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Desde que me largué a escribir cuentos regularmente, tomé la decisión de ser positivo. Es un aspecto no sé si importante, pero constante de mi producción, que tal vez si no se menciona puede ser pasado por alto.

Es muy fácil entrar en la negatividad cuando se hace humor. “Todo sale mal en comedyland“. Se supone que si a los personajes les va mal, o tienen contratiempos, el espectador se divierte. Puedo entender la idea, pero no estoy de acuerdo en que sea una regla infranqueable.

El problema no es ése. Muchos autores se dejan llevar por la onda negativa, y de repente su obra tiene un mensaje muy poco alentador. Es fácil irse al cinismo. Deja un sabor amargo, por más divertido que sea. El otro día en la lectura mencioné esto diciendo “es contraproducente leer un libro muy gracioso que te deja pensando que la vida es una mierda”.

Esto no significa que piense que todo tiene que tener un mensaje optimista, ilusorio, u ofrecer un panorama nuevo para la vida del lector. Para nada. No existe la necesidad de que el lector aprenda algo. Lo que quiero decir es que tampoco existe la necesidad de que el lector se amargue al reírse.

Consciente de ese peligro, decidí darle a los cuentos un tono positivo, mientras no se fuerce la historia. Lo más importante es contar algo coherente. No voy a forzar un final feliz, tampoco lo voy a evitar.

Trato de evitar, por ejemplo, matar a los personajes. Muchos tienen ese vicio. La regla no es “no hay que matar personajes” sino “tiene que haber una buena razón para matar personajes”, en particular protagonistas. La buena razón puede ser de toda índole: que es muy divertido, que es un buen recurso narrativo en ese caso, o lo que sea. Cambia en cada cuento. De esta manera, de paso, evito muchos finales fáciles.

Hay un par de cuentos en Léame en los que el protagonista muere al final. No tengo problema, en todos los casos pienso que se justifica. Y al no abusar de ese recurso, me parece que les da un impacto distinto que si pasara muy seguido.

En El método de la sortija, me pasó que la historia me llevaba naturalmente a que el protagonista quebrara. Pero me dio ternura, no me parecía bien. Me daba la impresión de que si el final era así, por más natural que fuera la historia, el cuento no me iba a gustar. Entonces empecé a pensar maneras de corregirlo. Tuve que remar contra la corriente, y así como lo hice yo, también lo hace el personaje. Finalmente, después de varios intentos logré dar con lo que me parece que era la clave del asunto. Y el cuento quedó mucho más lindo, aunque es posible que se note el esfuerzo.

Muchos comediantes hablan de la importancia de vivir con alegría, de sonreír, etc. No pienso convertirme en un militante de esas cosas. A veces es necesario sentirse mal. Pero sí pienso que lo que uno crea vale más la pena si su existencia hace que el mundo sea algo mejor.

Léame está armado con un orden específico. La intención es que el lector vaya de la página 1 hasta la (alrededor de) 130, y sea una experiencia determinada. Claro que nadie puede impedir que usted, estimado lector, lo agarre por el medio y empiece a leer desde cualquier lado.

Este autor hace lo mismo. Cuando escucha música, en general es con el random puesto. Aunque hay algunos discos que se prestan más que otros a esa práctica. Son los que no forman una historia, o narración, ordenada. Los que son una colección de canciones. Esas colecciones también están diseñadas para maximizar el impacto de cada una, sin que eso excluya que el oyente haga propio el disco.

Como Léame no es una novela, ni hay una progresión especialmente marcada, resiste perfectamente la lectura en random. Ojo: no es la modalidad recomendada. Al hacerlo no se pierde la garantía, sólo porque no hay garantía. El orden está calculado para que el lector se vaya habituando a ritmos, modalidades y temática. Entonces aparecen guiños, sorpresas que el lector ordinal puede aprovechar, que requieren haber leído lo anterior para hacer efecto.

Quien no haya leído lo anterior no debería ser molestado por esos detalles. Simplemente no los apreciara, o se preguntará por qué dice algo así en ese lugar. Porque los cuentos están más o menos unidos. Las distintas series sí están en un orden progresivo (orden+progreso), que no significa que sea el único posible.

Muchos cuentos independientes también están conectados. Se marcan ecos de cuentos anteriores. Reaparecen personajes. Se aprenden lecciones. Esto ocurre en el fondo de la narración, de forma (espero que) imperceptible para el lector casual, pero clara para el lector avezado. Y la mejor manera de percibirlo es, justamente, leyendo en orden.

Con ustedes, la tapa definitiva.

