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El otro día, en la charla en la Universidad de Moreno, me preguntaron qué leía de chico. Vale reiterar y ampliar lo que contesté.

Nunca fui un gran lector. Leía mucho, sí, pero no leía muchas cosas. Todas las semanas leía Billiken, y en general me la devoraba. Pero no leía muchos libros. En general, prefería las obras con ilustraciones.

Al día de hoy, abrir un libro y encontrar grandes bodoques de texto me intimida un poco. La primera vez que abrí un Léame impreso me pasó. Dije, “uy, qué letreroso”. Hubiera estado bueno ponerle ilustraciones, pero no ocurrió por diversos motivos que no se detallarán aquí.

Fui un gran lector de epígrafes. Iba a las fotos y me leía el textito que las acompañaba. Así leí mi primer libro sobre dinosaurios, que felizmente tenía muchas fotos epigrafadas, y también muchos recuadros. Pocas veces me animaba al texto en sí.

También leía cosas como Asterix. Que están buenísimos, pero una voz en mi cabeza todavía me dice “eso no es leer”. Incluso los libros que me daban en la secundaria me costaban. No tenía ganas de leerlos. Algunos me gustaron, de la mayoría me olvidé rápidamente (Crónica de una muerte anunciada es como si no lo hubiera leído). En ciertos casos, aprobar el examen que era sólo una prueba de lectura sin haber leído era la principal diversión de la materia Literatura.

Pasé mucho tiempo leyendo revistas, hasta que me harté. Fue hace relativamente poco cuando decidí que las revistas en general no valen la pena, y ahora si hay mucha gente en la peluquería voy más tarde. Sólo me queda la National Geographic, que no le tiene miedo a la extensión de las notas y suele tener muy buen nivel, además de fotos sensacionales que hacen que los párrafos asusten menos.

Con el tiempo tuve apetito de leer más libros, me empecé a animar con el texto principal. Siempre me sirvió que hubiera divisiones. Tengo que escalar las novelas. Los cuentos, en cambio, son más fáciles. Pero no me gusta que sean muy largos. Todavía miro cuánto falta para terminar la sección que estoy leyendo en este momento. Lo mismo me pasa con las películas, quiero saber cuánto tiempo me queda. Me parece que eso no es un hábito de lectura o consumo, sino una manifestación de ansiedad.

Un poco más grande, empecé a leer libros de no ficción. Arranqué con biografías de músicos, después seguí con libros de Sagan, más tarde me acerqué a los ensayos de Gould.

Y humor. Eso nunca me costó leer. Si un libro tenía perspectivas de hacerme reír, me lo devoraba. “Leí” todos los de Quino, muchas recopilaciones de chistes, algunas cosas de Fontanarrosa (aunque sus cuentos nunca me atrajeron tanto), los tres de Dolina, muchos de Leo Maslíah. Los de The Onion son excelentes, y no me importa que puedan no ser considerados literatura en serio. Our Dumb Century, que recopila tapas apócrifas de diarios del siglo XX, puede ser el libro más divertido que existe.

Hace poco, gracias a la influencia de cierta gente, me acerqué a otras cosas. Descubrí a Cortázar, y encontré con sorpresa que se le habían ocurrido varias ideas que yo ya había escrito. Disfruté mucho a Puig y a Felisberto Hernández. Desde hace poco me estoy animando a leer poesía, algo que nunca se me hubiera ocurrido.

Así que ahora sí se puede decir que soy lector. Todavía siento que leo poco, aunque me la paso leyendo. Complemento con series de televisión, que las hay excelentes, con películas, documentales y lecturas misceláneas en la web. Y de pronto tengo un pedigree de ideas que me envuelve, y alimenta las mías.

Salí del sistema educativo lleno de rencores. Muy pocos eran contra personas específicas. Más bien, el ambiente en su conjunto es lo que encontré perjudicial.

Es fácil saberlo ahora, pero mientras ocurría era una fuente constante de infelicidad, tensión y ansiedad.

El asunto es así. El hombre ha creado una institución, que se llama “escuela”, donde impartir a sus descendientes los conocimientos necesarios para que cada generación esté preparada para reemplazar a las anteriores. Entonces juntan a muchos niños desde una edad muy temprana, y les enseñan algunas cosas básicas: leer, escribir, hacer cuentas, interpretar mapas, hacer germinar porotos, etc.

Es un fin loable, hasta imprescindible. El problema empieza cuando los conocimientos que se imparten no terminan en eso, sino que se decide aprovechar que ya está creada la institución para enseñar otras cosas. Pero eso no sería grave. El asunto es que se enseñan cosas que no necesariamente son ciertas, pero no se enseña a discernir entre lo verdadero y lo falso.

