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Si no me equivoco, Léame no contiene “malas palabras”. Pero no se confunda, amigo lector. Podría pensarse que la ausencia de esos vocablos es una forma de respeto al público. Que elijo el camino sano, la prístina pureza de la transparencia. Quiero dejar claro que no es así.

Que no haya malas palabras es un accidente. Estuvieron a punto de estar. Había un texto que directamente insultaba al lector, hasta que llegamos a la conclusión de que no era una buena idea estar insultando al lector. Puede provocar que quiera dejar de serlo. Y eso no es bueno. Porque puede ser que ocurra después de que compre el libro, pero el libro no se llama Cómpreme, se llama Léame. Entonces no pongamos trabas en esa lectura. Ese texto fue retrabajado, y cambió hasta el título. Ahora se llama Seamos buenos.

Algunos pueden pensar que todo esto es verso y la razón del vocabulario limpio es que no me animo a escribir malas palabras. Mierda. Así de fácil es refutarlo. Puta. Culo. Claro que me animo. Me animo y es más, el resto de este párrafo va a contener sólo palabrotas. Carajo. Forro. Pelotudo. Cagar.

Las malas palabras tienen su lugar, y no me hubiera molestado que Léame incluyera alguna. Pero tampoco voy a ponerlas sólo por ponerlas. No da. La última fue extirpada en la revisión final. Uno de los cuentos contenía una referencia a un momento clásico del cine argentino, que ocurre en una película que no vi. Es el señor H. Alterio gritando “la puta que vale la pena estar vivo”. En una de las correcciones estimamos divertido que un personaje dijera eso en un momento de contemplación cósmica o algo. Pero en la última lectura me ocurrieron dos cosas.

La primera fue que no me terminaba de convencer ese pasaje. La segunda es que era consciente de que ésa era la única palabrota de todo el libro (ya la aparición de “mierda” había sido reemplazada por “porquería”, que a mi juicio suena mejor y es poco valorada). La aparición de “puta” rompía el invicto insultatorio del libro. Me pareció que valía la pena tener una buena razón para incluirla. Y juzgué que esa referencia no era razón suficiente. Así que toda la frase fue extirpada, y pienso que el libro es mejor por eso.

Me gusta prestar atención a los detalles. Cuando veo una obra que se desarrolla bien pero no le da importancia a los detalles, tiendo a perder fe en el resto. No significa que todo tiene que ser perfecto. Es sólo que me gustan aquellos que ponen toques de calidad o estilo en sectores donde no todos los verían.

En Léame intenté hacer lo mismo. Para eso, muchos cuentos contienen distintos tipos de guiños, que están para que el lector muy sagaz los descubra. Algunos ya me olvidé cuáles son. En las revisiones finales me gustó encontrar un par que no esperaba.

La clave es que no desentonen. No vale la pena interrumpir el flujo de un cuento para insertar una referencia descolgada a algo. Esto no es Family Guy. Los guiños tienen que fluir orgánicamente, porque los detalles no son más importantes que las tramas. Es necesario respetar a los textos, porque si no, no podré soportarlo cuando los lea en el futuro.

Pero no sólo en los cuentos hay detalles. La idea es que aparezcan en todo el libro. Invadir los sectores no textuales y dejar ahí también una marca. Entonces, por ejemplo, la biografía del autor es otro cuento. Nadie la va a confundir con la biografía de verdad. Y hay otras marcas que usted, estimado lector, podrá descubrir.

Me acuerdo que hace algunos años, cuando tenía un sitio web bastante exitoso, en cada página le agregaba un disclaimer chiquitito del orden de “atención: la leyenda ‘indique su destino al chofer’ sólo se aplica al viaje que está iniciándose”. En cada una era distinto, y crear una página nueva implicaba un disclaimer nuevo. No sabía si alguna vez los había visto alguien. Hasta que me llegó un mail de un pibe que se fascinó lo suficiente como para escribirme. Entonces me sentí bien. Me saqué la camiseta y se la tiré con un guiño, mientras me alejé hacia el vestuario refrescándome con una Coca-Cola bien helada.

Sí, ahí mandé una referencia específica. A veces no lo puedo evitar.

En algún lado de mi cabeza, uno de los objetivos de este blog es prevenir análisis incorrectos sobre Léame.

