es un celular, que tenía algunas aplicaciones, como agenda. Si se les conectaba un módem, podía conectarse a Internet a través de la línea telefónica, como era normal en ese tiempo. Estos dispositivos eran una especie de agenda electrónica pulenta. Las agendas electrónicas tenían una pantallita de texto que mostraba teléfonos de contactos y uno podía anotar las actividades del día y esas cosas. Para ingresar esos datos había un pequeño teclado de plástico.

La novedad de las Palm Pilot era que no sólo manejaban gráficos, sino que no tenían teclado. Esto les daba un tamaño compacto, y las convertía en algo bastante poderoso que cabía en el bolsillo. El aspecto, como era anterior a las iMac, no era especialmente atractivo, de todos modos.

¿Cómo se podía ingresar datos en la Palm Pilot? Mediante un novedoso sistema de generación de texto: el lápiz. El aparato venía con un palillo de plástico y un área especial de escritura. Había lugar para una sola letra por vez, y el software estaba equipado con un detector de trazos. Pero uno no podía escribir en letras del alfabeto latino, porque muchas tienen más de un trazo y eso confundiría al software. Entonces era necesario aprenderse un nuevo alfabeto, el alfabeto Palm, en el que cada letra estaba representada por un trazo más o menos cercano a su forma.

Cuando me enteré de eso, perdí cualquier interés por tener una de esas máquinas, y sospecho que pasó lo mismo con mucha gente, porque nunca fueron tan populares como prometían ser.

Algunos años después aparecieron las Blackberry, que se hicieron muy populares y resolvieron el problema del ingreso de texto incorporando un minúsculo teclado, que si uno tenía suerte podía ser usado sin recurrir a un lápiz. El teclado tenía distribución QWERTY.

¿Por qué esa distribución? Porque es la más popular del mundo desde el siglo XIX, cuando las máquinas de escribir lo popularizaron. Sin embargo, debido a que las máquinas se trababan frecuentemente, el diseño del teclado se pensó para dificultar la escritura rápida. Así, las teclas más usadas, como las vocales, quedaron lejos de los dedos centrales. Están en los costados de la fila superior, o en el extremo izquierdo de la fila del medio (que conserva remanentes de un antiguo orden alfabético).

La historia es complicada, y fue narrada por Stephen Jay Gould en un ensayo que se llama “The Panda’s Thumb of Techhnology”. Lo que nos importa acá es que el QWERTY es un método expresamente ineficiente, que se ha mantenido a lo largo de un siglo y medio debido a la popularidad de las máquinas de escribir primero, y de los teclados de computadoras después. Y una vez que el hombre se acostumbra a un teclado, no está dispuesto a acostumbrarse a otro.

El resultado es que tipeamos mucho menos rápido de lo que podríamos. Las razones mecánicas que originaron esto ya no existen en lo más mínimo. Hacer un cambio tomaría un par de generaciones, y no son muchos los que tengan ganas de hacer rodar la pelota. Seguramente porque la transición implicaría la convivencia de múltiples telcados, para ser usados por personas de diferentes generaciones. Y eso es complicado.

O era complicado. Porque la tecnología de las portátiles sigue evolucionando, y ahora volvieron a salir minicomputadoras sin teclado. Los teléfonos más modernos y las tablets tienen pantallas multitouch, en las que se proyecta un teclado virtual. Este teclado sigue siendo QWERTY, pero ahora se puede cambiar muy fácilmente por otro.

Sólo es cuestión de que los fabricantes de sistemas operativos se decidan, y empiecen a incluir la alternativa de teclados más avanzados, como el Dvorak o el que sea. Se puede hacer una transición en la que primero venga la opción, después venga la pregunta “¿quiere usar otro teclado?” y finalmente venga por default el teclado pensado para escribir eficientemente, pero sea muy fácil volverlo al tradicional.

De esta manera, aquellos que tipean por primera vez no tendrán necesidad de adaptarse al QWERTY, y los que por edad hayan caído en sus garras igual lo podremos usar. Después de algunas décadas, el QWERTY pasará a ser una antigüedad, y se podrá solucionar un molesto resabio histórico.

Claro, esto se podía hacer en forma muy simple antes, con sólo poner letras de más de un color en los teclados físicos, según las distintas distribuciones, y dejar la posibilidad de intercambiar fácilmente entre ellas. Pero tal vez a nadie se le ocurrió.

Ahora no hay excusa.

¿Qué es más práctico? ¿Creer que uno tiene talento o creer que no?