El color es carmín, y/o rojo carmesí eléctrico. Al igual que todos los colores, cada monitor lo muestra a su manera. Según el ángulo en el que lo miro, a veces es rojo, a veces es rosa. Pero impresa, impresa es otra cosa.

La presentación de Léame, está casi confirmado, será el viernes 16 de diciembre. No será el único libro que se presente ese día. Viajera edita cuatro títulos. Uno de ellos es ranamadre, de mi amiga Nadina Tauhil.

Nadina, poeta ella, no pone mayúscula en el título. Así que se lo respetaré. ranamadre es su primer libro, una colección de poemas de distintas series. Dejemos que ella nos diga algo al respecto:

Si bien ranamadre es un libro de poemas creo que, por sobre todas las cosas, cuenta una historia. Tanto los poemas del libro como los microrelatos que lo forman y le dan nombre hablan de un camino. Un camino, un viaje hacia aquello que más se desea y, sin embargo, se teme. Un viaje de vuelta a la infancia y sus fantasías. Un camino hacia lo enigmático del existir, del crecer, del ser mujer.

La verdad es que no he leído ranamadre entero, estoy esperando que salga (nazca). Pero las partes que conozco son al mismo tiempo devastadoras y vulnerables.

De particular interés para mí es la serie sobre las ranas que crían a sus hijos en el estómago, de forma tal que emergen no como renacuajos sino como ranas ya formadas. Así se protegen de los predadores. Las ranas en sí mismas son un punto de partida poético. Si se me hubiera ocurrido a mí hacer una serie sobre ellas, le habría dado un carácter científico, seguramente me hubiera mandado una crónica de Darwin. Nadina hace otra cosa. Se centra en el aspecto maternal, de protección, de fuerza y miedo.

Estoy seguro de que el libro completo tendrá partes que me van a sorprender. Espero que estén algunas de las cartas como ésta. Si está esa carta, se complementará con un texto similar de Léame, donde se puede ver el carácter científico del que hablo más arriba. Lo notable es que la que es científica es ella.

A principios de año nos dimos cuenta de que íbamos a presentar juntos el libro, y ambos nos alegramos de que fuera así. Estoy disfrutando mucho compartir este proceso con Nadina.

Esta es la segunda entrega de la cobertura de outtakes. Estos cuentos podrían estar en Léame. En algunos casos su ausencia hace que el libro sea mejor. A otros se los extraña.

  • El fin de las burbujas es uno de los primeros coqueríos. En este cuento, la Coca-Cola Company quiebra por un escándalo financiero, y el mundo se queda sin Coca-Cola. El cuento me gusta, y tiene un final que no se ve venir, aunque no es tan sólido, líquido ni gaseoso como los otros coqueríos. Tampoco era cuestión de llenar el libro de cuentos sobre la misma sustancia.
  • La persistencia del grano es un antropomorfismo. Cuenta la trayectoria de un grano de choclo desde su cultivo hasta su morada final, desde el punto de vista del grano. Hay un par de versiones distintas de este cuento, que por el momento coexisten. Como no me decidí por ninguna, opté por dejarlo para otra ocasión, así hay tiempo de cocinarlo más.
  • Una historia real de tropiezo, caída, perseverancia y triunfo final cuenta exactamente eso. Una anécdota verídica, en la que un tropezón no fue caída. Este texto en cámara lenta recorre las sensaciones que viví mientras sentía que me iba abajo, hasta que el optimismo venció finalmente. No entró simplemente porque no pasó el filtro, los que entraron son mejores.
  • El fuego no se apaga es una entrega de El Rincón Sensible, que habla de cumpleaños. Relaciona la reaparición del fuego de las velitas con la persistencia de la vida ante el inevitable avance de la edad. Es un cuento que me gusta, pero ya hay otro de cumpleaños que es mejor. Y como tienen tonos similares, uno se tenía que quedar afuera.
  • Esclavo de mi cerebro tiene el privilegio de ser uno de los mejores cuentos tempranos, uno que me gustó mucho haber escrito cuando lo terminé y me dio ánimo para seguir escribiendo. Lo bueno es que siento que lo superé, que estoy en un nivel más alto, y por eso no es parte de Léame. Se trata de un cuerpo que se resiste a los mandos de su cerebro. Es posible, ahora que lo pienso, que sea una de las primeras Aventuras del Cuerpo Humano.
  • El destinatario es uno de los primeros intentos de texto más o menos largo. Durante un tiempo se llamó Tiburcio, el destinatario, porque el personaje principal se llama Tiburcio. Este señor tiene la particularidad de creer que todos los carteles, y todo lo que dicen a su alrededor, está dirigido a él. Podríamos decir que es una historia algo landruesca, que quiere evocar a cabezaduras como el Señor Porcel. No estuvo tan lejos de entrar. Fue otra víctima de su edad, y un estilo que muestra que está escrito por alguien con menos práctica.
  • Mayordomos asesinos contiene una historia victoriana sobre la reacción de la sociedad ante los numerosos crímenes cometidos por mayordomos. Es razonablemente ingenioso. Pero, al igual que ocurre con El fuego no se apaga, otro cuento de Léame usa el mismo recurso, y salió ganador en la competencia entre ambos.

