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June 2012


Hoy hablaré de subte, sepan disculpar los no subtéfilos. Hablaré principalmente de los nombres de las estaciones.

El subte de Buenos Aires tiene un montón de recovecos donde se puede ver la historia. Algunas rarezas de la red son producto de decisiones tomadas hace muchas décadas, y de circunstancias que ya no existen.

Por ejemplo, la ausencia de una estación Juan B. Justo en la línea B no se debe al arroyo Maldonado, que pasa por abajo de esa avenida. Era posible en la época hacer una estación al lado del arroyo, a tal punto que en la línea D ocurrió exactamente eso (Palermo). El asunto es que, en la época que los hermanos Lacroze construyeron esa línea, el arroyo todavía no estaba entubado ahí. Entonces la B pasa por abajo (la D pasa por arriba del arroyo, por un puente). Como eso dificultaba la construcción, y en los años ’20 y ’30 no había mucha densidad de población en la zona, se decidió tener las estaciones más espaciadas. De ahí el tramo Dorrego-Malabia.

Pero Malabia no se llamaba así. Era Canning (tercera vez que menciono al bueno de George Canning en este blog). Pero a la avenida Canning le cambiaron el nombre varias veces. La estación homónima de la línea D siguió los cambios de la avenida (no así el taller adyacente, que sigue siendo Canning). En la B, como estaba ubicada en la paralela, se decidió ponerle Malabia, y de paso quedó definitivo. Hasta el año pasado, cuando a algún cráneo se le ocurrió agregarle el nombre de Osvaldo Pugliese a la estación, porque no hay mejor manera de homenajear a alguien que con una estación de subte con su nombre.

El tema con los nombres de las estaciones de subte es que son básicamente indispensables. En las calles no hacen mucha falta. Son útiles, pero si no estuvieran, la cultura se encargaría de asignarlos, y la gente las conocería por alguna referencia. En el subte, no es factible, porque no son más que puntos de luz en el túnel. Necesitan un nombre que las identifique claramente, y ese nombre tiene que ser geográfico, hacer referencia a calles o elementos que permitan conocer la ubicación. Y esos nombres tienen que ser claros, para que puedan ser leídos con un golpe de vista cuando uno está en el tren lleno y apenas se ven las señales a través de la gente.

Por eso no es razonable llenar los nombres de homejanes. Malabia es mejor que Malabia-Pugliese. Para los homenajes existen los bustos, murales y toda clase de recursos perfectamente válidos. El problema es que ya hay un antecedente: la estación Carlos Gardel de la misma línea, que alguien decidió que en lugar de Agüero debía tomar el nombre del cantor francés.

En el caso de Gardel el nombre está un poco más justificado. La calle Carlos Gardel está a media cuadra, y la zona del Abasto está asociada con el Morocho de Ahí Mismo. Pero lo lógico sería que la estación se llamara Abasto, siendo que está exactamente en la puerta del Mercado, que hoy convertido en shopping sigue dando nombre al barrio (por más que ese nombre no sea oficial, es como todos lo llaman).

Unos años antes, alguien decidió que estaba mal que estaciones de distintas líneas tuvieran el mismo nombre. Es un criterio curioso. Por un lado, nombres únicos permiten saber en qué línea está uno con sólo conocer la estación. Pero por otro lado, los nombres repetidos tienen la ventaja de que se puede comparar fácilmente la altura a la que uno está respecto de otra línea.

Así, la línea A sufrió algunos cambios, al estar en una avenida que modifica nombres. Acoyte era José María Moreno, pero perdió ese nombre en manos de una estación de la E (tiene sentido porque durante un tiempo fue terminal). Castro Barros era Medrano. Ya Caballito había pasado a ser Primera Junta. La terminal de la línea D era Florida, y pasó a ser Catedral.

En la B, Río de Janeiro pasó a ser Ángel Gallardo. Todavía se puede leer ese nombre, pintado de blanco, en los carteles originales que se conservan en la estación (pasa lo mismo en Malabia). El cambio se dio porque la avenida que hoy es Estado de Israel se llamaba en una época Río de Janeiro, y continuaba después en la calle que tiene todavía ese nombre (por qué era así, no sé).

El principio de no repetir nombres sigue vigente en las denominaciones de las estaciones proyectadas. Así, en la línea H, la parada que está sobre la avenida Garay (nombre más lógico) se llama Inclán, como la paralela, a pesar de que no hay ninguna otra estación Garay en existencia. La que está sobre San Juan es Humberto I, y sobre Belgrano está Venezuela. Combina con la línea A la estación Once, que puede tener ese nombre porque la estación de la A, Plaza Miserere, ya no se llama Plaza Once, como en sus comienzos.