Sé que es totalmente inútil. Si alguien tiene ganas de interpretar algo que no quiero que se interprete, no lo voy a poder impedir. Es muy fácil inventar sanatas sobre algo que está escrito para hacerle decir cualquier cosa. Es tan fácil que no vale la pena hacerlo, no obstante hay quien lo hace.

Y, aparte, hay un montón de interpretaciones válidas que no son necesariamente las que yo pienso que deben ser. El autor de una obra no tiene por qué saber bien qué es lo que está haciendo. Puedo decir muchas cosas sin darme cuenta. Me ha pasado escribir algo y que sólo una lectura ajena me haya revelado de qué se trataba. Pasó en varios cuentos de Léame, y fue útil para la revisión. Una vez que me doy cuenta de lo que estoy diciendo, es más fácil decirlo claramente.

Pero hay interpretaciones que son posibles y considero erróneas igual. En particular, no tengo ganas de que se asuma que pienso algo sólo porque un cuento lo hace parecer. Por ejemplo, el texto Un paso hacia adelante es un análisis de las conductas de la gente en las escaleras mecánicas. Describe cómo aquellos que van por la izquierda deben avanzar, y los que se quieren quedar quietos deben ir a la derecha. Lo escribí con cuidado, porque hay gente muy dispuesta a interpretar políticamente. Creen que lo que quiero decir es que las izquierdas hacen avanzar a una sociedad, y las derechas la traban. Esa idea puede ser válida o no, pero no tiene por qué desprenderse del texto. Si la costumbre de avanzar en la escalera mecánica se diera del lado derecho, el contexto político no tendría por qué cambiar. Por suerte, quienes han leído el texto me dicen que esa lectura no se desprende. Igual la considero posible, aunque errónea.

Porque, si bien hay muchos análisis válidos posibles que a mí no se me ocurrirían, también hay muchos análisis posibles no válidos. Los argumentos que no se sostienen son mucho más numerosos que los que sí. Es como las mutaciones. La probabilidad es que sean perjudiciales, pero de vez en cuando aparece una beneficiosa y florece en las siguientes generaciones.

Al final del libro, habrá algunas páginas de palabras de Virginia Janza, quien le dirá a usted, querido lector, qué es lo que leyó, por qué es bueno y no sé qué cosas más. Es muy probable que el libro se imprima sin que yo lea ese texto (eso está bueno, me da la posibilidad de tener algo no leído por mí mismo en un libro que escribí). Confío, sin embargo, en lo que pueda decir. Ella ha entendido mejor que yo algunas partes del libro, y es responsable de gran parte de la forma. Pero eso no significa que todo lo que diga sea cierto, ni lo único que se puede decir, ni “la interpretación correcta”. Será sólo una manera de verlo, y seguro que será valiosa.

Por supuesto, todo esto no implica que sea necesario interpretar el libro. El contenido de Léame es claro, apto para una lectura en la que no se perciba más que lo que está escrito. Si a usted le gusta eso, estaré conforme.

Tal vez es porque me gusta el universalismo. Puede ser que sea que estoy acostumbrado a lecturas extranjeras. No sé bien por qué, en muchos casos, soy vago para decir en qué lugar geográfico tiene lugar una historia.

Lo más probable es que la mayoría de los cuentos puede funcionar en cualquier lado, no tengo por qué limitarlos a una locación determinada. No hace falta llevar al lector a una ciudad o país que no sea necesario. Me interesa más la idea. Es una de las ventajas de escribir en lugar de filmar. En ese caso lo necesitaría más seguido, por ejemplo cada vez que hay un exterior, aunque igual pueda dejarlo vago.

Hay varios casos, de todos modos, en los que sí elijo dónde tiene lugar la historia. Algunos coqueríos se desarrollan en lugares apropiados de Estados Unidos. Walt Disney descongelado salta por distintas partes del mundo, pero sus partes más importantes ocurren, como es natural, en Anaheim, California.

Hay un par de cuentos situados en la Inglaterra victoriana, y uno más que tiene una estética similar pero claramente está en otro tiempo, si no en otro lugar. Otro hace una fugaz visita a los confines del Sistema Solar.

También hay un par de cuentos situados en Buenos Aires. En general lo hago por un motivo específico, y por eso detallo las calles donde se desarrolla la acción. Entonces, en El escape (del que se habla en el post anterior), parte de la acción ocurre en un lavadero de la calle Luis María Campos. Me preocupé por poner una esquina donde, al menos en el momento de escribir el cuento, existía un lavadero.

