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Esto es un post que tiene mucho potencial para enojar a aquellos que lo entienden mal. Así que recomiendo entender bien, y no pensar que quiero expresar algo que no digo. ¿OK? Gracias.

Las competencias deportivas, por ejemplo los Juegos Olímpicos que están por empezar, suelen estar segregadas por sexo. Es decir, no hay un campeón olímpico de una disciplina, sino dos: un hombre y una mujer, cada uno ganador de la medalla respectiva. Hay algunos pocos deportes donde compiten juntos, algunos en los que sólo participa un sexo, y otros mixtos, con igual cantidad de hombres y mujeres en el equipo (pasa en el tenis). Pero la norma es que haya competencias separadas.

No es un capricho sexista, sino una adaptación a la realidad: el hombre tiene características fisiológicas distintas a la de la mujer, y como resultado posee más destreza. Se puede ver en los récords mundiales: los tiempos o distancias de los hombres son siempre mucho mejores que los de las mujeres. No significa que todos los hombres corran más rápido que todas las mujeres. Pero sí, a nivel de alta competencia, los mejores hombres les ganan a las mejores mujeres.

No significa, por supuesto, que los hombres sean mejores que las mujeres. Es sólo parte de lo que viene con el sexo de cada uno. La solución de hacer competencias separadas está bien, de otro modo las mujeres no podrían competir.

Ahora, si uno mira las competencias masculinas de atletismo, sobre todo en las de velocidad, rápidamente puede notar que siempre ganan negros. Los de otras razas no suelen llegar a la final de los 100 metros llanos. Ocurre en todas las competencias, en todos los países, en todas las superficies. ¿Por qué se da esta correlación?

Sin conocer en detalle el asunto, he escuchado que hay algunas características fisiológicas que hacen que el biotipo del negro (o persona de color, o afrodescendiente, o como se lo quiera llamar) tenga más facilidad para correr rápido. Es perfectamente razonable que ocurra algo así. Las razas tienen diferencias en distintas cuestiones, en poder bancarse el sol tropical, en resistencia a enfermedades. Podría perfectamente darse que las razones que hicieron que los negros tuvieran piel oscura también los hayan empujado a ser más veloces.

Ahora, ¿por qué, entonces, no hay competencias por raza en los Juegos Olímpicos? Supongo que porque habría acusaciones de racismo. Puede ser que sean ciertas. Habitualmente estas divisiones son artificiales y tienen objetivos contrarios a lo justo.

Sin embargo, supongamos que hay pruebas fehacientes de que los mejores polinesios (o blancos, o asiáticos) no podrán nunca ganarles a los mejores negros. No encuentro razones para no pensar que esté bien dividir la carrera en diferentes razas, y declarar las competencias interraciales como algo inútil.

Ahora, acá nos encontramos con un obstáculo práctico. ¿Cómo diferenciamos un negro de un blanco? ¿Qué pasa con la gente de más de una raza? ¿Dónde correría alguien como Obama? Las divisiones entre las razas no son claras ni objetivas. Entre los sexos, aunque pueden surgir complicaciones, la cosa es más sencilla.

Entonces, para que me parezca bien segregar las carreras tienen que darse dos condiciones:

1) ser verdadera la diferencia entre las razas

2) poder identificar los límites entre las distintas razas

Encuentro mucho más probable al postulado A que al B. Pero, en el muy difícil caso de que se llegaran a dar ambos, la segregación por raza no me parecería más injusta que la existente por sexo.

Esa falta de discontinuidad, la imposibilidad de identificar los límites entre una raza y otra, se hace más fácil cuando las personas de diferentes razas entran en contacto y procrean. El contacto entre personas de diferentes procedencias hace que, con el tiempo, todos seamos más parecidos. Esto dificulta el racismo, no sólo porque es más difícil decir cosas sobre gente de una raza lejana, sino porque, al estar la gente en contacto, se puede dar cuenta de que las diferencias fundamentales no existen, y somos todos mucho más parecidos de lo que creíamos.

Sólo en la alta competencia se podrían apreciar las diferencias (y sólo si el postulado A es verdadero). La alta competencia, al no ser la sociedad, podría establecer categorías su fuera apropiado. Quiero creer que no lo hacen porque no es apropiado, y no para dar un ejemplo a la sociedad. No hace falta tomar ejemplos de esas cosas. El único ejemplo válido es el de la vida. Y si uno convive con gente diferente, va a tener cada vez menos miedo a esa diferencia.