A cierta edad, el Homo sapiens obedece a sus mayores. No importa de qué se trate. En general, los mayores dan consejos útiles, como “no te tires a ese precipicio”, “no comas esos hongos brillantes” o “no aceptes golosinas de extraños”. Sólo en una etapa posterior cada individuo se da cuenta de que lo que le dijeron no era necesariamente cierto. Lo hace mediante la experiencia propia.

Entonces es necesario inculcar temprano las verdades que no necesariamente son. En las escuelas se enseña sin ningún desparpajo, por ejemplo, que las Malvinas son argentinas, sin deslizar la posibilidad de que a) pueda ser falso y b) no sea algo de suprema importancia. Esto queda almacenado, y después es necesario que a uno se le ocurra cuestionarlo.

Al mismo tiempo, las herramientas necesarias para diferenciar entre lo cierto y la mentira están completamente ausentes. Lo que importa es lo que dice el docente, y si se equivoca, tiene razón igual. La escuela es una máquina que durante doce años hace memorizar datos y después verifica que esos datos hayan durado un tiempito en la memoria.

Pero no enseña la relevancia de lo que se memoriza. Ni cómo se ha llegado a eso. Hasta el día de hoy, me acuerdo perfectamente de la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado: ‘cero igual raíz de menos b más menos b cuadrado menos cuatro ac, todo sobre 2a’. Muy lindo choclo. Lo que nunca se les ocurrió mostrar es lo único interesante, que es cómo se llegó a esa fórmula. Alguien la tuvo que descubrir. No bajó Moisés del Sinaí con una tabla que la contenía (y ciertamente no en números arábigos).

Lo que no me enseñaron es a pensar. O a valorar la creatividad. O a crear yo mismo. Hubo, sí, algunas excepciones, que luchaban solitarias contra el monstrui en el que se encontraban. Sólo cuando terminé el secundario, después de un tiempo, me pude dar cuenta de que yo podía hacer cosas que valieran la pena.

Hay un componente mío, porque otra gente no da pelota a lo que le dicen en la escuela y se ponen a hacer lo que tienen ganas. Pero estoy seguro de que había muchos que podían hacer cosas buenísimas, y se vieron apresados por los límites que imponía la escuela.

Existen muchos caminos del pensamiento. La escuela agarra y te muestra unos pocos, sin avisar que existen otros, y mucho menos que se puede descubrir nuevos. En esos caminos, dejan plantadas ideas que persisten, y son aceptadas sin visión crítica, tal vez durante toda la vida.

O sea, se enseñan pensamientos ajenos, sin alimentar los propios. En mi caso, siento que la escuela trató de impedir que yo hiciera lo que estoy haciendo ahora, y que me costó mucho liberarme de los preconceptos que me dejaron. Y eso que trataba de pensar. Podía darme cuenta de que lo de las Malvinas era una idiotez, podía enterarme de que en las clases de Historia trataban de melonearme para que pensara algunas cosas que parece pensar todo el mundo, y para mí nunca se sostuvieron.

La escuela falló en su supuesto objetivo de abrirme las puertas del mundo y exhortar a que lo explorara por mi cuenta, para poder descubrirlo. Tuve que hacerme el camino solo, y sospecho que casi todos tienen que hacer lo mismo. El asunto es que se tienen que dar cuenta, y me parece que a unos cuantos no se les ocurre.

Sólo cuando terminé el secundario redescubrí el placer que me daba aprender.

En los círculos literarios abundan las historias sobre la vida privada de los escritores. Las costumbres que tenían, lo que comían, las obsesiones, la rutina, los métodos que usaron para suicidarse. Esta información sirve de complemento para la literatura que produjeron.

Hay como un hambre de conocer al autor, con la idea de tener un contexto en el que situar la obra. Debo decir que no sé si estoy de acuerdo con esa idea. La obra debería brillar con luz propia, independientemente de quién fue el autor y cuántas veces por día se lavaba los dientes. Un poco de contexto, del orden de “este libro fue escrito en tal año en tal país” está bien.

Pero no sé si es razonable ver las obras a través de los datos biográficos, o ni siquiera, del autor. Lo entiendo en un ámbito académico, en el que se analiza una obra y conviene contar con la mayor cantidad posible de elementos, pero para la lectura “normal” no debería ser necesario ni especialmente útil.