Mar de gente transcurre en la calle Florida. Durante un tiempo tuvo varias referencias específicas a esquinas. El cuento arrancaba en Avenida de Mayo y terminaba en Córdoba, con un paso por el subte B a la altura de Corrientes. Pero fue reescrito, porque se determinó que era innecesario todo eso, y lo único que hacía falta era la calle Florida, que ahora está presente en todo su esplendor.

El camión de los centauros, por otro lado, transcurre en una ruta. Hay una específica que me imaginé, pero no tiene importancia. Puede ser cualquier ruta en más o menos cualquier parte del mundo. Lo importante es el camión. Y los centauros.

Una de las series representadas en Léame son las Crónicas de Darwin. Se trata de una familia de textos que basan su lógica en el cumplimiento de las reglas de la selección natural.

Existe como resultado de mi afición a leer textos de biología, que paradójicamente (?) contienen una fuerte dosis de darwinismo. A partir de eso, se me ocurren historias ficticias, textos de fauna y flora que aplican esa manera de pensar. Es bastante contagiosa como forma de pensar, probablemente por lo simple y efectiva.

Aparecen ideas como “¿qué pasa si aparece una especie de pájaros que desafinan?” Esto otorga el punto de partida para crear una historia (que no forma parte de Léame). En general los cuentos consisten en la descripción de un animal o planta con una particularidad, y cómo esa particularidad ha sobrevivido o no.

No es la serie más representada en el libro, de todos modos, porque puede volverse algo repetitiva. He encontrado en este caso hacer más variada la muestra, de forma que sea menos predecible para el lector. Porque este autor, querido lector, siempre piensa en usted y está a su servicio.

El caso más notorio de los incluidos en Léame es Planta vegetariana, que cuenta los hábitos de una planta que tiene como principal fuente de alimento las aceitunas. Pero hay otros un poco más escondidos. Hay sardinas es un ejemplo de resistencia a los predadores por medio de los números (es el que viene de un documental de Attenborough).

Hay otro cuento cuya trama evoluciona hacia una crónica de Darwin. Se trata del que tal vez sea el texto menos lineal de todo el libro. Titulado El escape, arranca con la fuga de un rinoceronte del zoológico de Buenos Aires. El unicórnido sale hacia Plaza Italia y toma la avenida Luis María Campos, afortunadamente respetando el sentido de circulación. Va a dar a un lavadero, donde lo alcanzan las distintas personas que lo persiguen. En ese punto la historia se bifurca, aparece el tema recurrente del marketing y se arma una historia que parece de hondo contenido social pero de repente se torna darwiniana. No voy a contar todo el cuento acá. Basta con decir que el título original era El escape de los verdes enzolves.

Cada tanto, me gusta hacer experimentos lingüísticos. Explorar formas, ideas raras, o directamente hacer textos que no sean más que un juego. Pero no soy tan bueno para los juegos de palabras. Me gusta jugar más con las ideas, aunque sea con la forma de las ideas.

Hay autores que tienen métodos, se formulan reglas, por ejemplo “voy a escribir un cuento con todas palabras que empiezan con E”. Así surge el cuento de Leo Maslíah titulado, consecuentemente, E. Un fragmento:

Esteban estaba ensimismado en el estudio. Eduviges entró exaltada.
—¡Estoy enferma!- exclamó.
Efectivamente escupía excrementos.
Esteban, embotado, eludió expedirse. Ella exhortó, enojada.
—¡Escúchame! Estoy experimentado endemoniados espasmos estomacales.

Puedo hacer ejercicios de esta clase. Los he hecho y salieron razonablemente bien. Pero tienen un peligro, que es desviar la atención del lector hacia la vigilancia. ¿Se cumple o no se cumple la regla? Un buen texto de éstos tiene que ser bueno incluso cuando no se conoce la restricción.

A primera vista, lo que me cuesta es juntar una regla con una historia adecuada para esa regla. El asunto es que es al revés. La intención es que la regla haga pensar cosas distintas de las que uno estaba pensando, al poner una restricción. Es un buen método para cuando uno está trabado. Pero encuentro que hace tiempo que no lo uso.