Nunca me pareció razonable estudiar para un examen. Me da la impresión de que es hacer trampa. Si uno presta atención y sigue la materia, debería aprender el contenido. El examen se supone que es para comprobar eso. Sin embargo, está establecido que cuando uno tiene un examen, es necesario estudiar, “prepararlo”.

El mejor final que di en la facultad fue uno en el que había leído durante todo el cuatrimestre los apuntes, sólo por placer. Cuando llegué al final, los sabía. Ayudó que la docente era piola, porque sabía el contenido pero no me había molestado en aprender quién era el autor de cada libro, entonces cuando me preguntaba por ese lado le tenía que preguntar yo a cuál se refería.

Pero son excepciones. Habitualmente, no alcanza. Las materias parecen estar diseñadas para que uno tenga que ponerse a estudiar los contenidos antes de los exámenes. O peor, memorizarlos.

Así, también he dado muchos exámenes de los que cuyo contenido no tengo el menor recuerdo. Eran materias que no me interesaban, o no habían logrado interesarme, entonces la estrategia era saber lo necesario el día del examen, aprobarlo y después olvidar sin peligro esos no conocimientos.

Esto era particularmente frecuente en el secundario. Había materias que eran memorización pura, como biología. Había que saber enzimas y sus funciones. Era aburridísimo. Para cuando hice el último año ya me había dado cuenta de que era más fácil llevarme la materia a diciembre que estar estudiándola todo el año. No lo hice a propósito, pero estaba muy claro: estudiar toda la materia en un día en diciembre era suficiente, y era más agradable que dedicarle muchas más horas de mi vida durante el año, que podía aprovechar mejor usándolas para cosas que me importaran.

(Irónicamente, hoy la biología me encanta y leo un montón al respecto. Resultó que no era lo que me enseñaban en la escuela, sino algo muy interesante. Seguramente con otras materias pasaba lo mismo.)

La situación de estudiar para un examen es algo que está internalizado, que todos parecen hacer. Yo también lo he hecho, ojo, porque tampoco es cuestión de ponerme a decir que soy superdotado o algo. Hay materias que no se pueden aprender sólo con el trabajo durante el período regular, entonces hay que sentarse y estudiar. Pero los alumnos en general estudian para cualquier examen. Por eso tienen pánico a las “pruebas sorpresa”, que se supone que miden su nivel de conocimiento en un momento al azar. Tienen miedo de que ese nivel de conocimiento, al no haber estudiado, sea cero.

De todos modos, la idea de estudiar para un examen tiene sentido. Es un estímulo, sin el que es posible que muchos nunca se molesten en dedicarle nada de tiempo a la materia. En cierto modo, es un medio disfrazado de fin. Así como algunos escritores tenemos que hacernos mecanismos para ponernos a escribir, el examen es el mecanismo institucionalizado para que los alumnos estudien. Por eso se programan con cierta anticipación. Se informa que, para cierta fecha, se espera que determinados conocimientos estén incorporados.

A mí, sin embargo, siempre me pareció que los exámenes deberían ser en principio sorpresa. Porque siempre pensé qeu la idea de una materia era ir aprendiéndola durante su curso, y no está mal fijarse cómo venía la mano. Claro que esto, en la visión general, lo que hace es forzar a estudiar más seguido, y agregar estrés. Pero, en general, si uno presta atención en las clases y tiene una memoria más o menos decente, no tendría que tener problemas para aprobar exámenes sorpresa. Durante los períodos de estudiante este pensamiento no se podía expresar en voz alta. Pero estaba, y aunque no me gustara ser objeto de uno de esos exámenes, me lo bancaba.

Era preferible eso a la interminable ceremonia de las pruebas. El examen sorpresa es como sacarse una curita de una sola vez: duele un poco, pero se sufre menos. Los programados, en cambio, generan situaciones muy molestas, que paso a describir.

