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No me gusta escribir sobre actualidad. El problema que tiene la actualidad es que muy pronto deja de ser actual. Rápidamente lo escrito es obsoleto. Si escribo un cuento sobre alguna medida que toma algún gobierno en algún momento, puede estar muy bien pero no va a tener mucha vigencia.

Sin embargo, los acontecimientos públicos pueden ser fuente de buenas ideas. ¿Cómo usarlas sin que pierdan vigencia? Simple: hay que tratar de ir a lo permanente. Concentrarse en los ciclos, las cosas que se repiten en distintas épocas. No hago nombres, sino que uso personajes genéricos y me concentro en lo que hacen. No satirizo a cierta gente, satirizo ideas.

Los que sí nombro son figuras históricas, como Domingo Faustino Sarmiento. Pero los cuentos en los que aparece (uno de ellos está en Léame) no tienen nada que ver con la política. No buscan una valoración positiva, negativa ni neutral del autor de Recuerdos de provincia. Simplemente lo usan como personaje.

La serie de hondo contenido social, entonces, habla más de cómo funciona la sociedad que de sus líderes. Cuando en Plan Pepsi el gobierno decide basar la economía en la burbujeante bebida de extractos vegetales, lo importante son las maneras de pensar, los razonamientos que son necesarios para que ocurra lo que ocurre. No quién los hace, ni a quién se parecen.

Cuando el autor reflexiona sobre las implicancias sociales de las costumbres de la gente en las escaleras mecánicas, en Un paso hacia adelante, no aparece necesariamente de la opinión del autor. El juego es la cadena de razonamientos.

Los dueños de una cadena que ofrece franquicias, en Alquiler de opiniones, no se parecen a nadie específico. No se trata de una denuncia sobre cierta gente. Es un texto sobre determinadas prácticas, y quien las lleve a cabo será a su turno objeto del texto. Ése es uno de los textos más antiguos de Léame, y las circunstancias sociales en las que fue escrito cambiaron desde entonces. Pero no ha perdido vigencia, precisamente por la vaguedad de los protagonistas. Leído ahora, es posible que alguna gente crea que estoy hablando de determinados actores sociales y otra gente crea que estoy hablando de los opuestos. Idealmente, se generaría una reflexión acerca de las costumbres sin importar quién las practique, ni si el que lo hace comparte nuestras ideas o nuestros enemigos.

En distintas partes de Léame hay cosas que se pueden interpretar como crítica social. Pero que se pueda llegar a una conclusión no significa que el autor esté a favor o en contra de ciertas ideas. El libro no es un catálogo de las opinones del autor. Y este autor opina que eso sería aburridísimo.

Se recomienda leer lo que sigue con la voz de Ernesto Frith.

Para facilitar la lectura, Léame se presenta en formato de códice. Este método de encuadernación, que tiene su origen en el medioevo, permite cambiar de página con una simple operación. El lector sólo debe arrastrar con uno o más dedos la hoja que contiene la página que acaba de terminar, y del otro lado se revelará la siguiente.

Las páginas están posicionadas en orden ascendente. Un sistema de números arábigos facilita la identificación de cada una, sin necesidad de espiar el contenido. Un número único se asigna a cada página. Estos números, gracias a su correlatividad, proveen información acerca de cuánto se ha avanzado en la lectura al llegar hasta él.

La cubierta, o tapa, posee como complemento una tapa inversa al final del libro, la contratapa. Comparten el color, de manera que el libro se puede identificar aun cuando no se ve el título. El distintivo color carmín está pensado para que no se confunda con el fondo, y así el libro se pueda diferenciar de la mesa donde está apoyado. Ambas cubiertas contienen solapas que pueden ser utilizadas como señalador. En caso de interrumpir la lectura, se podrá saber dónde estaba.

Se ha escogido para el texto interior un tipo de letra serif, de un color muy contrastante. El negro de la letra se destaca contra el casi blanco de la hoja, para producir una lectura natural. Las letras están colocadas sucesivamente, formando palabras que son separadas por espacios en blanco. Ocasionalmente, una marca de puntuación indica una pausa o cambio de entonación.