Quedaron sin cambiar Callao y Pueyrredón en B y D, por alguna razón. Y nadie se pierde por esa homonimia. También comparten nombre las dos Independencia, en C y E, que combinan entre sí.

Hay estaciones que cambian de nombre antes de inaugurarse. Dávila era una de las paradas de la última gran extensión de la línea E, pero poco antes de abrirse pasó a llamarse Medalla Milagrosa. Este nombre extraño es el de una iglesia de la zona, la misma que hace doblar a la autopista. Pero la iglesia está a dos cuadras de la estación, lo que convierte a ese nombre en algo menos apropiado.

Pasa algo parecido con José Hernández, que durante toda la construcción iba a ser Virrey del Pino. Por eso linda con la calle de ese nombre, y está a una cuadra de la del autor del Martín Fierro. Pero parece que alguna mente nacionalista pensó que no estaba bien homenajear a un virrey, y era preferible usar el nombre de la persona por la que está el día de la Tradición, aun si la orientación sufría un poco.

La primera estación del tramo moderno de la línea D, posterior a Palermo, se iba a llamar General Savio, en honor a una figura de la industria que fue director de Fabricaciones Militares. Aparentemente la relevancia geográfica estaba en la cercanía con terrenos militares. Pero cuando se iba a poner en funcionamiento (sólo un andén), murió inesperadamente el ministro de Defensa, Roque Carranza, y se decidió dar su nombre a la estación. Que exista una calle Carranza a dos cuadras es mera casualidad.

La terminal de esa línea, sobre la avenida Congreso, iba a llamarse así. Pero se juzgó que no era apropiado, porque no sólo ya hay una estación Congreso, sino que esa terminal queda muy lejos del palacio legislativo. Pero no había otro nombre que conformara, entonces se decidió que esa estación homenajeara al Congreso de Tucumán. Con lo cual, es un nombre semigeográfico y emparchado, pero por lo menos evita las confusiones.

Actualmente hay varias estaciones terminadas que no se inauguran por distintas circunstancias. Tres de ellas ya cambiaron sus nombres. La que está sobre la plaza Flores (cuyo nombre oficial es otro) se iba a llamar Flores, pero los legisladores hicieron unos pases mágicos, y de repente es San José de Flores. La siguiente, Nazca, que será terminal, al mismo tiempo pasó a ser San Pedrito, como la avenida del otro lado de Rivadavia. Este autor prefiere Nazca, porque son dos sílabas.

Con la terminal de la B pasó algo parecido. Está en la esquina de Triunvirato y Monroe (avenida que alguna vez tuvo el destino de cambio permanente de Canning). Adyace la estación Villa Urquiza de algún ferrocarril. Ése es el nombre del barrio. La denominación clara y lógica es Villa Urquiza, que queda muy bien como nombre de terminal. Pero algunas personas, por motivos políticos, decidieron que no podía ser que la terminal tuviera ese nombre. Alegaban repetición (=pecado) de la estación General Urquiza de la línea E. La diferencia con el caso de Congreso es que esa estación Urquiza es ignota, y nadie la va a confundir con el barrio lejano. Sin embargo, el plan surtió efecto y la ley hoy indica que la estación debe llamarse Juan Manuel de Rosas (el mismo de los billetes de veinte pesos).

Hay tres líneas nuevas proyectadas. Alguna vez seguramente se harán. Y se incorporarán nombres que aún no están en la red de subtes, como Rivadavia (F), Directorio (I) o Santa Fe (F, aunque se está construyendo la de la H). Y aparecerán otros nuevos, como Jean Jaures (G), Costa Rica (I), México (F) y Warnes (I). Si no los cambian antes.

Del mismo modo que me parece que Les Luthiers es una gran razón para saber castellano, la prosa de Stephen Jay Gould es un placer de leer en inglés. Nunca leí una traducción, y tal vez sean excelentes, pero me permito sospechar que no le hacen justicia. Es muy difícil replicar a alguien tan erudito, elegante y tan buen escritor.

Gould fue un paleontólogo prestigioso, que se hizo conocido en el mundo no científico por sus obras de divulgación. Tiene varios libros originales como Wonderful Life, sobre la vida en el período cámbrico. Los más conocidos, sin embargo, son sus colecciones de ensayos publicados en la revista del museo de ciencias naturales de New York.