Supongamos que hay un recreo antes del examen. Todo el curso pasará ese tiempo repasando, y algunos aprendiendo a último momento lo básico. No tiene nada de malo. Que me parezca mala la idea de estudiar para un examen no implica que esté mal repasar un rato antes para tener frescas las cosas. El tema es que el repaso no se queda en eso. Hay una especie de examen antes del examen, donde los distintos alumnos preguntan las dudas que tienen (preferentemente a alguien que tiene reputación de saber, pero el tiempo disponible hace que sea a cualquiera). Esto ocurre en un clima de nerviosismo general, que es desagradable y contagia aunque uno no haya llegado nervioso. Porque ver, de repente, a todo el curso repasando lo que uno piensa que ya sabe, es un golpe a la seguridad que uno lleva. ¿Qué saben que yo no sé acerca de lo que creo saber? ¿Puede ser que haya cosas que no tuve en cuenta? Entonces, uno pispea las preguntas que se hacen, y encuentra todo tipo de postulados. Algunos se contradicen flagrantemente con lo que uno sabe, y si uno tiene la suficiente seguridad puede estar tranquilo de que es cualquiera.

Ante esta última situación, hay dos caminos posibles. Uno es advertir al equivocado su equivocación. El riesgo acá es pasarse largos minutos tratando de convencerlo de que lo que sabe en realidad es erróneo. Puede venir una discusión, o más dudas de otras personas, porque uno queda en evidencia como “alguien que sabe”. Y si el objetivo es estar tranquilo antes del examen, todo eso es contraproducente, aunque a veces puede venir bien como repaso. El otro camino es irse lejos, ignorar la situación y volver sobre la hora, cuando no hay tiempo para absorber el clima.

Al empezar la hora, llega el docente y el murmullo calla. El alumnado se pone en modo examen, entonces pocos hacen ruido. Los docentes, en general, se toman muy en serio los momentos de examen. Son un momento de solemnidad, en el que son la autoridad suprema, y saben que los alumnos están en sus manos. En realidad, deberían ser los primeros en no tomarse todo ese asunto en serio. Pero venden (o se compran) esa imagen.

El docente dará unas instrucciones y pasa a repartir (o en pocos casos dictar) los exámenes. La clase se divide en distintos temas, distribuidos verticalmente desde los bancos para evitar que la gente se copie del de al lado. En general con dos temas alcanza, pero algunos docentes precavidos usan hasta seis. Luego de entregar las copias, exigirá silencio absoluto. Pero no podrá impedir el aluvión de preguntas que acaece en los primeros minutos. Alguien, invariablemente, preguntará si se puede hacer en lápiz. Otros tendrán dudas de procedimiento, o del puntaje de cada ejercicio, o de redacción. El docente se mostrará cada vez más irritado con las preguntas y, si no las da por terminadas, los alumnos entienden el mensaje de que no se pregunta más, y el silencio se apodera del aula.

El régimen disciplinario, durante el examen, se hace más estricto. Queda levantado el privilegio de ir al baño. El pizarrón se borra, por las dudas de que alguien haya escrito algo en clave. El docente ocupará su tiempo en pedir silencio ante pequeñas voces que puedan escucharse, y vigilar que nadie se copie. Ocasionalmente alguien se acercará al pupitre principal para hacer una pregunta específica, que en general es rechazada.

Después de un tiempo, los alumnos empiezan a entregar. El primero que lo hace es recibido por los demás con una mezcla de incredulidad y admiración. El premio por terminar es salir del aula por el resto de la hora, en una especie de recreo extendido. Pero ese recreo no es tal. Pronto será acompañado por otros ex examinados, que estarán ansiosos por verificar sus respuestas, aunque ya no puedan hacer nada para cambiarlas. Preguntarán entonces qué contestó cada uno, y repetirán las preguntas a todos los que vayan saliendo (la pregunta es precedida por otra sobre qué tema le había tocado, y en caso de ser el mismo se le preguntará lo que contestó).

En algunos minutos se va creando un consenso sobre cuáles eran las respuestas correctas, y en base a eso cada uno podrá calcular más o menos cómo le fue. Es difícil pelear contra el consenso. Si muchos contestan de una manera, se aplica el criterio de la mayoría (el mismo que algunos confunden con la democracia) para determinar la verdad. A los que hayan contestado otras cosas, se les informa que su examen contiene errores.

Para escapar de esta situación, lo único posible es escapar. No estar en el mismo ámbito. Ir a tomar algo, ir al baño, salir de la escuela si es posible. Después de esa situación, sólo queda la ansiedad que se aplica en las clases siguientes, en las que se preguntará al docente, apenas ingresado en el aula, si ya tiene los resultados.

Por alguna razón, he tenido contacto con comunidades de fans. Incluso, he formado parte de ellas. Pero nunca me sentí del todo a gusto. Es una sensación extraña estar con alguien que se define como “fan” de un tercero.