El peso del libro es adecuado para ser tomado por un Homo sapiens con una mano. Las hojas están unidas entre sí mediante un moderno sistema de encuadernación con hilos y pegamento, que impide que se separen. De esta forma, el lector no tendrá que preocuparse por una posible alteración del orden o pérdida de hojas.

A pesar de la dimensión del libro, 20 centímetros de alto por 14 de largo, el texto no se extiende en todo el espacio disponible. Una elegante zona blanca, llamada margen, lo rodea. Se forma un efecto de marco, que otorga al texto un lugar determinado. Es el espacio que puede ser aprovechado por el lector para hacer anotaciones, marcar con un lápiz una sección particularmente destacable, y terminar así de hacer suyo el libro.

Existen ciertos vicios que he decidido no tener. Hay otros que tengo, y cuando los descubro trato de sacármelos (salvo que me gusten, en cuyo caso espero a que me dejen de gustar). Ciertos giros idiomáticos legítimos, que otra gente usa, no son de mi agrado y trato de evitarlos. Repasaré algunos.

Hablar por escrito: más allá de los relatores de fútbol, hay escritores que intentan que sus palabras actúen, tengan expresividad. Entonces escriben que algo les gustó totaaaaaalmente. Enfatizan una letra, como si fuera un discurso hablado. O agregan signos de admiración, para comunicar que la frase entre signos tiene especial énfasis. Si bien no me opongo a escribir en registro oral, estos recursos son muy abusados, y habitualmente los evito. Aunque a veces los uso, Y cuando lo hago, suele haber una buena razón.

Palabras prohibidas: hay algunos vocablos que me irritan, como “típico”. Si se está describiendo, por ejemplo, un vestido típico de alguna parte no es problema. El asunto es cuando se está hablando de un personaje genérico, y el narrador dice “el típico pasajero de colectivo que habla fuerte por celular” o algo así. Prefiero describir la escena, sin contar con un falso sentido de complicidad con el público. Ese personaje hoy puede ser típico, pero en algunos años posiblemente desaparezca, y un lector futuro no sabrá de qué se está hablando. En cambio, si se lo describimos tal vez tampoco, pero tendrá alguna chance.

Mecanismos de prevención de repeticiones: repetir la misma palabra muy cerca es escribir mal, según algunos autores. Ciertamente trato de no repetir, aunque ése es un vicio que suelo tener, y las repeticiones se eliminan en revisiones posteriores. Lo que no hago es usar frases como “el mismo”, “el anterior”, “éste” o “ídem”. A veces me permito un “este último”, pero nada más. En ocasiones, la redacción me lleva a tener que elegir uno de estos mecanismos, o sucumbir a la repetición. Lo que hago en esos casos es cambiar la redacción, escribir de otra manera lo que quería decir. Así quedará menos forzado, y de paso me doy la oportunidad de pensar una forma más creativa.

Abuso de los paréntesis: solía tener este vicio. Los chistes estaban muchas veces entre paréntesis. Llegó un momento en que me cansó. Parecía una respuesta a mí mismo, algo que no estaría mal si fuera buscado. Así que decidí usar los paréntesis para su propósito primario, o sea el que me enseñaron en la escuela primaria (lo que está después de la coma en otra época hubiera estado entre paréntesis). Ese propósito es aclarar algo que pueda ser confuso, o dar un dato adicional no esencial (como ocurre con el paréntesis de la frase anterior, o incluso con éste). Lo bueno es que nunca tuve el vicio de algunos autores, de hacer paréntesis larguísimos, de más de una página, en la que uno se pierde y no sabe qué se está diciendo. Y sufre al pensar que si lo accesorio dura tanto, lo principal debe ser mucho más largo.

Rimas: muchas veces quedan frases que riman en forma no intencional, y es posible que en Léame se haya colado alguna. Hay que recurrir a sinónimos o modificar redacciones para corregir las rimas que suelen quedarme cuando escribo la primera versión de algo (aunque me está pasando un poco menos con la práctica). El problema es que a veces puse un sinónimo para evitar rimar, y cuando me rima después, lo reemplazo con su sinónimo, que puede ser la palabra que evité usar la primera vez. Ahí aparece una nueva, y se produce una concatenación que puede tender al infinito.