Estos ensayos, de aparición mensual, tenían a la evolución como temática unificadora, pero podían tratarse de cualquier cosa. Biografías de científicos, comentarios de actualidad política referida a la ciencia, anécdotas, curiosidades de animales, historias de teorías llamativas, conexiones entre hechos aparentemente no relacionados.

Por ejemplo, el ensayo titulado George Canning’s Left Buttock and the Origin of Species cuenta una serie de hechos que desembocaron en el viaje de Darwin en el Beagle, donde juntó evidencia e ideas para después formar la teoría de la selección natural. Esa cadena podría no haberse producido, si el señor Canning (el ministro inglés de la avenida Scalabrini Ortiz) no hubiera recibido una bala en la nalga izquierda durante un duelo.

El estilo incluye muchas disgresiones, al punto que el lector rara vez sabe dónde va a ir un ensayo cuando lee los primeros párrafos. Pasa por muchos temas mientras expone lo que quiere decir, algunos los explora en profundidad y otros sólo los toca como comentarios.

Una de las ventajas que tiene un científico que escribe, respecto de un escritor o periodista que escribe sobre ciencia, es que puede ir a las fuentes más básicas y entenderlas sin ayuda. Gould, además de esto, tenía una cantidad de recursos disponibles gracias a su puesto prestigioso en Harvard.

Los libros de ensayos de Gould suelen contener uno sobre algún tema trivial. Es una de las costumbres que me gustan. Pero cuidado: el tema es trivial, el contenido del ensayo no. El ejercicio intelectual puede ser disparado por cualquier cosa, sea algo de gran prestigio académico o no. Gould aplicaba el mismo rigor que para el resto de los temas, aun cuando científicamente el tema no ameritaba ningún tratamiento.

Por ejemplo, un ensayo en Bully for Brontosaurus cuenta la evolución de las disposiciones de letras en los teclados, y por qué se impuso el esquema QWERTY. Analiza aspectos técnicos y culturales, y saca conclusiones más generales sobre la historia y las circunstancias que la crean (las contingencias históricas son uno de los temas más recurrentes en Gould).

El que más me gusta es uno que apareció en Hen’s Teeth and Horse’s Toes, donde trata en gran detalle la evolución del tamaño de las barras de chocolate Hershey’s. Muestra, con gráficos y predicciones, cómo las barras de determinados precios han ido reduciendo su tamaño hasta desaparecer. Para escribir el ensayo, se sirvió de los datos que él mismo recopiló durante años de comer chocolate.

Esto implica un poder de observación y deducción no sólo presente, sino puesto en práctica muy seguido. El ensayo fue publicado en la revista, y después, para la edición del libro recopilatorio, pudo comparar sus predicciones con lo que ocurrió. Algunas se cumplieron, y otras se vieron impedidas por circunstancias nuevas. Aprovechó entonces para volver a hablar de las contingencias, y de fenómenos similares en el mundo biológico.

Así que recomiendo leer los libros de ensayos de Gould. Para tener ese placer hace falta un nivel razonablemente bueno de inglés. Si usted no lo tiene, le conviene conseguirlo. Después lea a Gould y verá que vale la pena.

Tengo suficiente edad para acordarme del vinilo, y puedo decir que la experiencia de escuchar música era distinta.

Vamos a decirlo desde ya. No es mi intención ponerme a decir que antes era mejor, o que ahora es mejor. Era distinto. ¿Ta?

La música venía en dos sabores. Discos o casetes. Los casetes eran unos bloques de plástico, que guardaban una cinta magnética. Poseían dos agujeros dentados, por donde pasaban unos engranajes que al moverse trasladaban la cinta. El casete (pronúnciese “caset”) era una manera de llevar la música en forma compacta, y tenía una ventaja específica: la posibilidad de grabarlo.

Algunos casetes venían pregrabados, en presentación comercial, como alternativas a comprar vinilos. Pero los técnicos de aparatos recomendaban no usar los casetes que venían grabados. En su lugar, recomendaban usar sólo casetes grabables marca TDK. ¿Cómo se grababan? Se conectaba mediante un cable el tocadiscos a una casetera, y se apretaba al mismo tiempo Rec y Play. Una vez grabado, si uno quería evitar borrar el casete, tenía que perforar una ranura que había del lado de arriba, así activaba lo que después conocimos como protección contra escritura. En caso de arrepentirse, una cinta adhesiva permitía volver a escribir.

Había gente que no tenía tocadiscos, y se limitaba a escuchar música en casetes. Siempre me pareció raro. Una persona que sólo escucha casetes es poco confiable. Es como esa gente que usa el Internet Explorer porque es lo que vino con la máquina. No prestan mucha atención.