El asunto es que existe la tentación de perder todo atributo crítico. No porque los fans no tengan la capacidad de ser críticos. A veces, incluso, tienen que luchar contra ella. El tema es que empiezan a creer que tienen que aceptar todo lo que hace la persona de quien son fans.

Podemos especular con que eso tiene algún tipo de raíz en que quieren formar parte de una comunidad que se define como fans, entonces no quieren sobresalir ni aparentar ser menos fans que los otros. Qué sé yo, capaz que es cierto, pero no soy sociólogo, entonces no tengo herramientas como para comprobarlos. (Los sociólogos tampoco.)

A mí los que me gusta de algunos miembros de esas comunidades son los gustos compartidos, y la posibilidad de entablecer una charla que vaya más allá de “qué bueno esto” y “qué golazo esto otro”. Me gusta tener desacuerdos, descubrir puntos de vista distintos, hablar de los puntos débiles. La gente que más presta atención a un artista debería ser la que mejor conoce los puntos débiles. Uno puede dejarlos pasar, puede elegir que no le importen o encontrarlos tiernos o algo. Lo que no se puede es ignorarlos, porque eso implicaría perder individualidad innecesariamente.

Hay otros que se van al extremo opuesto. Se enamoran de alguna característica del objeto de su fanatismo, y proceden a declararse traicionados por ese mismo objeto, en sus obras subsecuentes. Entonces protestan sin dejar de consumir, y se convierten en una molestia para todos los demás. Aunque logran, supongo, estar contentos con lo que perciben como su superioridad.

Esto es, entonces, un pedido de que sean razonables. No es necesario seguir a alguien a todas partes, ni defender todo lo que hace. Entusiarmarse con un artista es perfectamente bueno, y no implica ninguna obligación. No hace falta conocer todo lo que hizo. No hace falta difundir sus ideas, ni compartir todos sus valores. No hace falta disfrazarse, ni vigilar que no traicione a la imagen que nos hicimos de él. No hay que suspender el pensamiento crítico. Con disfrutar es suficiente.

Hay gente que no sólo reflexiona, sino que hace reflexiones. Lo creen muy importante, trascendente e inusual. Es como una canalización de entes externos, que reflexionan en el éter. Entonces, cuando una de esas reflexiones llega, ellos tienen el privilegio de hacerla llegar a los otros mortales.

Entonces proclaman: “voy a hacer una reflexión”. Es una manera de demandar silencio. También de pedir atención. Porque las reflexiones son exclusivas. No cualquiera puede hacerlas. Van a compartir su don, y requieren que el momento de hacerlo sea tratado con la importancia que se merece.

No es necesario ponerse de pie. Sólo escuchar. Dejar entrar las palabras, las verdades, que va diciendo el sabio. No dará sólo hechos. Nos hará llegar sus interpretaciones, unirá distintos conceptos que no parecen unidos entre sí. Y lo hará de maneras que nadie había sospechado antes.

Si la reflexión ocurre a fines de octubre, los de la Comisión Nobel se ponen nerviosos.

Durante el transcurso de las palabras, el silencio sólo es interrumpido por ellas. El público escucha. Sólo algunos entienden. Las personas que no sólo prestaron suficiente atención, sino que son lo suficientemente sofisticadas como para comprender (no ya entender) lo que se ha dicho. El reflexionador ayuda, hablando con lentitud.

Así, puede entonar en forma apropiada, dar la importancia merecida a cada palabra. Eso complementará su discurso, y lo hará llegar a más gente.

La persona que reflexiona, cuando se acerca al final, acelera un poco. Después llega a un clímax, y pronuncia una última oración que cierra todo de manera espléndida. La termina sin más palabras, porque ya no es necesario hablar, como esperando un aplauso. Pero el aplauso nunca llega, porque la gente está ocupada comprendiendo. Por eso se produce el más profundo de los silencios.

Mañana, 11 de julio, se cumplen cinco años del día en el que arranqué mi maratónica escritura continua.

Es decir, en algunos momentos paro, no estoy las 24 horas escribiendo. Pero sí escribo algo todos los días, y eso se ha cumplido desde entonces. La regla es que tiene que haber algo terminado (aunque después se modifique, el asunto es cerrar las historias y esas cosas). Esto tiene una serie de ventajas. Por ejemplo, me obliga a escribir cuando tal vez no lo haría. Y además, aunque no esté las 24 horas escribiendo, saber de la obligación de escribir en algún momento hace que esté las 24 horas a la pesca de ideas.