En Léame hay un par de textos experimentales. Uno es radical: la idea es que suene a español sin serlo. Son todas (o casi todas) palabras inventadas. Es un cuento que tiene estructura pero no contenido. Titulado Verleder y Lertena, dice entre otras cosas:

Verleder quinitaba serletando alos saltosos. Nos locía la cortena, igalú a onde.
“Tinte le alguace ombril cune zoldio”, altornetó Lertena. Momentón salite con te. Saltorón loque sango. Ma Verleder quinitaba serletando.
Verleder serletaba, serletaba, serletaba podín sol. Teo condo songue dalte, ve le con por sin tras en.

Algún día me voy a animar a leerlo en público. Sospecho que es mucho más divertido en forma oral que escrita.

El otro experimental se titula Cuando digo quiero decir y es un simple juego de cambios de significado:

Cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir. ¿Quiero decir que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo? Claramente no. Sólo digo que quiero decir quiero decir cuando digo cuando digo. No significa que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo. No. Cuando digo quiero decir quiero decir quiero decir. Y cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir también.
Entonces, cuando digo “cuando digo quiero decir” en realidad quiero decir “quiero decir quiero decir”, en cambio cuando digo “quiero decir” quiero decir sólo eso.

Hace un tiempo este texto fue objeto de otro experimento. Viendo un capítulo de NewsRadio, pensé que podía traducir un cuento a varios idiomas y volverlo al castellano a ver qué quedaba. Pensé un rato y llegué a la conclusión de que este cuento, con las repeticiones, era el mejor candidato. Entonces fui al traductor de Google y lo inserté. Lo traduje al inglés, y el resultado al francés. Lo paseé por veinte idiomas, hasta que lo devolví al castellano.

El resultado final, que no es parte de Léame, me sorprendió más de lo que hubiera pensado. Se ven algunos vestigios de lo que era el texto, pero apareció un nuevo final que le agrega un inesperado toque étnico al asunto.

¿Cómo se diferencian las ideas buenas de las malas? No hay muchas referencias. Muchas ideas parecen buenas y al ejecutarlas resultan problemáticas. El problema puede ser la ejecución, pero eso no ayuda. Del mismo modo, hay en mi experiencia muchas ideas que parecían muy pavotas hasta que me senté a escribirlas, y de ellas salió algo.

Es raro que se me ocurra una historia. En general pienso puntos de partida, que anoto prontamente de una manera que me recuerde el razonamiento que me llevó hasta ahí (si fue un razonamiento lo que me llevó). Puede ser un juego de palabras, un momento, una relación de dos conceptos hasta ese momento separados, una frase que me resulte llamativa sin que sepa por qué, o cualquier otra cosa. A veces anoto frases que me vienen a la cabeza y no entiendo bien, o entiendo pero se me ocurre que encierran algo digno de ser explorado.

Después, cuando llega la hora de escribir, reviso lo que tengo anotado. A veces estoy con ganas de hacer una idea en particular, y en esos casos no necesito revisar nada. La hago directamente. Otras veces no sé y me tengo que forzar a escribir, y tardo un rato en decidirme entre alguna de las ideas disponibles. En general tiendo a hacer primero las que parecen tener más puertas abiertas. Cuando pasan los días, si no aparecen ideas nuevas, van quedando las más crípticas, y me veo obligado a hacer una de ésas.

Pero eso no implica que resulten en un escrito críptico, o inferior. Pasa seguido que las ideas que parecen redondas terminan siendo simplotas. O más obvias. No hay garantías. Cualquier idea puede llevar a algo bueno, y cualquier idea puede llevar a algo pésimo. Hay un componente de suerte, inspiración o lo que sea que permite llegar a algo.

Hay cuentos que se escriben solos. Fluyen naturalmente, y no tengo más que dejarlos. Puede ocurrir que fluyan hacia lugares comunes, y tenga que guiarlos un poco. En ese caso el autor opera como “la mano invisible” y tiene que saber apartarse. Otras veces se requiere una intervención más dura. Explorar, buscar, dar vuelta conceptos, insertar situaciones, forzar. Hay cuentos que piden eso. Es necesario saber reconocerlos.

Aprendí con el tiempo a confiar en mi instinto. Me acuerdo cuando estaba escribiendo un cuento en el que los personaejs se comunicaban con las caras. El chiste estaba en que se decían cosas complejas sin hablar, con sólo poner una cara. Me parecía que lo natural era que terminaran en una situación sexual, pero no tenía ganas de meterme en eso. En su lugar, los hice jugar a las cartas, mientras pensaba que no era muy ingenioso. Pero al rato caí en la cuenta de que en el truco la gente expresa qué cartas tiene con la cara, y eso me trajo una resolución para el cuento. Se llama Comunicación facial, pero no está en Léame. Es bastante viejo, y los cuentos de Léame son mejores. De todos modos, ésa fue la primera vez que uno de mis cuentos se escribió solo, y recuerdo lo contento que quedé.