La historia continuará. Como se ha dicho en la entrega anterior, los textos linkeados son del blog personal, y no son las versiones retrabajadas para Léame. Son el punto de partida, de haber llegado al libro estos cuentos estarían mucho más pulidos, y tal vez hasta reescritos.

¿Cuánto duran los cuentos de Léame? La respuesta no es tan simple como podría pensarse. Exploremos.

Son aproximadamente 130 páginas, que contienen aproximadamente 40 cuentos. 130/40=3,25. Así que el promedio es tres páginas y fracción, o sea cuatro, porque no da empezar el siguiente cuento exactamente donde termina el anterior. Para eso Dios inventó el salto de página.

Pero eso no sirve para nada si no sabemos el tamaño de la página y la letra. Me retrotraeré entonces al Word (o al procesador del OpenOffice). Es más que habitual que los cuentos duren una página, escritos en Verdana de 12 puntos, espacio simple. Esto se traduce a dos páginas de las características de Léame. Así que diré que la mayoría tienen dos o tres páginas. Aunque hay algunos bastante cortos que ocupan una sola.

Existen más largos. El que se lleva la palma, La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton, tiene doce páginas (eran siete de Word). Me alegró ver que en este cuento llené una página entera con un diálogo, que no abundan en el libro. Así que son doce, pero los diálogos hacen que haya cierto espacio en blanco, por lo tanto la sensación paginal es menor.

Y eso es lo importante. No tanto cuánto dura un cuento, sino cómo se deja llevar. No sé si usted, amable lector, está de acuerdo. Yo cuando estoy leyendo suelo mirar cuántas páginas me quedan en la unidad actual, y me preparo para la longitud que sea. A veces me sorprendo de lo poco que tardé, o cómo no me di cuenta de que algo era tan largo. Eso significa que es fácil de leer, llevadero, está bien escrito. O al revés, que no conduce a ningún pensamiento y entra y sale de la cabeza sin mayor impacto.

Así que quedará en cada uno si disfruta los cuentos de Léame. Pero por lo menos, si no le gustan, no los tendrá que sufrir durante muchas páginas. Y si le gustan, la longitud corta lo dejará pidiendo más, y lo llevará a leer el siguiente. El libro mismo le pedirá seguir leyendo.

Esta semana Léame recibió su aspecto definitivo. Escrito ya el texto, hemos definido el interior y el exterior. Es decir, el libro está diseñado, y también está la tapa. Lo que hasta hace unos días era un largo documento de Word, hoy tiene forma de libro de verdad.

La colección Descubrir de Viajera se caracteriza por las tapas de colores. Cada libro es de un color diferente. El problema es que ya hay diez libros en la colección, y atento a mi teoría del color, esto implica que se han agotado los disponibles. ¿Cómo hacer para no repetir?

Bueno, no queda más remedio que recurrir a los tonos. Ésos que algunos llaman por otros nombres. El único color verdadero que nadie usó todavía es el marrón, probablemente porque nadie quiere que su libro sea del color del chocolate. Yo tampoco. Es una tentación, entonces, abrazar la teoría opuesta, según la cual existen tantos colores como nombres pueda imaginar el pantonemaster. Pero mis principios inclaudicables me impiden salir tan fácilmente de los obstinamientos.

Lo bueno es que ese obstinamiento sólo se refiere a los nombres de los colores. No me molesta usar tonos de colores que ya estén. Entonces hace muchos meses me puse a pensar colores, incluso antes de tener el título del libro. Pensé que me gustaba el naranja (mis hemisferios cerebrales están divididos sobre si es un color o no, porque es un tono de rojo al mismo tiempo que un color, pero al tener nombre el cuerpo calloso se inclina por que es un color hecho y derecho). El naranja brillaba en mi cabeza, hasta que irrumpió Cecilia Maugeri con su visitante / the visitor y lo ocupó para siempre.