Con el paso del tiempo me voy sacando los vicios, y por eso escribo mejor. Tarde o temprano llegará, por fin, después de tanta búsqueda, la perfección.

Cuando uno escribe, quiera o no, está creando un universo. No un universo físico, uno no tiene que sentirse deidad por escribir, pero sí un universo conceptual, o literario. Pueden ser tantos universos como textos se creen, o uno solo en el que todos ocurran. Muchas veces la cantidad está en el medio, porque hay textos que se sitúan en el mismo universo (si eso es posible).

Lo bueno de crear universos literarios es que las reglas las pone uno. El autor decide qué elementos del “mundo real” ingresan y cuáles se quedan afuera. También crea comportamientos, ciclos, costumbres. No siempre se da cuenta de lo que hace. Nadie se pone a decir “voy a crear un universo donde todas las cosas se caigan para arriba”. Tomar conciencia, sin embargo, es liberador.

Hay gente que necesita escribir de manera realista. Pretende situar sus escritos en el universo real, en el mundo en el que vive. Pero siempre está creando otro. Por más realidad que le ponga, al escribirlo se está convirtiendo en algo distinto. Entonces hay que dejar de pensar en lo que existe para ver qué es lo mejor para el texto. Muchas veces son cosas opuestas.

Un cuento no es una certificación por escribano de que algo ocurrió. Por más que los hechos narrados hayan ocurrido de verdad. Si la historia no funciona bien, no es culpa de la historia, es culpa del que la escribió. La frase “basado en un hecho real” no es un argumento a favor, por más que los que hacen pósters de películas piensen que es.

Sin embargo, hay quienes necesitan que lo escrito tenga algún nivel de realidad. “¿Eso te pasó?” preguntan, y se decepcionan cuando se enteran de que es una historia inventada. Hay como una expectativa de que la literatura sea lo mismo que el periodismo. El problema no es tanto que no entienden la naturaleza de la literatura, sino la del periodismo. Nadie, por más buena voluntad que tenga, puede llevar al papel una realidad inalterada. Se puede reproducir fielmente algo, pero siempre hay una adaptación. Lo que pasó y lo que está escrito son cosas distintas. Pero existe mucha gente que no aprecia esa diferencia, y está acostumbrada a que lo que lee se supone que ocurrió.

(Esto va más allá de vicios del periodismo como inventar cosas, tergiversar o cualquier otra deformación. Los que no hacen ficción, pero sí mentira. El principio se aplica también a las personas más honestas y capaces.)

Crear universos no tan realistas ayuda a que el lector se quede tranquilo de que no está leyendo algo que pasó (muchos, igual, quieren encontrar el origen en algo que sí). No tiene por qué ser así. No sé por qué es menos gratificante para algunos que un escrito haya salido de la imaginación de alguien en lugar de un hecho concreto. Pero parece que es así.

Léame no se propone situarse en el universo que nosotros habitamos. Si usted, afecto lector, encuentra que algún principio se aplica en su universo, todo bien. Si no, no es menos válido.


Disney On Ice

Atención: conviene leer lo siguiente luego de leer el cuento Walt Disney descongelado, perteneciente a Léame. Este texto arruina el final.

El rey de los antropomorfismos, Walt Disney, no está congelado en una cámara criogénica esperando que la ciencia encuentre una cura para su enfermedad. Sin embargo, existe la leyenda de que el bueno de Walt arregló para que se hiciera algo así. Es probable que sea por su afición a las innovaciones tecnológicas, y a lo grandioso y memorable. Ayuda también cierta actitud desafiante que se muestra en la siguiente cita que hizo a la revista de National Geographic en 1963:

—What happens when there is no more Walt Disney?
—I think about that. Every day I’m throwing more responsibility to other men. Every day I’m trying to organize them more strongly. But I’ll probably outlive them all.

(Por cierto, ese número de National Geographic tiene como nota principal a Disneyland, con una historia detallada, acceso tras bambalinas y mapas de la calidad acostumbrada por la benemérita sociedad. La nota es larga, y la leí toda.)

Siempre me atrajo esa historia, del mismo modo que me atraen otras teorías conspirativas delirantes, como el Paul is dead (ahora que lo pienso, la supuesta no muerte de Disney y la supuesta muerte de McCartney ocurrieron en el mismo año). Pero no se me había ocurrido hacer nada al respecto, hasta que oí un tema de Fito Páez titulado Si Disney despertase.