Algunas personas tienen confianza en sus habilidades, y en su capacidad de escribir algo bueno. Esa confianza, sin embargo, puede ser problemática. Puede estorbar el buen juicio, hacer que uno confíe en sus instintos, y permitir que esos instintos hagan cualquier cosa. Podría tratarse de una persona que distingue perfectamente los mismos errores en lo que hacen los otros, sin poder verlos en lo propio.

Otras personas, por el contrario, tienen el problema opuesto. Creen que no tienen talento, y ven confirmada esa falta de confianza cuando intentan escribir algo. Puede que les salga más o menos bien, pero van a tener problemas para aceptarlo.

Ambas personalidades se suman a las que la confianza les hace escribir mejor, y aquellas a las que la desconfianza les hace escribir mejor por caminos indirectos. El asunto es conocerse y tratar de manejar la confianza.

Pero hay algo más. No es lo mismo la confianza que uno tiene mientras escribe que al leer lo que escribió. Hay gente que escribe sabiendo lo que hace, y después se olvida de que sabía lo que hacía. Entonces esa segunda persona procede a reescribir y deshacer las virtudes del escrito. Del mismo modo, los que tienen extra confianza pueden ver un escrito que proveniente de otro no les gustaría y, como saben lo que pensaron mientras lo escribían, ven más lo que querrían que fuera que lo que es.

He sido todas estas personas. Sé que no sólo hay que conocerse a sí mismo, hay que saber qué versión de uno está ocurriendo en cada momento. El cambio puede darse instantáneamente. Lo mejor, si se puede, es controlarlo, y aplicar la personalidad adecuada según el texto. Pero, en algunos casos, es necesario escribir el texto adecuado según la personalidad que uno está teniendo.

Una de las trampas que aparecen cuando uno quiere escribir humor son los sentimientos. Más exactamente, el miedo a ellos. Uno quiere reírse y hacer reír, y cuando se enreda en una historia que puede llevar a otras cosas, se puede ver el coeficiente de risas cada vez más bajo. Entonces puede surgir una tendencia a ignorar todo lo que no lleve directamente a la risa.

Y eso no tiene nada de malo, necesariamente. Si uno quiere hacer eso, y sale bien, puede ser muy satisfactorio. Hay un montón de obras donde los sentimientos molestaría, si estuvieran. Otras donde están y molestan. Y otras donde están y no molestan.

El asunto es no atarse. Esa tendencia a rechazar los sentimientos, o a incluirlos para reírme de ellos, después de un tiempo de escribir regularmente me empezó a molestar. Me pareció que a veces estaba cayendo en la trampa de endurecerme inútilmente.

Empecé entonces a dar un poco de lugar. Salieron textos de una serie que llamé “el rincón sensible”, que al principio iban más para el lado de la parodia del sentimentalismo. Eso es algo en lo que nunca quise caer: la manipulación burda de sentimientos. Era necesario, aunque no lo sabía explícitamente, evitar esa manipulación sin cerrar la puerta a los sentimientos.

Lentamente, empecé a aflojarme. No dejé de buscar el humor, pero fui haciendo más consciente la idea de que estaba bueno agregar ese otro nivel a los cuentos. Y si salía algo no humorístico, pero me gustaba, entonces estaba bien. Empecé a no tener vergüenza de mostrarme cuentos con exploración de sentimientos.

Encontré, también, que al hacer esa exploración el humor no dejaba de surgir. Pasó que empecé a explorar situaciones de formas un poco más naturales, sin forzar premisas y personajes hacia donde me parecía que iba a haber algo gracioso. Y el humor surgía igual de esas situaciones.

Ocurre algo más: cuando el humor sale de situaciones más “naturales”, es otro tipo de risa. No es el inesperadismo, el “mirá lo que se le ocurrió”, aunque puede haber ocurrencias. Está más en los personajes, o en las formas de encarar conflictos. De repente tenía que resolver situaciones de forma orgánica, y sin forzar el humor.

Me pasó en un cuento donde tenía una sola idea inicial: a alguien que está acostumbrado a operar la sortija de la calesita, que tiene que dificultar la obtención de esa sortija, le debe ser difícil repartir volantes. Era un germen, y quería construir un cuento con eso. Entonces me inventé un personaje que tenía una calesita. Recordé mis tiempos de frecuentar calesitas, las observaciones que había hecho en esa época sobre distintas técnicas, y un sujeto en particular que hacía imposible obtener la sortija por más esfuerzo que se hiciera.