Desde entonces, mi libreta me acompaña a todos lados. Nunca sé cuándo va a aparecer una idea, ni cuáles de las ideas que aparecen van a ser buenas. Hay momentos de fertilidad, donde en pocos minutos sé que tengo gérmenes para una semana de escritura, y momentos en los que no sé qué hacer, entonces tengo que sacar algo de la galera.

Las ideas que acumulo y anoto son útiles para cuando no sé por dónde empezar. Sin embargo, no siempre sirven. Las ideas necesitan ser escritas en momentos adecuados. Se puede forzar la cosa, pero trato de no empujar cuando hay una idea que no tengo ganas. Lo suelo tomar como signo de que la idea no vale la pena, o de que no estoy preparado. Algunas de las mejores cosas que escribí vinieron de ideas que estuvieron ahí durante mucho tiempo, hasta que un día decidí tomarlas. También algunas de las peores. No es un método infalible.

Los días que incluso la bolsa de ideas no aporta nada, es necesario improvisar. Hay un vértigo que mucho no se disfruta, pero vale la pena cuando aparece algo de la nada. Esto ocurre con más frecuencia de lo que podría pensarse, y es uno de los placeres de escribir.

Además de la literatura, salieron también cuentos, posts de blogs, notas periodísticas, que no cuentan para la regla de uno por día. El uno por día tiene que ser algo para mí solo. Y si bien hubo algunos, muy pocos, textos externos que me gustaron lo suficiente como para incorporarlos a “mi canon” (uno es éste), en general van como extras. Este post, por ejemplo, no se incorporará a la lista que, al momento de escribir, tiene 1832 ítems.

Si usted, caro lector, compara la cantidad de días desde el 11 de julio de 2007 hasta el momento, seguramente no le dará la cantidad correcta. Es porque hubo días que escribí más de una cosa. A veces ha ocurrido. Pero no es práctico, porque me conozco, y si me dejo llevar, escribir dos cosas un día tarde o temprano me va a hacer permitirme no escribir nada, “porque total el promedio da”. Y, aparte, así me gasto las ideas. Como la intención es generar disciplina, me puse una regla informal de no hacer más de un escrito por día.

La regla del escrito diario sólo cambia cuando estoy de viaje. Ahí, como son circunstancias extraordinarias y la rutina se altera, me permito un cambio. Puedo no escribir algún día, pero al final del viaje tengo que tener igual cantidad de escritos que los días que viajé. Aprovecho así los momentos ociosos, como micros, aviones, barcos y habitaciones de hotel entre actividades. Y, debo decir, suelen salir cosas cortas.

¿Por qué me hago esas reglas? Porque me conozco. No tienen por qué necesitarlas todos, pero cada uno tiene sus debilidades. Una de las mías es que, si me dejo estar, no hago nada. Así, el ente regulador que tengo en la cabeza me empuja hacia la productividad haciendo lo necesario para que yo escriba. No me impone métodos, formas, duraciones, ni nada. Si el texto que quiero escribir un día es de una línea, vale (casi nunca pasó). Y si es de muchas páginas, vale igual.

Lo que sé es que, si no tuviera esa regla, no habría escrito Léame. Tal vez había otros caminos que llevaban a algo similar, elegí ése. Y como logro hacerlo funcionar, lo sigo sosteniendo con mucha más convicción que al principio.

Respuesta: escribir, escribir, escribir.

Seguir escribiendo lo que venga a la cabeza, palabras, frases coherentes o incoherentes, no importa. El asunto es que la cabeza empiece a rodar. No es que haya que cortar la cabeza. Se trataba de una metáfora. Y una metáfora que no sabía que iba a usar cuando empecé el párrafo. Es prueba de que este método funciona. Apareció algo que segundos antes no estaba.

Otra opción es no escribir nada. Nadie obliga. Pero no es la idea. No escribir nada es lo que ya estábamos consiguiendo cuando no salía ninguna idea. Este método es para cuando uno quiere escribir algo y no sabe qué hacer. Y seguramente no funciona con todas las personas. Pero bueno, tampoco tengo todas las respuestas. Usted pruebe, y fíjese.