No me levanto hasta terminar una primera versión. Pero nunca un cuento va a quedar en esa primera versión. O es rarísimo. Siempre hay cosas para corregir. Desde grandes aspectos de la trama, que permitan con un poco más de perspectiva mejorar la historia, hasta detalles que uno puede haber descuidado en el primer intento. Eso también aprendí. Nunca se termina de corregir. Estoy seguro de que cuando Léame esté publicado, voy a ver cosas que escribiría distinto, puntas que no vi, palabras que me arrepiento de haber puesto.

Pero tampoco es cuestión de volverse loco. El libro que está por salir es lo mejor que sé hacer en este momento. Pasó por un montón de revisiones. Después, cuando empiece a tener desacuerdos, no voy a ser la misma persona que hoy. Y voy a estar tranquilo al saber que dí lo mejor de mí.

Cuando estaba escribiendo Gaseoducto, necesitaba una ciudad para ubicar el primer prototipo de una cañería pública que transportara Coca-Cola. Tenía que ser una ciudad de Estados Unidos, más o menos inconspicua pero de un tamaño razonable. No un pueblo de quinientas personas, ni New York.

Por supuesto, hay muchísimas ciudades de esas características en Estados Unidos (exactamente 52.433). Lo que necesitaba, de cualquier modo, no era saber que existen sino el nombre de una. Empecé a buscar maneras de encontrar alguna ciudad. Pensé en buscar listas por población o cosas así. Pero inmediatamente me vino a la cabeza un nombre: Birmingham, Alabama.

¿Por qué apareció ese nombre? No tenía idea. Ni siquiera estaba seguro de que tal ciudad fuera real. Entonces la busqué en Wikipedia. Y vi que en esa ciudad está una de las más grandes y antiguas embotelladoras de Coca-Cola.

El gaseoducto se construyó entonces en Birmingham, Alabama, y así aparecerá en Léame.

El otro día, para la lectura en la Casa de la Misma, una de las consignas era leer un texto de un autor que haya influido en la obra de uno. Eso me obligó a pensar cuáles son mis influencias. Quiénes me formaron como autor.

Una influencia ineludible es Leo Maslíah. Viéndolo y leyéndolo me di cuenta de lo que era la creatividad, de cómo se pueden crear y romper reglas de cualquier manera. En los comienzos de mi escritura trataba de emularlo un poco, pero después me fui alejando de ese estilo, no porque tenga algo de malo sino porque tengo ganas de ser yo. Se puede ver, de todos modos, la influencia en ciertas maneras de encarar ideas. Por ejemplo, el cuento Lo que me costó la fiesta está construido a partir de tomar una frase literalmente y llevar esa literalidad a las mayores consecuencias.

Pero para la lectura, el autor tenía que ser argentino. Y aunque hay varios que admiro, no tenía muchas ganas de decir “hola, mi influencia es Borges”. Primero porque no sé si lo es, y segundo porque no da ser tan poco original. Así que decidí salirme un poco de la literatura y elegí Les Luthiers. Ellos han formado mi sentido del humor, aunque nunca intenté que mis escritos se parecieran a los suyos (sí he metido alguna referencia oscura; por ejemplo el texto El abedul que quería caminar podía haber sido protagonizado por cualquier árbol, pero es un abedul porque ésa era la especie donde la bella y graciosa moza colgaba la ropa). Tomé un texto introductorio poco conocido (quedó afuera del disco), le recorté las referencias a la obra que presenta, la declaré cuento y la leí. ¿Cómo me fue? No sé, porque estoy escribiendo esto antes de la lectura para programarlo.

Mis influencias no son sólo gente que hace humor. Mis lecturas suelen ser en inglés, y suelen estar relacionadas con la ciencia. Gente como Carl Sagan, Stephen Jay Gould y Richard Dawkins siempre está dando vueltas, y seguramente muchas ideas no se me hubieran ocurrido de no haber sido por sus lecturas. Un cuento de Léame en particular, titulado Hay sardinas, sobre los hábitos alimenticios de distintas criaturas del mar, sacó prácticamente todo el argumento de un documental de David Attenborough.