OK, pensé, todavía falta. Cuando ya el título era Léame, quedó claro que era necesaria una combinación llamativa. La teoría al respecto se formula como “no da que un libro que se llama así pase desapercibido”. Existe una teoría opuesta, que sostiene que el Léame debe contrastar con su entorno, para que se destaque por sí mismo. Se parece un poco a mi postura Leslie Nielsen de no poner cara de chiste, pero me parece que no es lo mismo.

¿Qué color es llamativo? El rojo, pero ya había un par de libros rojos. Amarillo estaba ocupado también, y por un amarillo muy brillante, que empalidece cualquier otro tono que se le ponga cerca. Pensé entonces verde. Yeah, that’s the ticket. Verde. Un verde claro pero sólido, un verde rana, que se vea, que invite como un semáforo a pasar.

Pero apareció Nadina Tahuil, que editará al mismo tiempo que Léame su ranamadre. Y atenta al título del libro, no daba poner otro color que ese mismo verde rana, que cedí al mismo tiempo con placer y resignación (por cierto, es un libro espléndido, habrá un poco más sobre ranamadre en los próximos días).

De vuelta en cero, recorrí tonos de naranja a ver si podía encontrar alguno satisfactorio que no haya sido usado. Me topé con algunos obstáculos. Si me iba mucho al rojo llegaba a territorio herpes, si me iba para el naranja-naranja aparecía en Visitante. Si buscaba el medio, quedaba en La Pérdida o La Perdida. Igual encontré algún tono que, en el monitor, parecía reunir las condiciones. Un buen intermedio entre el naranja oscuro y el rojo, que sería al naranja y al rojo lo que el turquesa es al celeste y verde. Me decidí por ése.

Pero unos días después estaba leyendo el Foro Transportes, y me encontré con la mención de un color que se usa en las señales de tránsito con el objetivo de que se vean: carmín. Inmediatamente lo busqué en la Wikipedia, que ya había visto que tiene una gran cobertura de los colores (ahí figura como uno de los tonos del rojo y también del rosa, mostrando la relatividad de los nombres). “Es éste”, estaba claro cuando lo vi. Determiné los valores, inventé un mock-up y me gustó cómo quedaba. Así que deselegí el anterior y el carmín lo reemplazó. Me gustó más cuando me di cuenta de que otra forma de decir carmín es rojo carmesí eléctrico.

Pero faltaba un detalle. El carmín se veía muy bien en el monitor (desde algunos ángulos, así es el LCD), pero podía ser espantoso impreso. Así que esperé comiéndome las uñas, porque si no crecen demasiado. Durante días la tapa corría peligro de ser víctima de la tinta, el papel y el ojo humano.

Hasta que llegó la prueba de impresión. Vi la tapa por primera vez. Está buenísima. La aprobé entusiasmado. Próximamente, entonces, se presentará en sociedad el aspecto externo de Léame, envuelto en carmín.

I am serios. And don't call me Shirley.

“Como una forma de respeto al público, este programa no tiene risas grabadas” decía la introducción de Chespirito cuando lo miraba en 1987. Y efectivamente, a diferencia de las encarnaciones anteriores de El Chavo y El Chapulín Colorado, la serie posterior no tiene esas risas todas iguales. No sé por qué explicitaban en la apertura, pero me gustaba la idea de que el programa me respetara. Era claro: si algo es gracioso, me río. No es necesario que alguien me lo indique. En esa época miraba también los Looney Tunes y podía reírme sin ayuda.

Lo de Chespirito no se cumplía del todo. No estaban las risas, pero en su lugar había algunas marcas musicales que indicaban pavlovianamente (?) el momento de reírse. Era como si el programa se siguiera grabando como si se fuera a agregar las risas después.

Desde entonces me gusta la idea de que algo gracioso se destaque por esa condición, sin necesidad de subrayarla. Esto permite distintos niveles de risa: el inmediato y otros más sutiles, que siguiendo el modelo setup-punchline-laugh son más difíciles de implementar.

Alguna gente tiene la idea opuesta, y ayuda todo lo que puede al material para conseguir risa. Explica los chistes antes, durante y después de hacerlos, de forma tal que nadie quede sin darse cuenta de dónde está la gracia. Cambian el tono cuando van a decir algo gracioso. O directamente se ríen, esperando que su propia risa contagie a los demás.

Es posible que haya audiencias para las que es necesario un método así. Yo prefiero dar crédito al espectador, lector o receptor de lo que genero. Prefiero que mientras me lee esté pensando en lo que se dice, y si es divertido, que se ría. No todo lo es, y no todas las personas encuentran gracia en las mismas cosas.