Pero le digo que confíe. El asunto está en empezar. No necesariamente va a salir algo de una. Capaz que pasa varios párrafos sin escribir nada decente. Pero confíe. Tarde o temprano va a salir algo. Tiene que estar atento. Leer al mismo tiempo que escribe, y leer lo que está escribiendo. O sea, pensar. Usar la cabeza. Por esa razón no conviene que se la corte.

Hay gente que tiene lo que se llama “writer’s block”, cuand0 un escritor se queda sin ideas. Este método sirve para que se nos ocurra algo. Ahora, lo que se nos ocurre no tiene por qué servir en caso de que lo que tengamos que escribir sea algo específico. En una de ésas lo que aparece no tiene nada que ver. No hay garantías, y en ese caso el bloqueo, para lo que nos importa, continúa.

Pero igual recomiendo el método. Hay que pensar en lo que uno está escribiendo, y también en lo que tiene que escribir. No siempre de la misma manera, y no todo el tiempo. Ir de una cosa a otra, despejarse un poco. Si usted está hace horas mirando la misma imagen, salga un poco. Renueve su repertorio. Elabore otros entornos. Mastique otro aire. Revuelva su cerebro. Así, las ideas se moverán, como los átomos de una nebulosa que ha roto su equilibrio, y tarde o temprano formará nuevos mundos.

Mi contacto con la fiesta de San Fermín es mirar los encierros por televisón. La TV española los pasa en vivo, y esa señal suele ser repetida por Crónica TV. Es a las 3 de la mañana (las 8 en España) del 7 al 13 de julio, todos los años. Todo lo que sé proviene de esas transmisiones. Nunca investigué nada al respecto. Así que mis deducciones pueden ser erróneas. Sepan disculpar.

El encierro es la suelta de toros por las calles de Pamplona. Se arma un circuito que va desde el lugar donde guardan a los toros hasta la plaza donde se hacen las corridas. No sé cuál es el lugar inicial. Cuando la puerta se abre, los toros salen corriendo, y un montón de gente corre con ellos, tratando de evitar dolorosas corneadas. La carrera dura unos pocos minutos.

Pero eso no es lo principal. La transmisión arranca antes. Hay comentaristas y una previa, en la que se especula sobre lo que puede pasar, se habla sobre los distintos toros, hacen entrevistas a distintos personajes, reportan sobre los operativos en los hospitales, se comentan sucesos pasados y se muestran las ceremonias preliminares. Porque el encierro de San Fermín es, por supuesto, una fiesta religiosa.

Hasta donde puedo interpretar, la cosa es así. El tal Fermín es el patrono de Pamplona. La burocracia celestial ha establecido el federalismo, y diferentes santos han tomado para sí jurisdicciones geográficas y de actividad. Así, hay patronos de ciudades, provincias, países y profesiones. Y a San Fermín le tocó Pamplona, o el País Vasco. Algo así. Entonces en su día, 7 de julio, la zona lo celebra.

La idea del encierro me parece que es poner a prueba esa protección, o en su defecto poner a prueba la fe de cada uno. El asunto es que, como San Fermín los protege, pueden salir a correr con el toro, confiando en que no les va a pasar nada.

Para asegurarse de eso, momentos antes del encierro, se organiza una oración. Tiene un cántico fijo, que no me acuerdo bien, pero básicamente pide al santo protección. En la TV se lo transmite completo. Todos los “mozos” (así los llaman los comentaristas) están en la calle, supongo que frente a la iglesia, mirando la estatua del santo. Esa es la manera de rezar a una entidad que no tiene presencia física: fabricar una y rezarle a ésa.

El santo (su estatua) está en un lugar alto, posiblemente la ventana de la iglesia. Por televisión se ve cómo los mozos rezan al santo. Hay un plano general, después uno corto de ellos. Los sigue un plano del santo, inmóvil, escuchando.

Para mí eso es extraordinario. El director juzga apropiado mostrar el santo al que rezan los fieles, aunque no sea el santo de verdad, sino una estatua que lo representa. Esto puede ocurrir porque tiene tan metidos los códigos de la televisión que ni se da cuenta. O tal vez lo hace a propósito. Muestra al santo porque no sólo es su día, sino que, quién sabe, en una de ésas contesta. Mirá si el santo dice algo y justo la cámara está apuntando a otro lado. El director, al elegir esa toma, está dando una enorme muestra de fe.