Me parece que está relacionado con lo del post anterior, sobre buscar lo “real”. A ver qué cosas ocurrieron, qué cosas están sacadas de la vida real, cómo se mete la realidad en la literatura. Los pósters de películas basadas en un hecho real destacan ese aspecto, significa que los que hacen marketing suponen que la gente va a tener más ganas de verlas si está ese letrero. No ponen “completamente inventada” en las otras.

Este efecto pasa mucho con los poetas que se suicidan. Su obra pasa a ser una especie de juego de misterio, donde hay que encontrar pistas sobre lo que le pasaba, y guiños hacia el gesto final. En muchos casos es fácil hacerlo. Se me ocurre que debe ser interesante leer a gente como Sylvia Plath sin saber que se suicidó (aunque sospecho que en ese caso el desenlace no será una sorpresa).

No me opongo a conocer al autor. Hay que tener cuidado, sin embargo, de no confundir al autor con la obra.

Ha llegado a mis oídos que hay gente que ha tomado por verdaderos algunos de los cuentos de Léame. Es necesario, entonces, aclarar que son falsos.

Es decir, no son falsos, existen, ahí están. Su contenido, no obstante, no tiene por qué tener relación con cosas que ocurrieron. Los cuentos que hablan en primera persona no describen sucesos que le hayan ocurrido al autor. Sólo son textos escritos con la modalidad de narrador protagonista. Este autor, por ejemplo, nunca vio en la ruta ningún camión repleto de centauros.

Del mismo modo, el cuento que relata la historia del coquero, personaje que hace cincuenta o cien años llevaba todos los días casa por casa la Coca-Cola en sifones contour, es apócrifa. Nunca ocurrió. La Coca-Cola siempre vino en botellas, latas o fuentes de sodas.

Pueden haberse colado, tal vez, eventos verdaderos, descritos a través de palabras. Pero no importa que hayan sido verdaderos. Importa lo que está escrito. Como tal, está armado para tener la mayor efectividad posible. Y siendo que el objetivo está lejos de documentar asuntos verdaderos, la pérdida de esa condición no amedrenta en lo más mínimo.

Esto es importante. Mucha gente intenta escribir cuentos o poemas acerca de cosas que le pasaron, y ponen énfasis en mantener la realidad. Esto va muchas veces en desmedro del texto, que podría ser mucho mejor si se lo dejara ser el texto, en lugar de forzarlo a ser una anécdota. Ni siquiera hace falta dejar de ser fiel al núcleo verdadero, si se lo quiere preservar. Pero los detalles que son necesarios para que algo ocurra en la realidad pueden ser estorbos en la versión escrita.

Es como adaptar un libro a una película. Nunca va a haber una adaptación 100% fiel, porque son medios distintos. Va a haber que eliminar partes, agregar otras, fusionar elementos existentes, cambiar orden de acontecimientos. No se hace por un desprecio al material original. Se hace para fortalecer la obra que se quiere crear. Puede hacerse bien o mal, pero es ridículo aplicar a un medio las limitaciones o características propias de otro.

La realidad tiene límites que la literatura no necesita respetar. Vale la pena aprovecharlo.

Este miércoles, también llamado pasado mañana, estaré leyendo en el Club Cultural Matienzo. Será a las 20, en la calle Matienzo 2424, a escasos metros de la avenida Cabildo y a pocas cuadras del Viaducto Carranza.

Formarán parte Eugenia Coiro, Natalia Monsegur, Karina Macció, Virginia Janza, Nadina Tauhil, Diego Recalde, y Cecilia Maugeri. Se anuncian también invitados especiales.

Este evento será una especie de revancha de lo ocurrido el 1 de febrero en el mismo lugar. En esa oportunidad, preparamos la lectura con mucho entusiasmo, y cuando era la hora de salir para el lugar se largó un tremendo temporal. La lluvia y el viento no nos amedrentaron, sin embargo, y fuimos presurosos hacia allí. Hubo que cambiar el trayecto previsto, porque existía miedo de que se hubiera inundado parte del camino, y se hizo más lento. Entonces varios llegamos tarde.

Algunos de los que leíamos, de todos modos, nunca llegaron. Y lo mismo ocurrió con la mayor parte del público que tenía previsto asistir. La lluvia no es motivo suficiente para no asistir a eventos tan agradables, pero esa vez el temporal era severo. Dejaron de andar varias líneas de subte, y las calles creo que no se anegaron del todo, pero daba toda la impresión de que iba a ocurrir.

Entonces tuvimos una velada íntima, con algunos de los que íbamos a leer y los pocos miembros del públco que habían llegado antes del agua. Fue muy linda, y también muy divertida. Pero pocos pudieron comprobarlo.