Los casetes eran bastante falibles. En mis jóvenes manos las cintas se podían sacar muy fácilmente, y lo mismo podía ocurrir con los tornillos que permitían abrirlo. En grabadores baratos la cinta se podía enganchar en cualquier momento. Pero se podía grabar, no sólo las combinaciones de música que uno quisiera, sino su propia voz.

Algunos aparatos sofisticados, “doble casetera”, permitían hacer copias de casete a velocidad rápida, sincronizando un reproductor y un grabador. También permitían grabar la radio, o conectar un micrófono. Aparatos más sofisticados todavía permitían grabar sin borrar la grabación anterior. Eso era casi mágico.

El tema de los casetes era que había que rebobinarlos. Los que se criaron con audio digital no se imaginan qué hinchapelotas era eso. Para encontrar un tema en particular, había que calcular más o menos cuánto tiempo tener puesto el rebobinado o el avance rápido (fast forward, o FF), y ver si uno embocaba. Por eso a mí me gustaban más los discos. Con los discos uno podía elegir el tema instantáneamente, sólo colocando la púa sobre el renglón que había entre cada uno.

Los discos también venían en dos sabores: los chicos, con un tema por lado, y los grandes, con varios temas por lado (discos y casetes venían con dos lados). Más tarde aprendí que eran los “simples” y los “long plays”. A mí me gustaban los long plays, me hacían sentir importante. Venían con una tapa enorme, y en la contratapa estaban los títulos de los temas, todos traducidos al castellano, habitualmente en forma pésima (Twist y Gritos).

El disco se podía escuchar de dos maneras: eligiendo tema por tema, que implicaba estar activo, o dejando correr los lados. Una vez que terminaba el lado, había que volver al tocadiscos y dar vuelta el disco. Esto implicaba necesariamente una pausa, y tenía como posible consecuencia que el otro lado no se pudiera ver.

Pocos discos tenían claramente diferenciados los lados. Los de Apple eran fáciles, porque tenían en el lado B la manzana partida al medio. Para los otros, era necesario acercarse y buscar una A o una B, o un 1 o 2, en algún lugar de la etiqueta central, generalmente al lado del número de catálogo y sin prominencia alguna. Me acuerdo de haberme reído mucho cuando busqué esa información en el disco Cantata Laxatón y me encontré con la leyenda “Lado 3”.

Los discos tenían ese momento de anticipación cuando uno dejaba caer la púa antes del primer tema. No se sabía exactamente cuándo iba a empezar la música, y era un momento de suspenso. Los casetes tenían una versión berreta de ese suspenso, porque el ruido de la cinta sola nunca fue agradable. La pequeña fritura del vinilo contra la púa estaba buena.

Lo único parecido a un playlist era apilar los discos en el Wincofón y dejarlo en automático, para que fueran cayendo uno atrás de otro. Así, si en los ’60 uno hacía una fiesta, no tenía que estar cambiando el disco a cada rato. Eso sí: sólo se podía escuchar un lado de cada disco en esa modalidad, a menos que uno tuviera dos copias del mismo LP.

El problema que tenían los discos es que se rayaban. No era difícil conseguirlo. Con arrastrar mal la púa era suficiente. La púa era una punta de metal que se apoyaba en el disco y lo leía. Técnicamente se iban gastando, y cada tanto había que cambiarla (los discos duraban más que la púa). Cuando salió el CD, se vendió como un medio que no tenía contacto, porque era un láser el que leía el disco. No sabíamos en ese momento que el láser también se gastaba, e íbamos a tener que cambiar todo el aparato.

Otro problema de los discos era que si se los dejaba al sol, se doblaban todos. Me pasó con un disco que me divertía mucho. Era un disco simple que no sé de quién era, pero tenía una etiqueta rosa. El disco traía la misma canción en ambas caras, de un lado en castellano, del otro en francés. Y lo que me divertía era escuchar la versión francesa en 78.

Porque ése era uno de los grandes atractivos de tener tocadiscos, particularmente uno viejo como los Wincofón: la posibilidad de cambiar la velocidad. Los LPs iban a 33 (después supe que revoluciones por minuto). Los simples también, aunque en otros países andaban a 45. Estaban esas dos velocidades, y dos más antiguas: 16, que hacía salir los sonidos muy graves y muy lentos, y 78, que iba a los pedos y agudo. De más está decir que el 78 era el que más se usaba.