El tema en cuestión tiene una letra que hace difícil saber de qué está hablando. Me pareció una lástima que no se pusiera a especular sobre qué pasaría el día que reanimaran al creador de Saludos Amigos (si no lo hace, no entendí la letra). Tarde o temprano me cayó la ficha: si no lo hizo él, nada me impide hacerlo yo.

Así que ahí había una semilla: Disney revivido. Pero, ¿qué pasa después? No se me ocurría nada. Pasaron varios días, y la idea seguía dando vueltas en mi cabeza. Sabía que tenía potencial, era cuestión de encontrarle la vuelta. Hasta que un día fui al supermercado. Había mucha gente, la cola de la caja era interminable. Empecé a temer por los congelados. Es sabido que hay un límite de dos horas para que se mantenga el congelamiento. Pasado ese límite, una vez descongelado, no se puede volver a congelar.

Era cuestión de tiempo para que la idea de Disney que daba vueltas en la cabeza se topara con ese concepto supermercantil. Ocurrió en la misma cola. Ahí tenía algo. Un punto de partida y uno de llegada. Disney es descongelado, algo pasa y Disney quiere volver a congelarse, pero como ya fue descongelado no se puede. Eureka.

Decidí que el instinto de Walt lo iba a llevar hacia los climas fríos, a crear parques temáticos en Alaska y esas cosas. Pero necesitaba que se enfermara. Acudí a mis conocimientos de divulgación biológica, y pensé que debía contraer una enfermedad desconocida en su época. Elegí el SARS, entonces tuve que hacerlo pasar por China, y el cuento empezó a ir para cualquier lado. Pero la estructura funcionaba.

Después se lo llevé a Virginia, y fue ella la que dijo “¿por qué no le agarra un golpe de calor?” De repente dio con la clave de los problemas que tenía el cuento. Eliminé todo lo innecesario, y el cuento fluyó mejor. Ahora simplemente Disney es despertado, se va al frío y cuando vuelve a California le agarra un golpe de calor que hace que sea necesario volver a congelarlo. Listo. Sencillo, efectivo y la feliz culminación de un proceso largo.

That is the question

¿Sigo siendo el que escribió Léame? ¿Cuánto tiempo duraré hasta que me convierta en otro? ¿Me arrepentiré alguna vez de la totalidad del contenido?

¿Soy el que escribió todos los cuentos? ¿O fueron todos escritos por un mí diferente? ¿Me reconozco en ellos? ¿Soy capaz de revivirlos a voluntad, de sacarlos de un cajón, sacudirles el polvo y ponérmelos, como si fueran máscaras de mí mismo?

¿Cuántos soy?

¿Cuántos tuve que ser hasta llegar al que soy ahora? ¿Los tendré todavía adentro, como anillos de árbol, como muñecas rusas, como un procedimiento que se llama a sí mismo? ¿Cuántos yo rechacé? ¿Sé sacármelos de encima, o acarrearé con ellos toda la vida? ¿Terminaré sometiéndome a mi voluntad?

¿Me conoceré bien? ¿Llego a conocer a cada instancia de mí antes de que aparezca la siguiente? ¿Operaré en base a lo que era en lugar de lo que soy? ¿No convendrá hacer todo según lo que seré? ¿Qué seré? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo construir un yo mejor a partir del yo actual?

¿Seré moldeable? ¿O seré uno por cada cambio, como las celdas de un dibujo animado? ¿Existirá una versión paralela de mí por cada yo potencial, lista para bajar del estante cuando la vaya a buscar? ¿Me estaré esperando en algún lado?

¿Me reconoceré en Léame dentro de unos años? ¿O reconoceré al que era y ya no soy? Espero que el que seré esté orgulloso del que fui.

Ya es oficialísimo. La presentación de Léame se hará el viernes 16 de diciembre, a las 19, en la sala F del Centro Cultural San Martín. Queda en Sarmiento 1551, Buenos Aires.