El modelo a seguir, a mi juicio, es el de Leslie Nielsen en las películas de Zucker-Abrahams-Zucker. Frank Drebin de Naked Gun y Barry Rumack de Airplane! (cuyo título original no se pregunta dónde está nada). El personaje está en las situaciones más ridículas, pero nunca está enterado. Para él es todo serio, todo merece la misma solemnidad e importancia. ¿Por qué? Porque si se riera, perdería sentido. El que se tiene que reír es uno, el que ve la película. Y es mucho más divertida si el personaje actúa como si lo que lo rodea es razonable y/o normal que si estuviera todo el tiempo diciendo “pero esto es ridículo”.

En general trato de aplicar ese concepto. Si hago un chiste, lo voy a decir igual que cuando digo algo que no es serio, es responsabilidad del interlocutor reconocerlo como tal. Si escribo algo que creo que es gracioso, pretendo dejarlo hablar por sí mismo. Entonces el texto no va a estar escrito con cosas del orden de “¿y a que no saben qué pasó después?” ni interjecciones como “increíblemente”.

Del mismo modo, en lecturas orales trato de que pase lo mismo. No significa no enfatizar ciertas cosas, el asunto es que la gracia brille con luz propia, sin necesidad de iluminación artificial.

Una de las series que pueblan Léame es la que, a falta de un título mejor, llamo Las aventuras del cuerpo humano. Se distinguen por una característica común, que es la cantidad de vicisitudes que puede albergar un cuerpo escrito. Son muchas más que las que soporta un cuerpo vivo mientras mantiene esa condición.

Entonces hay historias de deformidades, de extrañas invasiones, de partes que se rebelan. No sé por qué, es una serie bastante numerosa. Han quedado muchos cuentos afuera, por ejemplo el titulado Fuga del cuerpo, que pueden leer siguiendo el link como una muestra del estilo.

En general los cuentos pertenecientes a esa serie están redactados en primera persona. No sé por qué. Salen así. No es intencional. Pero quiero que quede claro. Esas historias no son verídicas. No me ocurrieron, sino que son producto de la imaginación.

De hecho, casi podríamos decir que nada de lo que está escrito en Léame es cierto. Son todas mentiras. Pero cuidado, caro lector. Que nada sea cierto no significa que Léame no contenga verdades. Ellas se revelarán durante la lectura, directamente en su cerebro, si usted sabe lo que hace. Las verdades que salen de mi mente entrarán así a su cuerpo, y lo acompañarán a todos lados.

Mañana miércoles a las 19, nuevamente en la Casa de la Lectura, será el segundo preview de Léame. Será en el marco del ciclo Viajera Visita, y estaré junto a varios autores de la editorial. Ellos son: Carlos Battilana, Eugenia Coiro, Ricardo Czikk, Loreley El Jaber, Virginia Janza, Gabriel Kirchuk, Mana, Belara Michán y Nadina Tahuil.

La calidad y cantidad de autores asegura un evento altamente disfrutable. También se augura una velada colorida, porque en esta oportunidad la consigna tiene que ver con los colores. Así que estoy viendo cuál elijo, y qué textos de Léame me sugieren algún color.

Sospecho que habrá repetición de colores, porque hay diez autores, y eso más o menos agota los colores que existen. Algunos creen que no es así, que hay muchos colores, pero se equivocan: son aproximadamente diez. No 256 ni 65.536. El turquesa, por ejemplo, no es un color de verdad. Es un tono de celeste (o de verde, según el caso). Y el celeste es un tono de azul, al igual que el violeta.

Mi maestra de primer grado no estaría de acuerdo con esto. En una oportunidad, nos hizo hacer un ejercicio que consistía en pintar figuras de un color determinado. Supongo que el objetivo era saber si conocíamos el nombre de los colores. Uno de los que me tocó era celeste. Pero no tenía lápiz celeste (era de perder los lápices). Ningún problema, pensé, lo pinto de azul con poca fuerza. Eso es lo mismo que celeste. Pero tampoco tenía azul. Sí tenía violeta. Ahí está, lo pinto de violeta muy suave. Pero la maestra no agarró la sutileza, y el ejercicio volvió corregido como si estuviera mal. Nunca le fui a reclamar el error. En su lugar me resigné, mientras pensaba “con esta gente no se puede razonar”.

En fin, lo que quiero decir es que hay unos pocos colores de verdad, y después existen tonos a los que distinta gente le pone otros nombres (una de las características que distinguen al Homo sapiens es que le pone nombre a las cosas).

Pero me fui por las ramas. La lectura colorida será mañana, miércoles 16 de noviembre, a las 19 horas en la Casa de la Lectura, Lavalleja 924 (Buenos Aires). Aparentemente no será tan impuntual como suelen ser los eventos literarios, así que espero verlos a esa hora.

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