Después, cuando apareció el CD, hubo otros gustitos. La repetición A-B, que permitía hacer un loop de alguna frase larga o corta de un disco. El random, gran innovación tecnológica que continúo usando. Poder llevar discos enteros y escucharlos en la calle prescindiendo de los casetes. Y más tarde, con la obsolescencia del CD y el advenimiento de los MP3 y FLAC, la libertad se hizo mucho más grande. Ahora se puede llevar muchísima música en un aparato del tamaño de una uña, cualquier grabación está al alcance (incluso legalmente) y la calidad viene en aumento.

Pero la experiencia no es la misma. Tiene muchas cosas mejores. Y también extraño dar vuelta el disco.

El blog que lleva mi nombre, que publica sólo cuentos, no publica sólo cuentos. También hay algunas secciones fijas, con contenido que se mantiene estable. Aunque a veces cambia. Son cambios sutiles, que no se anuncian en la home, porque me gusta que esa home tenga sólo cuentos. Pero, ¿para qué está este segundo blog? Entre otras cosas, para hacer los anuncios que no hago en el primero.

Así que corresponde decir acá que si entran a la sección de autobiografías, encontrarán una nueva, titulada Antibiografía. Ese texto, al contrario que algunos de los demás, dice todas verdades, pero mantiene el tema central de que no dice naa sobre mí (salvo lo que el lector pueda deducir a partir de lo que está escrito).

No sé por qué, me gusta escribir una autobiografía así por año. Están casi todas en esa misma página, salvo la de 2010, que se encuentra en las páginas de Léame. En 2011 sólo la hice en diciembre, y este año todavía no hay ninguna, así que veremos si la racha continúa. De ser así, una vez registrada (como ocurre con todo el material del sitio) aparecerá ahí mismo. Y quién sabe, tal vez avise también por acá de esa aparición.

Ya que están, pueden visitar las otras secciones, por ejemplo el Q&A, donde encarno a un entrevistador que me hace preguntas, y me tomo el atrevimiento de contestarme. En ese texto está la política de privacidad, que fue escrita con la colaboración de ilustres figuras del derecho argentino.

Otra sección que pueden visitar es Camino azaroso. Se trata del cuento que tiene un trillón de formas distintas. Lo mejor es recargarlo varias veces y explorar las diferentes combinaciones de elementos al azar.

Por último, hace poco me tomé el trabajo de arreglar el formulario de contacto, que se encuentra algo escondido, pero está en todas las páginas. Así que me pueden contactar así me cuentan, sin que les pregunte, qué les parece. Espero que a los spammers les sea más difícil penetrar este formulario. La pregunta “es usted humano” está ahí por algo, créanme.

Los elogios me gustan espontáneos. Algunos de los que más disfruté vinieron de gente que no tenía ningún compromiso, y se tomó el trabajo de venir a decirme que algo que hice le gustó. Es una sensación muy agradable, una especie de confirmación de que lo que uno hace vale la pena, de que hay alguien que lo disfruta de verdad.

He estado de los dos lados del elogio, he dado y recibido. Es un compromiso especial cuando voy a ver la presentación de alguien que quiero, que hace algo que tengo ganas de disfrutar. Siempre existe la posibilidad de que lo que voy a ver sea malísimo, y no da andar diciendo a la salida que lo que a alguien cercano le costó mucho trabajo y sacrificio es “una bosta”.

Por eso a veces me guardo el elogio. O lo hago recatado. Primero porque no quiero parecer exagerado cuando algo me gusta. Es muy feo que el elogio se pase de mambo y parezca ensayado, por más que sea sincero. Y también como resguardo. Si bien no he visto muchas de estas presentaciones que no me hayan gustado, siempre puede pasar. Y tal vez lo puedo disimular haciéndola pasar por una de esas veces que no me dio por decir qué bueno que estaba todo.

Del mismo modo, no me gusta pedir elogios. Acercarme a alguien después de una presentación mía y preguntar si le gustó. No lo pregunto aunque me muera de la curiosidad. Si le gusta, es libre de decirme. Si no le gusta, prefiero no enterarme. Lo bueno es que, cuando el elogio viene sin prompt, es más placentero.

Una vez más, Gaby Tavolara grabó la lectura y la comparte con nosotros, y eso incluye a ustedes. Esto es lo sucedido en la Feria del Libro, donde me di el gusto de leer no sólo uno de los hits de Léame, sino también el primero de los textos, el que establece uno de los espíritus del libro.

