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La vez pasada leí una historia que me hizo cambiar la opinión en el debate sobre los cambios de nombre de las calles.

En general, estaba en contra de los cambios innecesarios. “Abran calles nuevas y pónganles los nombres que quieran”. Suele haber intención política de homenajear a gente admirada por algunos, tal vez odiada por otros, que generan divisiones innecesarias entre los ciudadanos que transitan las ciudades.

Un ejemplo es la avenida Canning. George Canning fue un ministro inglés de relaciones exteriores, que fue el primer líder extranjero en reconocer la independencia argentina. En varios momentos, mentes nacionalistas decidieron que no estaba bien poner el nombre de un extranjero a una calle autóctona (aunque fuera un extranjero que ayudó a la existencia del país cuyo nacionalismo les tocaba ejercer). Entonces lo cambiaron por Scalabrini Ortiz, nombre que quedó luego de algunos vaivenes que no vienen al caso.

Ahora, ignoro los méritos del señor S. Ortiz. Tengo entendido que fue un intelectual peronista o algo así. Fenómeno. Puede que sea alguien excelente y muy digno de homenaje con su nombre en una calle. Mi objeción es otra: qué nombre largo. La avenida que antes se nombraba con dos sílabas, ahora necesita siete: s-ca-la-bri-ni-or-tiz. Algunos la abrevian, y logran usar sólo cinco: dicen simplemente “Scalabrini”.

Yo sigo diciendo Canning. Es mucho más fácil, y todo el mundo lo reconoce. A pesar de que el debate es anterior a mi época, y no conocí la calle con el nombre que uso, el nuevo no se termina de imponer, y la prueba es que todos entienden a qué me refiero cuando digo Canning. Una cosa es el nombre oficial de algo, otra el nombre real. Hay casos en los que la transición está completada: nadie llama Victoria a Hipólito Yrigoyen.

Pero ésa no es la historia que leí. Es sólo mi actitud respecto del nombre de calles. La historia es así. Parece que hace pocos años hubo en Inglaterra una iniciativa para cambiar las denominaciones de las calles que todavía llevaban nombres de gente relacionada con la esclavitud. Es una idea loable, dado que ese sí es un debate terminado; nadie está a favor de la esclavitud, o dice estarlo. El repudio unánime hace que sea coherente no homenajear a quienes sometieron a sus semejantes, etc, etc.

La cosa marchaba bien hasta que salió a la luz un mercader de esclavos del siglo XVIII, que además era líder antiabolicionista. Una persona execrable para los estándares actuales. Está muy bien sacarle la calle. Su nombre era James Penny, y la calle Penny Lane.

Esto generó alboroto. La industria del turismo de Liverpool puso el grito en el cielo. ¿Cómo van a cambiarle el nombre a algo tan emblemático, una de las razones por las que la gente visita la ciudad? Tanto alboroto se armó, que la iniciativa se fue al tacho, y los nombres de esclavistas se mantienen. Ahora se está intentando reflotarla, con la salvedad de que Penny Lane quedará sin modificaciones.

¿Que pasó? Hubo una modificación. El señor Penny había quedado en el olvido, y la calle ya no remitía a él. Ahora, gracias al paso del tiempo, Penny Lane sólo remitía al lugar. A tal punto que McCartney no tuvo ningún reparo en escribir una canción sobre la calle, a la que le puso el mismo nombre. Es probable que no estuviera enterado de que alguna vez hubo un señor Penny que vendía esclavos.

Esto viene a reforzar la idea de que los nombres es mejor que sean cortos. No hace falta poner nombres completos de personas o, como se hace en muchos casos, los títulos o cargos del homenajeado. Hubiera sido más difícil la transición si el nombre era James Penny Lane.

La cuestión es que la cultura y la poesía le dieron otro significado a una calle que en principio homenajeaba a alguien que hoy sería altamente condenado y repudiado. El lenguaje está vivo, y los nombres no son más que eso. Los esclavos fueron sometidos por más que Penny Lane se llame Scalabrini Ortiz. La esclavitud fue abolida por más que Penny Lane conserve ese nombre. Y la poesía lo convirtió en algo positivo, cantable, con alegría y trompeta piccolo.

Entonces, decidí que no me importan tanto los nombres de las calles en sí. Aunque hay gente que prefiero que no tenga calle, tarde o temprano la cultura lavará los significados, y pasarán a ser, como Marcelo T. de Alvear, una sucesión de sonidos con connotaciones sólo geográficas (Marcelo Torcuato de Alvear, en cambio, fue un presidente radical). Y, quién sabe, con suerte aparece la poesía y nombres antes execrables pasan a evocar imágenes como las de Penny Lane.