Hay algunos detalles que se pueden ir revelando. Léame será presentado por el cineasta Sergio Criscolo. Él contará al público presente lo bueno que es el libro, mientras yo, presente en el escenario, expresaré aprobación y humildad. Está muy claro que no sé qué va a decir, ni lo voy a saber antes de que lo diga. Si no, no tiene gracia.

El evento, cuya entrada es no sólo libre sino también gratuita, incluirá brindis. Acompañaremos con algunas refinadas selecciones de snacks aptos para el verano. Habrá también mucho color.

De ser posible, prepararemos proyecciones con algún tipo de interés, tal vez interactivas. Veremos qué sale, si sale algo. Tal vez el asunto no esté limitado a lecturas.

Como es lógico, los ejemplares de Léame podrán ser adquiridos en el puesto instalado a tal fin. Se ha decidido que los primeros diez vendidos vendrán con premio. ¿Qué premio? Uno muy apropiado, que se revelará durante el transcurso del solemne acto.

No está de más repetir que, además de Léame, se presentarán en la misma velada los libros ranamadre de Nadina Tauhil, cuerpoadentro de Belara Michán y Bengala Hotel de Eugenia Coiro. Será un placer compartir con ellas tan magna ocasión.

Todo esto significa que va a estar bueno. Usted, que está leyendo esto, está invitado a asistir. Nos agradará su presencia, y para ayudarlo a concurrir le repetiremos los datos. ¿Dónde? En la sala F del Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551. ¿Cuándo? El viernes 16 de diciembre a las 19 horas.

Me propongo explicar por qué me interesa hacer humor.

La respuesta corta: no sé.

La larga: todo comenzó hace muchos años, cuando tampoco sabía. Pero me gustaba reírme, y siempre lo buscaba. Entonces el arte o el entretenimiento que consumía era, en general, con fines de hilaridad. Una obra de teatro infantil sin chistes era para mí una pérdida de tiempo.

No entiendo por qué alguien querría otra cosa.

En la época de edades de un dígito, para mí existían dos tipos de personas: los graciosos y los no graciosos. Yo pertenecía a estos últimos. Y un día, hace más de veinte años, decidí cambiarme de bando. Yo iba a ser gracioso. Pero en ese momento no estaba en condiciones. Si no, ya lo sería. Tenía que aprender a ser gracioso. ¿Cómo se aprende eso?

Era necesario un paciente trabajo de observación. ¿Qué diferencia a un ser gracioso de un no gracioso? Por otro lado, ¿cómo crear gracia? Tenía miedo de que no se pudiera inventar, que se naciera gracioso y no hubiera forma de cambiar esa condición. Que algún destino genético me llevara a ser sólo receptor de chistes, no emisor.

Decidí que debía practicar. No sabía cómo hacían los demás, posiblemente nunca se lo hubieran planteado, simplemente eran graciosos. Podía ser. A mí no me quedaba otra que el ensayo y error, por lo menos hasta que se me ocurriera algún otro método. No iba a dar resultado inmediato, pero podía funcionar.

Así que, de un día para el otro, decidí ponerme a hacer chistes. Algunos los pensaba, decía pocos. Sólo pronunciaba los que pasaban mi filtro. “Esto es gracioso, esto no es gracioso”. Rápidamente me di cuenta de que no había fórmulas. Lo gracioso cambiaba con las circunstancias, y algo que antes lo era después podía dejar de serlo.

Después me interesé por un montón de cosas, pero nunca perdí el objetivo de ser gracioso. Por más serio que sea lo que haga, busco agregarle algo de risa. Busco los vericuetos donde pueda esconderse algo divertido, aunque sea que me haga reír a mí solo.

Durante mucho tiempo mis escritos tuvieron un objetivo humorístico. Hace poco empecé a abrirme a otras cosas, más serias. Me tuve que dar cuenta de que el humor no es lo único posible. Este año escribí cosas (que no están en Léame) más internas, más íntimas o algo. No tienen por qué ser graciosas. Pero encuentro que muy seguido brota en ellas alguna gracia. Y a menos que arruine todo, la conservo. La vida siempre tiene que tener humor.

Léame contiene numerosas intertextualidades. Esto es, elementos de otros textos que aparecen incorporados en los propios. Existen algunos peligros cuando se usa este recurso.