(Nota: cuando pruebo este post, se ve el video en todo su esplendor; sin embargo, la última vez que posteé un video aparentemente al publicarse sólo se vio el link. Si eso vuelve a ocurrir sólo hay que seguir el link para ver el video. De todos modos, confiamos en nuestro amigo WordPress y esperamos que eso no suceda. Muchas gracias.)

Tal vez porque mi educación formal ya es lejana, he perdido la capacidad de calificar numéricamente lo que veo. O sea, me imagino que si tomara un examen podría razonar una nota basada en mis expectativas y lo que contestaron. Pero me la paso viendo gente que con gran facilidad pone notas a cualquier cosa.

Los críticos, por ejemplo, tienen distintos sistemas de estrellas. Son prácticos, y supongo que si me invitaran a dar una cantidad de estrellas de uno a cinco a una película, podría hacerlo. Lo que no sé es qué quiere decir. Porque no es objetivo. Distintas personas ponen distintas cantidades de estrellas (o símbolos de cualquier índole), basadas en diferentes criterios. Lo razonable, si uno quiere una guía para saber qué consumir, es tener algunos críticos en los que confía y ver lo que opinan. Pero siempre es mejor leer las críticas para ver la fundamentación y tener más idea.

Hay gente que tiene más precisión. Usan un esquema de diez puntos, 1 a 10. O cinco estrellas, con unidades de media estrella. Entonces, una película puede tener tres estrellas y media. O sea, al crítico le pareció demasiado mala para ser muy buena, y demasiado buena para ser buena. ¿Qué demonios significa eso?

Ocurre algo similar en el fútbol. Los cronistas de diarios y revistas califican el partido y también a los jugadores y árbitros, con notas del 1 al 10. Aparentemente tienen la enorme capacidad que se requiere para evaluar todo el desempeño de cada una de las más de veinte personas involucradas, y medirlo contra una vara numérica que le permita distinguir si alguien merece un 7 o un 6.

En la escuela una vez me tomaron un examen oral de pocos minutos, y después me despacharon con un 6,50. Me acuerdo que me asombró la precisión del docente, para poder tener tanta exactitud sobre mis conocimientos en tan poco tiempo.

Los sitios americanos como el AV Club no tienen notas de 1 a 10, sino un sistema de letras muy popular en el mundo anglosajón. La nota más alta es A, después vienen B, C, D y F de “fail”. Pero no termina ahí. Como un sistema de cinco posibilidades resulta insuficiente, se agregan signos. Se tiene, así, A- y B+. No significan lo mismo entre sí, y tampoco significan lo mismo para distintos calificadores con criterios independientes. Hay algunas tablas de equivalencia entre sistemas numéricos y létricos (?), que lo único que consiguen es que me pregunte por qué no usan directamente los números. Pero bueno, tampoco usan el sistema métrico, ellos sabrán.

Me parece que siempre es mejor una explicación más o menos detallada sobre los pareceres de quien sea que califica sobre lo que sea que está calificando. Pero creo que entiendo la idea. Es una síntesis de lo que se dijo. Y una necesidad: mucha gente no está dispuesta a leer un informe de un par de párrafos, o una crítica entera, o el parecer de una maestra. Tienen mejores cosas que hacer, por ejemplo no leer nada. Entonces pueden recurrir a la calificación, que les servirá para hacerse una idea de lo que el otro pensó, pero sobre su propia escala. Crítico y lector, así, creerán entenderse al compartir un idioma, aunque no logren compartir el mensaje.

Cuando miro televisión, trato de tener puesto el SAP para escuchar el audio original de los programas. Es una costumbre que viene de hace muchos años, y es el resultado del razonamiento “si puedo escuchar y entender el original, ¿para qué quiero una traducción?”. Es así, entonces, que un día cambié el audio de un documental que pasaba Animal Planet, y me encontré con una voz distintiva.

“Qué bien”, pensé, “trajeron al tipo de Jurassic Park para hacer la voz de este documental”. Me daba la impresión de que habían contratado al actor inglés que hacía del dueño del parque, el señor Hammond, el que dice “welcome to Jurassic Park”. Mi mente inquisidora se volcó entonces a buscar en la IMDB datos acerca de este actor. Y lo encontré, se llama Richard Attenborough. Me enteré de que es también director, y es suya, por ejemplo, la película Chaplin con Robert Downey Jr. Pero no figuraba ningún documental de naturaleza en su vasto curriculum.

Investigué más. Rápidamente encontré que el señor Richard era hermano de un tal David Attenborough, documentalista de naturaleza. Claramente lo había confundido con el hermano.