Ahora tienen otra oportunidad.

El otro día hice un post donde describía a la lógica imperante en mis textos como una debilidad. Pero capaz que fui algo severo. Escribir con lógica tiene sus ventajas.

Primero, ayuda a ordenar los pensamientos. Como acá, que hay uno que viene primero y cuenta con el ordinal correspondiente. Cuando se cuenta una historia es bueno saber de dónde se parte y adónde se quiere llegar. Conocer los nodos básicos de la trama, y convertir al resto de la escritura en un fill in the blanks.

Claro que esos blanks deben ser filled con algo interesante. Si no, el texto se queda sólo en el esqueleto, y así suele ser muy poco atractivo.

La segunda ventaja es que la lógica permite explorar. Proporciona un camino para indagar las características de una idea, como las consecuencias que puede tener. A través de eso, puede salir una historia. El problema con esto es que si sólo se permite un camino de la lógica, saldrán todos los textos más o menos similares. Pero si se la usa para encontrar caminos y descubrir cuáles son los fructíferos, los resultados pueden ser muy satisfactorios.

La lógica ayuda a explorar también las debilidades de una idea. Cuando algo es absurdo, o semi absurdo, la lógica permite descubrirlo y ponerlo en evidencia. Ese proceso se puede transformar en una historia, o en un texto, gracias a la aplicación de pensamiento sobre algo.

Ese pensamiento lógico, no obstante, servirá más que nada para encontrar los nodos de la historia. Después, para llenar los espacios que quedan vacíos, hará falta imaginación.

Sí, es bueno leer. Está muy bien. Es muy respetable. Abre la cabeza, nos pone en contacto con el mundo, nos hace viajar, nos transmite las ideas de personas que han muerto, nos permite vencer al tiempo. Es maravilloso.

Pero hay que saber qué leer.

Si lo que uno lee es cualquier porquería, todo lo de arriba no se aplica. Hay muchas formas de perder el tiempo leyendo. Muchos libros con los que uno no se cultiva, ni se convierte en una persona mejor, ni aporta nada a su vida, ni se hace más sabio. Varios, incluso pueden hacernos menos sabios.

No voy a ponerme a hacer un catálogo de qué sirve y qué no. Ustedes saben de qué estoy hablando. O ustedes suponen de qué estoy hablando. El asunto es simple: que algo esté en libro, no significa que valga la pena leerlo.

Ojo: hay libros que no valen mucho, pero no son perjudiciales. No estoy hablando de la literatura pasatista, no tiene necesariamente nada de malo. Lo problemático son aquellos libros que se hacen pasar por los buenos, y que si uno no está atento los puede confundir con ellos.

Hay que tener cuidado. Uno puede pensar que está educándose, que está ampliando sus conocimientos, que está sumergiéndose en filosofías, que está llenando sus recovecos mentales con arte. Pero en realidad los llena con yeso, que después se endurece y queda atascado en los pliegues del cerebro.

Es necesario prestar atención. Es bueno leer. Pero a veces es mejor no leer.

El otro día tuve la oportunidad de ir como invitado a una clase en la Universidad de Moreno, con motivo de Léame. Jamás me imaginé que iba a hacer algo así.

Sabía que en la clase conocían Léame, que habían estado viendo algunos de los cuentos. Según los datos que tenía, había sido muy bien recibido, les había gustado lo que habían visto.

Esto me generaba una responsabilidad. Tenía que estar a la altura de las expectativas. Que no se decepcionaran al ver en persona al autor de algo que les gustó. No tenía ganas de dejarles un mal recuerdo. No tenía por qué ocurrir eso, claro, pero yo funciono así. Me preocupo de más.

Para que no fuera una exposición aburrida, con Cecilia, que daba la clase, planeamos hacer como actividad el cuento Camino azaroso. Este cuento tiene dieciocho segmentos que se eligen al azar entre diez posibilidades, por lo tanto tiene un trillón de combinaciones posibles.

Llevé el cuento impreso, con espacios en blanco en las partes variables. Y al principio les pedimos que inventaran ellos lo que faltaba. Tres se animaron a leer lo que escribieron, y salieron cosas muy divertidas. Algunas de las frases que pusieron estaban entre las que había puesto como posibilidad. La mayoría no, y varias fueron desopilantes.