El más importante es que la intertextualidad no se acabe en eso. Tiene que ayudar a decir lo que uno quiere decir. No vale la pena hacerla porque sí. Es un medio, no un fin.

¿Cómo reconocer una intertextualidad bien hecha? Tiene que fluir sin problemas con el resto del material. Aquellos que conocen el texto que se está citando reconocerán lo que se cita, y a los demás no les hará ruido. Es decir, la cita parece parte del texto y no llama la atención sobre sí misma.

acá está bien hecho, el jugo es un elemento que viene de otro lado, y está integrado a la acción sin molestar

Puede construirse el texto de forma tal que se llegue a la intertextualidad, porque hay ganas de incluirla. Está bien, fenómeno, salvo que puede ocurrir que el texto vaya en otra dirección, y la cita resulte innecesaria.

En consecuencia, hacer todo lo contrario es poco aconsejable. Si de repente irrumpe otro texto en el medio del propio, va a ser difícil volver. Va a sacar al lector de lo que está leyendo y lo va a llevar hacia otro lado. Puede hacer olvidar de dónde se venía. Termina siendo Family Guy.

Todos los elementos de un texto deben ganarse su lugar, no sólo las intertextualidades. Pasa seguido que aparecen cosas que se salen de registro, o que pertenecen a concepciones obsoletas sobre de qué se trata cada texto. Es necesario podarlas, y lo que quede será mejor que lo que había.

Hay cierto estereotipo de que los escritores son seres poco sociales. Que escriben solos, para ahuyentar sus demonios, para evitar suicidarse durante un rato, o algo así. Como todas estas cosas, ese concepto es como mínimo exagerado. Está lleno de escritores que tienen gran predisposición social. Shakespeare, por ejemplo, según algunas teorías era en sí mismo mucha gente. Y podemos decir que sacar un libro es una manera de comunicarse con los demás. Si no, es inútil publicar.

En mi caso, no soy la persona más social del mundo. Tampoco la menos. Mi sociabilidad viene en aumento, y desde que escribo regularmente no para de mejorar. Lo que cambia con más dificultad es el concepto que tengo, según el cual no sé relacionarme con los demás. Que aparentemente es falso.

Digo todo esto para hablar de un hecho posiblemente curioso: la escasa cantidad de diálogos en Léame. Creo que sólo dos cuentos tienen secciones de diálogo, en los que dos o más personajes se dicen cosas sin intervención del narrador.

La tendencia natural que me di cuenta que tengo es no poner diálogos. Puede pasar que cite conversaciones en la prosa, y a veces me agarro escribiendo “A le dijo esto a B, y B contestó esto otro, a lo que A replicó tal otra cosa, entonces B dijo algo más”. En general cuando me agarro haciendo esto me freno y reescribo.

Pero pocas veces doy enter y aprieto alt+0151 para poner la primera raya de diálogo. Es como una especie de acontecimiento. Una interrupción en la escritura, una responsabilidad de que ese segmento valga la pena. Y hay un miedo: que todos los personajes hablen con el mismo estilo con el que escribo. Los que leen los diálogos que hago me aseguran que eso no pasa, pero no impiden que tenga miedo a que pase.

No sorprende entonces que los dos cuentos con varias secciones de diálogo sean los que tienen forma más clásica. El resto no digo que los esquiva, sino que no los tiene. Muchas veces esto es porque hay un solo personaje, o no hay personajes, entonces no hay posibilidad de diálogo. Otras veces alguno de los personajes es inanimado, y si se pone a hablar cambia drásticamente el registro.

En varias ocasiones, sin embargo, hay personajes, y lo que dicen no pasa de alguna cita esporádica entre comillas durante el texto. En general es porque no se me ocurre hacerlo, probablemente porque tengo algún tipo de historia que estoy escribiendo, y los diálogos no suelen avanzar demasiado. Voy a la acción. Pasó esto, pasó esto otro y después pasó otra cosa. Podría haber acción a través del diálogo, aunque sería más indirecto.

En los últimos tiempos estoy tratando de sacarme el supuesto miedo a los diálogos. Para eso me fuerzo a hacerlos. Hice, entre otros, un diálogo con mí mismo en el que me pregunto por qué demonios nunca escribi diálogos.

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