Otro autor que sobrevuela seguido es René Goscinny, que no es sólo el autor de Asterix. Hace un tiempo salió un librito de textos cortos titulado “Del Panteón a Buenos Aires”, que devoré asiduamente. A ese volumen pertenece el texto “Soy un comprendido“, que con mucha elegancia defiende la idea de que un cuento no tiene por qué ser más que lo que está escrito.

Hay muchos más, pero creo que lo que más influyó sobre Léame no es un autor sino un medio: The Onion. Esta publicación muy seguido rebosa de originalidad. El formato de diario le permite impunidad para tratar cualquier tema, y muchas veces lo hace con gran ingenio. Es realmente extraordinario, no he visto nada que se acerque a su nivel. En particular, el libro “Our Dumb Century”, que recopila tapas ficticias de todo el siglo XX, es alucinante en cantidad y calidad de humor.

Releyendo algunos de los libros de The Onion en estos días, me di cuenta de cuánto tiene en común con Léame. Sin que fuera intencional, he incorporado muchos de los temas que trata ese diario, aunque no el tono periodístico. Creo que los elementos de cultura pop que tiene el libro, como los coqueríos, deben su existencia a estar acostumbrado a The Onion.

Léame contiene un número importante de cuentos en los que la Coca-Cola tiene un rol preponderante. Aprovecharé la ocasión para refutar algunas ideas que la presencia de esos cuentos pueden despertar.

Suposición 1: soy fanático de la Coca-Cola. No especialmente. No necesito tener Coca-Cola en la heladera en todo momento. Mi bebida más frecuente es el agua. Y ni siquiera mineral, de la canilla. De cualquier manera, tomo Coca-Cola más o menos frecuentemente. Es rica, no voy a negarlo. Pero no tiene nada de fundamental.

Suposición 2: estoy en contra de la Coca-Cola. Alguna gente considera a la Coca-Cola un símbolo de no sé qué cantidad de calamidades. Piensan que si se deja un diente en un vaso toda la noche, a la mañana no quedará rastro del diente. No soy de ésos. Para mí la Coca-Cola no es un símbolo de nada. Es una oscura bebida con burbujas. Algún publicitario puede pensar que me estoy engañando, que en realidad estoy siguiendo determinada línea que ellos imponen, o algo. Qué sé yo. No estoy adentro de mi cabeza.

Ahora, alguien puede bien objetar. ¿Entonces, si usted es tan indiferente, por qué escribe cuentos sobre la Coca-Cola, eh? Respuesta: porque la idea de la Coca-Cola como pináculo de la civilización o algo así me resulta muy divertida. Me parece muy llamativa la cantidad de publicidad que hay para hacernos enterar de que existe la C0ca-Cola y está disponible en una gran variedad de comercios. He visto gente que trabajaba en publicidad dedicar enormes esfuerzos para que salieran bien todos los detalles de algún comercial. Mientras, yo pensaba “mirá si supieran que la gente compra Coca-Cola igual”.

Puede que esté equivocado. Estoy seguro de que los comerciales tienen su razón de ser. Pero no creo que la ausencia de alguno individualmente resulte en una reducción drástica de las ventas de la compañía.

Todas estas cosas han llevado a distintos cuentos sobre actividades realizadas alrededor de la gaseosa, que llamo “coqueríos”. Ese nombre viene de uno de los cuentos, donde varias calles de la ciudad de Atlanta se cubren de Coca-Cola accidentalmente y aparecen emprendedores para pasear a la gente en góndolas.

Esa clase de historias, que yo sepa, no son a favor ni en contra de la Coca-Cola. Pero no se equivoquen. Yo estoy a favor de la Coca-Cola. No así del fanatismo por ella. Sí estoy en contra de los fanatismos. Probablemente la idea de que alguien sea fanático de la Coca-Cola es divertida por lo absurda, aunque haya quienes lo sean. La Coca-Cola, al contrario de (por ejemplo) algunas religiones, no promete vida eterna. Sí promete sabor dulce, que puede hacer la vida un poco más feliz durante un rato. Y al contrario de la promesa de las religiones, sabemos que ese sabor es verdadero.

Lo que no sabemos es si, como indican algunos estudios, la gente sin exponerse a las marcas no preferiría Pepsi.

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