Luego de ese momento trascendental, es hora de alistarse para el encierro en sí. Los mozos esperan la señal que indica que se ha abierto la puerta. Es un cohete, que puede ser que además de dar la señal sea lo que destraba la puerta, no sé. Cuando aparece el cohete, el encierro está empezando, y los comentaristas callan.

Permanecen en silencio durante toda la duración del encierro, hasta que el toro llega a la plaza. Con un cronómetro en pantalla, se transmiten imágenes de los toros corriendo, con gente adelante y atrás, a veces tratando de cornear a alguien, a veces sólo corriendo. Los mozos que están alrededor no siempre se comportan de manera civilizada. Tampoco parece que se hayan levantado hace unos minutos, siendo que son las 8 de la mañana. Más bien parece que hubieran estado toda la noche tomando. Entonces, algunos de los que corren con el toro muestran no estar en sus cabales.

Una vez que todos los toros llegan a la plaza, el encierro se da por terminado. Es el momento para las consideraciones de los comentaristas. Uno es siempre el mismo, es como el Macaya Márquez de los toros (aunque este año no estuvo, espero que goce de buena salud). Comenta que ha sido un buen encierro, o un encierro rápido, o un encierro tranquilo, o un encierro agitado, según el caso. Pero no le alcanza el tiempo para decir muchas palabras, porque rápidamente llega la repetición.

Ahí el comentarista puede ampliar sus conceptos. Las imágenes vuelven a mostrar lo ocurrido, y se pone especial atención en los momentos donde el toro agarró a alguien, o donde cayó, o donde quedó en una posición incómoda y se recuperó. Ocasionalmente, cuando hay alguien que corre demasiado cerca del toro o intenta provocarlo, el comentarista se indigna y se pregunta cómo alguien puede ser tan irresponsable.

Mientras tanto, los compañeros del comentarista intercalan detalles, como cuántas personas debieron ser atendidas, y cuántas han quedado internadas. También exclamaciones cuando en la pantalla aparecen imágenes dignas de ellas. Pronto la repetición termina, y ya no queda nada que decir hasta la fiesta siguiente. Con esto, la televisación queda completa, y los canales que la retransmiten vuelven a su programación habitual.

Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.

Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.

El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.

Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.

Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.

El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.

Y eso está buenísimo.

Once upon a time, había un grupo en Facebook que se llamaba “es yendo no llendo hijos de puta”. Su espíritu era expresar justo desagrado ante la vista de alguna abominación lingüística. El caso particular del título era apropiado. Mucha gente escribe “llendo”, por ignorancia o porque está tan difundido que creen que es así. Y ver eso genera una sensación fea.

La ortografía tiene su razón de ser. Ayuda a ordenar los pensamientos. Facilita el acceso a otros significados de las palabras, o a su origen. En el caso de palabras compuestas (o que lo han sido) deja ver la conexión inicial, y aunque uno no lo perciba, está transmitiendo mucho más que lo que la palabra significa en este momento.

La gramática también tiene su razón de ser. Es un sistema que ordena las palabras, de manera que su combinación tenga sentido. Los idiomas están armados con gramáticas particulares, que también expresan algo sobre la manera de pensar de quienes los diseñaron y/o los pueblos que los hablan.

Ahora, la ortografía y la gramática no son inmutables. Cambian con los años, las generaciones, los siglos. Palabras que significaban una cosa después significan otra. Palabras que se usaban son reemplazadas. Formas populares dejan de serlo. Eso no tiene nada de malo, simplemente es así. Pero hay gente que piensa que ortografía y gramática son valores supremos, que están por encima de todo y deben ser respetados a rajatabla.

Ellos forman la policía gramatical (propiamente, la policía ortográfica y gramatical). Gente que se dedica a patrullar el Universo en busca de errores, para poder subirse a su pedestal y exclamar “ignorantes”.

El tema es que eso es un aburrimiento supremo. Hay una diferencia entre irritarse al ver bestialidades y ponerse a buscarlas, sobre todo si lo que uno encuentra es que alguien se equivocó en una letra, en lo que podría ser un error de tipeo.

Pero hay algo más. Las faltas de ortografía y gramática también son expresivas. Va más allá de la vida del lenguaje. El uso intencionalmente malo de sus recursos es también una posibilidad creativa. A veces, se está diciendo algo cuando uno comete una falta. Otras veces, uno es un bestia. Existen las dos posibilidades.