Apliqué todo eso al personaje, y para llevarlo a que repartiera volantes, lo puse en dificultades. Ahí la historia me llevaba naturalmente a que se fundiera, perdiera la calesita y pasaran muchas cosas feas. Pero para cuando escribí eso ya estaba ablandado, y me dio ternura que al personaje le pasara eso. Entonces tuve que pensar alguna forma de resolver el asunto, sin recurrir a un “It’s a wonderful life” donde todo el pueblo viniera a apiadarse de él o algo.

Y costó. El cuento tuvo muchos intentos, y hubo varios cambios drásticos en los que unos cuantos párrafos perecieron y fueron reemplazados por otros. Al final quedó El método de la sortija, que aparece al principio de Léame.

La ubicación de ese cuento es intencional. Entre los primeros tres del libro, hay uno de la serie que da título y dos del rincón sensible. El mensaje de esa secuencia es que me ocupé de no caer en la trampa de la insensibilidad, y si bien el libro se presenta como uno donde se juega con ideas y formas, también está permitido involucrarse emocionalmente.

Ayer, 20 de julio, fue otro aniversario de la llegada del hombre a la luna. Es una de las más grandes proezas técnicas que ha realizado la humanidad. Sin embargo, hay alguna gente que tiene ganas de creer que esa proeza técnica no existió, y fue todo una conspiración con fines políticos.

Hay varias observaciones para hacer. Primero, efectivamente, fue una conspiración con fines políticos. Entre los resultados de esa conspiración, estuvo el alunizaje. Eso es indiscutiblemente extraordinario. Si uno quiere discutir los fines políticos que llevaron a eso, es razonable y bienvenido. El problema empieza cuando se decide que está bien dejar de lado la verdad.

Mucha gente que se opone a las políticas de Estados Unidos (algunas de ellas, en realidad, porque han cambiado muchas veces en los últimos cuarenta años) elige el camino corto. El camino largo es explicitar cuáles son las políticas y dónde están los problemas con esas políticas. El corto, en cambio, consiste en atribuir generalizaciones y minimizar logros. Entonces, como la llegada a la luna es algo muy difícil de minimizar, deciden que no existió. Es el mismo razonamiento que hacen los que niegan el Holocausto.

Si uno hace una pequeña búsqueda, hay un montón de argumentos que permiten establecer la veracidad de la llegada a la luna (y la del Holocausto también). Muchos son interesantes, y permiten aprender cosas nuevas. Pero no sirven para convencer a los que están convencidos de que es una conspiración, porque es gente que ha tomado la decisión de renunciar al pensamiento.

Toma entonces pilares axiomáticos, y cuando no sabe qué hacer se aferra a ellos. Nunca los van a poner en duda, y se ocuparán de ofenderse si alguien lo hace. Esto es lo contrario de una actitud racional. Entonces, no se los puede convencer hablando un idioma que ellos se niegan a hablar.

Algunos tratan de ser neutrales. Se ponen en filósofos y expresan que bueno, que en realidad la verdad no se puede comprobar 100%, que lo que importan son las consecuencias sociales, que nunca vamos a estar seguros. Pretenden tender puentes entre lo racional y lo irracional, y creen que lo hacen bien. Y lo único que consiguen, además de mostrar su cobardía intelectual, es pasarse al equipo de los irracionales. Eligen ignorar que si hay dos posiciones enfrentadas, es posible que una tenga razón. La verdad no es un promedio.

Me encantaría poder dar acá una fórmula para lidiar con esa clase de gente. No sé qué es lo que se puede hacer para ayudar a que tomen el camino del pensamiento. Estoy seguro de que muchos son capaces de hacerlo, si tuvieran ganas. Hay gente que aplica pensamiento crítico para todo salvo para algunos temas cercanos a su corazón, que elige no examinar. Y ésos suelen ser los que más necesitan ser examinados.

Lo que hago, entonces, es reírme. Siendo que se comportan de manera ridícula, es algo que sale naturalmente. Y no escondo la risa. Tengo la tal vez inútil esperanza de que alguno se dé cuenta de que hace el ridículo y se ponga a ver por qué. En una de ésas, descubren lo que se están perdiendo.

Primero fui un purista. Pensaba que las traducciones tienen que ser meticulosas. El traductor no debe lucirse, sino (digamos) canalizar una obra que está en un idioma a otro. Tiene que respetarla todo lo posible, y si en el idioma de destino no queda muy bien, es preferible eso a que traduzca algo que no es.

Por esa razón, la traducción de letras de canciones me parecía imposible. Lo mismo otras formas donde lo importante es, justamente, la forma. Con el tiempo, cualquier tipo de traducción que respetara estrictamente al material original me empezó a parecer casi imposible.