Luego saqué dieciocho bolsitas con las variables originales, e hicimos varias pasadas del texto sorteando cada una. Se fue armando así la historia entre toda la clase, con resultados hilarantes. Lo que tiene ese cuento es que siempre hay posibilidades distintas, combinaciones que no pensé, contrastes que se generan sin haber sido diseñados. Es casi imposible que no pase cuando hay un trillón de configuraciones distintas. Lo bueno también es que mientras más pasadas, más divertido se hace. No sé por qué es, tal vez porque uno está más familiarizado con el esqueleto, o porque va viendo distintas posibilidades.

Después de esto, pasamos al espacio de Q&A, donde me hicieron distintas preguntas sobre la escritura y el libro. Me dieron la oportunidad de hacer una especie de versión en vivo de este blog.

Me trataron con mucho respeto. Fui presentado como “un narrador”. Me hablaban de usted. Y me escuchaban cuando hablaba. Me da satisfacción haber conseguido eso a través de lo que escribo.

Fue una experiencia muy agradable, la disfruté mucho. Si alguno de los que estaban ahí lee esto, sepan que se los agradezco.

Es probable que esto pase en todas las actividades. Muchas veces, cuando alguien me pregunta cuál es mi actividad y les cuento que escribo, ciertas personas no resisten la tentación de ofrecer sugerencias.

Esas personas posiblemente no escriban ni un mail, pero saben cómo hay que hacer para escribir. De dónde hay que sacar las ideas, cómo plantearlas, por dónde empezar, qué hacer para terminar, y qué se hace una vez que un escrito está finalizado.

Saben también qué tengo que leer, qué cosas tengo que saber, qué me sirve, qué no me sirve. Están convencidos de que me dan un aporte fundamental para aprender a hacer la actividad que ya hago. Seguramente piensan que estoy contento de que se hayan cruzado en mi camino. Si no, continuaría en la ignorancia en la que venía hasta el momento.

Además de los métodos, saben mejor que yo los temas que debo tratar. Tiran ideas. Mejor dicho, tiran semi ideas. “Esto es un cuento tuyo”, dicen donde no hay nada. Comparan la producción de uno con los escritores que leyeron, y a partir de ese momento pasan a hablar de ese escritor. Eso les permite decir lo que tenían preparado. Lo adaptan a mí, me quieren hacer creer que están hablando de mí. Yo hago como si no me diera cuenta de que estoy escuchando pensamientos prefabricados.

En general hago eso. Rara vez me pongo a discutir. No suelo decirles “no tenés idea, callate”. Queda feo. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez quede excéntrico. “Mirá cómo son esos escritores”, podrían pensar, “siempre dando la nota”. Pero no pensarán eso. En su lugar, elegirán pensar que no sé cómo hacer lo que hago, y que si los contradigo es prueba de eso.

Hay un solo remedio para esto: hacerme famoso. Conseguir cierto prestigio, de forma tal que estas personas sientan pudor de darme lecciones. En su lugar, seguramente se verán obligados a hacer comentarios. Y algunos, por eso, se molestarán en leer lo que escribo.

Este post tiene el propósito de pulverizar ciertas ideas erróneas sobre lo que se escribe en el blog todo. Es una especie de descargo, un no hagan esto en sus casas, o un las opiniones de este autor pueden no ser verdaderas.

Cuando hablo de escritura, nada de lo que digo está respaldado por teorías literarias. No pertenezco a ninguna corriente teórica, o no me interesa pertenecer. Capaz que pertenezco sin saberlo. Porque no conozco las corrientes teóricas.

Estoy seguro de que muchas de esas corrientes están muy bien, y son muy interesantes. Quién sabe, capaz en algún momento me haré conocedor o haré aportes. No tengo nada contra ellas. Pero no son lo que me propongo hacer acá.

Lo que se describe en este blog son sensaciones, pensamientos, reflexiones sobre la experiencia de escribir (y algunas variaciones sobre otros temas semirrelacionados). Todo esto se hace en carácter personal, y trata de reflejar lo que considero verdadero, lo que aprendí y lo que ocurrió en mi caso, que puede que sirva a los demás.

Pero también puede que no les sirva a todos. Por ahí las cosas que digo se aplican sólo a mí. Eso tampoco tendría nada de malo.

Por otro lado, también es perfectamente posible que lo que digo no sólo sea parte de distintas teorías literarias, o de una sola, sino que no pare de esbozar conceptos que se me ocurrieron sin saber que están estudiados desde hace cientos de años. En ese caso, es probable que hasta tengan nombres. Puede ser que sea muy poco original, y que alguien que estudió y/o sabe de letras se ría de cómo intento adivinar lo que pasó años estudiando.

Son cosas que pasan. Yo mismo me caí muchas veces antes de que alguien me hablara de Newton.

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