Ese grupo de Facebook con el tiempo se llenó de estos policías, y alguien dio la alarma sobre la pobre gramática del nombre. Supongo que habrá habido algún tipo de debate. Actualmente, el nombre del grupo es Es “YENDO”, no “LLENDO”; ¡hijos de puta!

Es decir, agregaron las comillas a las dos palabras en cuestión, las separaron con una coma, y la segunda parte de la oración fue diferenciada de la primera mediante un punto y coma. Además, como esa parte es una exclamación se agregaron los signos de apertura y cierre correspondientes.

Ese nombre expresa la obsesión por las minucias lingüísticas. El otro nombre, que sólo se quejaba de una bestialidad común, era mucho más expresivo que el que usa correctamente el lenguaje. La policía gramática le sacó el alma a la frase.

Ahora sólo queda el grupo entiendanló es YENDO no LLENDO! Aunque, viendo los comentarios que están posteados, parece que la policía gramatical ya empezó a operar.

Puede ser extraño que esta advertencia la haga alguien que escribió un libro que se llama Léame y no para de romper la cuarta pared. Pero, por otro lado, yo sé lo que les digo. Que un texto se refiera a sí mismo es un arma peligrosa, y por lo tanto hay que manejarla con cuidado.

Hay distintos tipos de recursos meta. Algunos son efectivos. Suelen ser los que ponen en tela de juici0 a su propio texto, y posiblemente también a sí mismos. Generan una complicidad con el lector, se anticipan a lo que están pensando, a sus quejas, y muestran que el autor está activo, pensando en el que va a leer y tratando de sorprenderlo.

Esto se puede lograr sin necesidad de ser explícito. No hace falta decirle al lector “yo, autor, me doy cuenta de que usted está leyendo y está pensando tal y tal cosa, entonces le respondo esto” (aunque es válido). A veces las acciones mismas del texto tienen el meta incorporado. Y no sólo generan complicidad con el lector, sino que además de ponerse en evidencia, hacen lo mismo con los preconceptos o las estructuras que el lector puede tener. Rompe eso, y al hacerlo el texto se convierte en efectivo.

Lo que hay que buscar, sobre todo, es que el momento meta venga con cierta naturalidad. Que no esté completamente descolgado de su contexto. Eso lo hace más notorio, y puede predisponer mal al lector. El meta tiene que ser compatible con el tono general del texto. No conviene hacerlo porque sí, porque pintó un meta. Tiene que estar acorde con lo que el texto quiere decir, formar parte de ese mensaje, si es que el texto tiene algún mensaje.

Para ejemplos, basta mirar las primeras seis o siete temporadas de los Simpsons. Ahí integraban muy bien lo meta, porque era una serie que se trataba principalmente de la vida vista a través de la televisión. Entonces podían referirse al hecho de que era televisión, y animación.

El meta en los Simpsons tiene convicción de lo que se está diciendo, y de su razón de ser. Está cuestionando una serie de órdenes: lo que se supone que tiene que ser la televisión, la estructura del humor, los ritmos que el espectador tiene incorporados. Cuando se juega con todo eso y encima se le agrega ingenio, el resultado es digno de ser visto.

¿Cómo es, entonces, un mal meta? Puede ser uno demasiado abrupto, o uno que asuma que logró una complicidad que no está. En esos casos, los meta hacen ruido, y sacan al lector no sólo de donde uno lo quería sacar, sino también de donde lo quería poner. Es probable que el límite exacto dependa de las obras y también de los lectores.

Otro mal meta es el que viene de la inseguridad. Los que dicen “sabemos que esto que hacemos es malo, pero te lo decimos, y por eso es bueno” (o “yo soy jodedor porque digo que soy a pesar de no serlo y por eso lo soy”). Es un recurso muy utilizado por las temporadas de doble dígito de los Simpsons, y el contraste entre ambas etapas de la serie es notorio. Ese meta es un recurso algo desesperado, y se nota. Encima, como está muy usado, ni siquiera es novedoso. Es preferible prescindir completamente.

Bien usado, el meta es un recurso muy poderoso. No voy a decir que yo lo uso bien y otros mal. Puede que me equivoque en las dosis, y sé que alguna vez lo he hecho. Y cuando veo esas ocasiones en las que lo hice (que no forman parte del libro), me doy cuenta del riesgo que uno corre cuando pretende manejar el meta sin saber lo que hace.

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