Y es que la traducción es imposible. Lo que hace un traductor no es traspasar la obra de un idioma a otro, como si se pasara una canción de sol a re. Es crear una obra nueva, basada en la obra original, con la idea de que transmita lo mismo a otro público. Dentro de lo posible.

Ahí me empecé a aflojar. En una de ésas la mejor manera de traducir algo no es decirlo exactamente como el original lo decía. Entendí que un buen traductor tiene que preservar el mensaje, la esencia o como lo quieran llamar. Para lograrlo, tiene que entender muy bien la obra que está traduciendo, y tener el mayor conocimiento posible de las culturas a las que está intentando unir.

En el caso de una obra con trama, conviene que se mantenga razonablemente cerca de la trama original. A veces es necesario cambiar nombres de personajes, o lugares, para que se entiendan mejor. Conviene hacerlo con ingenio, pero sin competir con el autor original. El lector (o receptor, o lo que sea) tiene que admirar al que escribió la obra, si admira a alguien. Admirar al que la tradujo es algo que viene después.

Entendí entonces que la traducción es una forma de adaptación. Un libro pasa al cine, y ya por eso no es exactamente igual. No es una cuestión de “en el libro uno se imagina las cosas y en el cine no”. Son lenguajes distintos, y hay que interpretar la obra original para que sea eficaz en el otro lenguaje. Así, en el cine se eliminan escenas, o se agregan, o se inventan personajes, o se funden partes, o se cuenta una historia distinta.

En el caso de la adaptación como al cine, muchas veces la gente nota las diferencias y se queja de que no es como la película lo hace ver. Pero sí es. La película es así. Puede estar mal adaptada, o bien. El error es pensar que la película basada en un libro tiene que representar fielmente al libro.

Y sí, estoy de acuerdo. Tiene que representarlo fielmente. Pero, a veces, la fidelidad en la representación requiere cambiar el contenido.

Una de las cosas que me viene pasando últimamente, y no sospechaba, es que cuando algunas personas se enteran de que soy escritor, inmediatamente les viene una timidez. O un miedo. Se intimidan. Lo demuestran y no necesito especularlo, porque me lo dicen.

Es raro, porque soy la misma persona que era antes. Pero de repente alguna gente se intimida. Según me dijeron varios, tienen miedo de que los agarre con faltas de ortografía u otras inelegancias lingüísticas. Porque, bueno, soy escritor. Pero ser escritor no cambia la percepción. Tampoco la personalidad. Las inelegancias que veía antes las sigo viendo, y posiblemente vea algunas ahora que antes no. Pero tampoco estoy todo el tiempo escrutando lo que hacen los otros.

Porque soy un escritor que escribe, no un escrutador que escruta. Ellos, los escrutadores, no necesitan ser escritores, y están muy dispuestos a mirar y señalar los errores de los otros.

Pero tal vez ellos no tengan la autoridad de un escritor. Por mi parte, no siento que tengo autoridad, o no más que cualquiera. Eso no significa, sin embargo, que los demás lo perciban igual. Y creo que entiendo de dónde viene.

Viene de lo mismo que me hacía tener reservas para poder decir que yo era escritor. Me costó mucho decirlo, por una cantidad de razones exploradas aquí. Y sé que a muchos les pasa lo mismo. Ayuda tener un libro publicado para poder decirlo, pero es dar un paso. Hay un imaginario del escritor, que es alguien muy sabio, que tiene una biblioteca llena de libros que leyó y entendió, y se conecta con los espíritus o algo para bajar sabiduría a la palabra.

No pienso que yo sea eso. Pero en algún momento tuve un concepto parecido, y cuando decía no ser escritor me refería a esas cosas. “No, yo me limito a escribir”. Con el tiempo fui sacándome esa idea, y al mismo tiempo valorando más lo que hago. Decidí entonces que no había ninguna razón para no pensarme o llamarme escritor. Y cuando empecé a hacerlo, vi que me gustaba.

Ahora, esa idea (ni siquiera voy a llamarla prejuicio) fue algo que me tuve que sacar, y se me ocurre que mucha gente la tiene. Y cuando se encuentra con “un escritor”, sobre todo cuando no le pasa frecuentemente, de repente piensan que están ante esa persona imaginaria que usa barba, fuma pipa y escribe con dactilógrafo en un oscuro cuarto del piso más alto de su casa art-decó.

Pero no es así. No vivo en el siglo XIX. Estoy acá, y no soy más distinto de los demás que ustedes. Tengan confianza.

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