Como aquel documental me gustó, me puse a ver otros, y me encontré con varias cosas. Primero, la voz de David Attenborough proporciona placer con sólo escucharla. Después, este personaje no sólo hace voces en off, sino que también aparece ocasionalmente en pantalla. Tercero, sus documentales se nota que tienen un rigor que no se encuentra en todos. Están muy bien planeados técnica y narrativamente. Cuarto, se nota que a Attenborough le encanta hacer lo que hace, y transmite ese amor como hacen los grandes maestros. Y quinto, como los documentales tenían al principio su nombre, claramente tenía una estatura importante dentro de ese mundo. Juzgando por el aspecto, era posible que tuviera una trayectoria muy larga.

Volví a investigar. Encontré, por ejemplo, que cuando fue directivo de la BBC, él fue el que encargó la serie The Ascent of Man, que es algo así como una historia de la sabiduría humana, y una de las más grandes influencias de Cosmos.

¿Cómo hace un documentalista para encargar una serie? Resulta que el tipo fue director del canal BBC2 en los ’60, cuando recién abría. La historia es apasionante. Era empleado de la BBC desde hacía tiempo, había hecho algunos programas, y subió la escala hasta llegar a esa posición. Cuando subió a ese puesto, se hizo poner una cláusula en el contrato que le permitiera seguir haciendo documentales ocasionalmente.

Ese segundo canal de la BBC, que poblaba la televisión inglesa junto a BBC1 y a la cadena privada ITV, estaba pensado para que tuviera una programación diferente, que no buscara necesariamente el éxito de público. Era responsabilidad del programador comisionar los programas. Él decidía qué iba al aire.

En el medio de su período ahí, BBC2 fue por razones técnicas el primer canal de Europa en transmitir a color. Attenborough aprovechó para hacer programas que mostraran el color, televisó deportes que antes no se podían mostrar, y encargó una serie que mostrara a todo color las grandes obras de arte occidentales: Civilisation, la primera serie de documentales “personales”, hecha por Kenneth Clark. Fue la precursora de The Ascent of Man.

Attenborough fue también responsable de poner en el aire a Monty Python Flying Circus, que no tengo que ponerme a explicar la enorme influencia que ejerció en el humor de las siguientes décadas.

Después de algunos años, fue ascendido a director general de programación de toda la BBC, incluyendo ambos canales. Pero algo lo inquietaba. El trabajo de oficina no lo estimulaba. A mediados de los ’70, su tarea era lo suficientemente valorada como para que le ofrecieran el puesto de capo principal de la BBC. Pero Attenborough sabía que eso no le iba a dejar salir a hacer sus documentales. Y sabía también que se estaba planeando una serie que se consideraba sucesora natural de Civilisation y The Ascent of Man, una serie sobre la historia de la vida. No quería perderse la posibilidad de ser el que la realizara.

La decisión que tomó, entonces, fue renunciar a su puesto en la BBC y dedicarse a hacer documentales. El primero fue Life on Earth, un resumen en 13 capítulos de la historia de la vida. Profundizó el tema en los ’80, completando una trilogía con The Living Planet y The Trials of Life. En el medio, hizo otros proyectos más cortos, como una historia del Mediterráneo y la cultura europea, y una serie sobre fósiles.

Después de la trilogía inicial, en los ’90, se abocó a series más específicas, estudiando grupos de animales. Salieron cosas como The Life of Birds y The Life of Mammals. Hizo una serie de seis capítulos sobre la vida de las plantas, usando cámaras programadas para tomas de largo tiempo. Este documental es notable por los logros técnicos. No sólo mostraban movimiento en las plantas, sino que lo hacían con sentido narrativo y movimientos de cámaras. Es algo extremadamente bien planeado.

Otra serie, Life in the Undergrowth, muestra con microcámaras la vida de los insectos. First Life muestra animación de formas extinguidas, y cómo se las descubrió. Life in Cold Bl0od se ocupa de reptiles y anfibios. Life in the Freezer muestra los recursos que tiene la vida para poder mantenerse en los polos.

Últimamente están saliendo unos mega documentales con un tremendo despliegue de producción, en general hechos en conjunto por la BBC y el Discovery Channel. Hasta ahora son Blue Planet, Planet Earth, Life y Frozen Planet. Aunque no forman parte de su filmografía personal, David Attenborough es el narrador de todos ellos, no como mero locutor porque también los escribió. Extrañamente, en las versiones de otros países (incluso las de Estados Unidos) su voz fue reemplazada. La serie Life, por ejemplo, está acá con un subtítulo que dice “narrada por Juanes”. Y no tengo ningún problema con el señor Juanes, pero para mí ese subtítulo lo único que dice es “sacamos la voz de Attenborough cuando podríamos haberla dejado”.

Con 86 años, sigue viajando por todo el mundo y haciendo series. El año pasado sacó una de tres capítulos sobre Madagascar. Está haciendo series en 3D para Sky. Hay un montón de especiales sobre algún tema en particular, como el Attenborough and the Giant Egg que ilustra este texto. Hay una serie de radio, con dos temporadas de veinte programas de diez minutos cada uno, titulada David Attenborough’s Life Stories, que recomiendo escuchar. No es más que su voz contando anécdotas personales y generales sobre su vida y la vida. Es una delicia escucharla.

David Attenborough es una leyenda. No puedo más que recomendar su trabajo, porque es extraordinario. Nadie reune esa pasión por la naturaleza, sabiduría y capacidad de transmisión. Nadie tiene tanta experiencia en televisión. Nadie tuvo la posibilidad de ver tantos lugares donde hay tantos animales raros y comunes. Nadie tiene esa voz. Escúchenla.

En Léame hay un cuento, Hay sardinas, que no me avergüenza decir que está sacado de uno de sus documentales. No es más que la misma trama de un segmento, algo exagerada, y contada en texto. Por eso me di el gusto de ponerlo entre los agradecimientos de la presentación. Y para mí que Spielberg, cuando contrató al hermano para Jurassic Park, también se dio el gusto de hacerle narrar el nacimiento de los velociraptors, como un guiño al enorme legado de David Attenborough.

Hay gente que no diferencia los dos conceptos. Y no sé si la distinción que hago cuenta con el apoyo de la Real Academia. Ni me importa.

El asunto es así. Vamos a suponer que todo lo que no es verdadero es mentira. La ficción, entonces, es una forma de mentira. Pero alguna gente los toma como sinónimos. Y dicen cosas como “estás viviendo una ficción”, cuando lo que quieren decir es que el destinatario de lo que dicen está viviendo bajo premisas falsas. O sea, está viviendo una mentira.

Porque la diferencia entre mentira y ficción es que la mentira se hace pasar por verdad. La ficción no. En la ficción, todos saben que lo que se dice no es algo que haya ocurrido ni esté ocurriendo, ni se supone que vaya a ocurrir. Uno puede creerlo durante un rato para, por ejemplo, disfrutar una película. Pero hasta ahí. No va a pensar que lo que se ve en la pantalla o se lee en los libros es algo cierto.

Con la mentira no pasa eso. La mentira nunca nos dice que es mentira, porque si no sería ficción. Nos dice que es verdad, y es nuestra tarea darnos cuenta de qué es mentira, porque la verdad también nos dice que es verdad. Para eso hay herramientas muy prácticas que no vienen al caso.

Lo que no hay que hacer es involucrar a la ficción en esos asuntos. La ficción es la más sincera de las formas de no decir verdades, porque desde el vamos no pretende hacernos creer nada.

Aguante la ficción.

Si lo vemos en forma amplia, fantasía es todo lo que no existe y uno se puede imaginar. Es un concepto muy grande, mucho más grande que el universo. Y un concepto del que estoy muy a favor.

Sin embargo, existe algo llamado “el género de fantasía”, que por alguna razón me provoca cierto rechazo. La gente a la que le gusta tiene un gran entusiasmo, que hace que me pregunte qué es lo que ven.

Este género, hasta donde me doy cuenta, tiene una serie de reglas. Hay toda clase de seres que están catalogados: dragones, trolls, hadas, todo eso. Estas reglas, hasta donde me doy cuenta, se trasladan de universo en universo, manteniéndose firmes. Es como si formaran parte del mismo universo. Uno que no me invita a participar.

No puedo dar una idea de por qué. Podrían gustarme perfectamente todas esas cosas. Pero las películas como Lord of the Rings me aburren profundamente. Siempre lo hicieron. Me acuerdo haber visto a temprana edad La historia sin fin. No sé si llegué a terminarla. Si llegué, fue con tremendo embole.

Lo que no entiendo es por qué se aplica el nombre fantasía a estas cosas. Es cierto, todos esos seres que hacen lugar ahí no existen, pero hay muchas otras cosas que no existen y se las llama de otra manera.

Qué sé yo. Es, al final, una cuestión de nombres. Ya de por sí la existencia de los géneros no es más que una comodidad de catálogo. Sólo se da la casualidad de que todas las obras que me topé de ese género específico con nombre general tienen a producirme un desagrado importante.

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