Me gusta tratar de entender la manera de pensar de la gente. Ver si la puedo reproducir. Tomar un resultado, una obra que me gusta (musical, literaria, cinematográfica, lo que sea) y fijarme si puedo reconstruir los razonamientos generales que llevaron a ella.

(Sí, no siempre son razonamientos, y no necesariamente los que reconstruya son los mismos que ocurrieron. Objeciones válidas, mas no vienen al caso.)

El asunto es así. Cuando trato de emular a alguien que admiro, no me interesa hacer algo igual. Me interesa el set de herramientas con el que cuenta. Los recursos que usa. Si los entiendo, los puedo obtener, y los puedo aplicar a mis circunstancias. Entonces me puede salir algo distinto de lo que yo hacía antes, no necesariamente parecido a lo que hace la persona que estoy emulando.

Porque no se trata de copiar. No quiero ser The Beats. Se trata de aprender. Explorar para crear. Poder, a partir de los que hacen los otros, encontrar maneras nuevas de manejarme, que por ahí no se me hubieran ocurrido de otra manera. Entonces puedo aplicar recetas ajenas con los ingredientes míos, y si tengo suerte sale un plato nuevo.

Hay mucha gente que me parece que puedo reconstruir su proceso. Muchas veces escucho temas de McCartney y creo saber de dónde salió y qué quiso hacer. “Cuál es la propuesta”. Puedo, si quiero, juzgar el éxito que tuvo esa propuesta, si logró plamarse. Claro que sólo respecto de lo que pensé, que puede no ser cierto. Puedo verme formulando propuestas similares, y llevándolas a cabo, por más que no me salgan iguales.

Veo un capítulo de Curb Your Enthusiasm,  y puedo hacer la ingeniería inversa. Me doy cuenta adónde quería llegar, y qué tuvo que hacer para lograrlo. No me hace disfrutar menos de la experiencia. Pero me pasa que voy escribiendo el capítulo a medida que se va desarrollando. Puedo no escribir lo mismo que termina ocurriendo, y en ese caso tal vez gané una idea que resultó mía. Otras veces sí adivino qué era lo que iba a pasar, y cuando se corrobora tengo el placer de haber reconstruido bien un proceso de pensamiento creativo.

(No, no soy de esa gente que te cuenta el final de las películas cuando las ve con vos. Es feo eso.)

Cuando voy a ver un espectáculo nuevo de Les Luthiers (algo que aparentemente no volverá a ocurrir), también voy escribiendo, y generalmente adivino los chistes que se vienen. Esto es resultado de la exposición que he tenido, de la atención que he prestado y del desgaste natural de una fórmula que lleva muchos años. Hay muchos momentos predecibles, que también sirven para enfatizar más los no predecibles.

Pero todo esto no es adonde quiero llegar. Los párrafos anteriores son una mera introducción para hablar de lo que me ocupa en este texto: el programa Trigger Happy TV.

Se trata de un programa inglés donde hacen cámaras ocultas. Pero no es de ésos donde se deja en ridículo a un tercero, para reírse de él. Acá lo importante son las situaciones, los conceptos que aparecen. Son como las intervenciones. Hay gente que agarra y anuncia “ahora vamos a hacer una intervención”. Eso las anula. Una intervención se hace, así nomás, sin que los demás estén al tanto de que va a ocurrir. Se insertan elementos extraños en la realidad, que sacan a quien los ve de la realidad (digamos).

No aparecen durante el programa los momentos en los que las personas se enteran de que están en cámara (cuando se enteran). No se trata de eso. Se trata de mostrar las situaciones, de generar esa ruptura.

Tiro ejemplos. Uno es el Diablo esperando el colectivo. ¿Qué colectivo puede estar esperando? O el agente secreto que se acerca a una persona pensando que es con quien tiene que intercambiar maletines. O el valet parking lastimado que tiene un auto para estacionar adelante.

Puedo reconstruir, una vez que está la idea, cómo se fue armando. OK, insertamos este estereotipo de las películas de espías, que se supone que se mezclan con la gente en forma inconspicua, y lo metemos en el subte, a ver qué sale.

Lo que no puedo es ver de dónde sale esa idea. Sí, hay algunos conceptos generales, pero no me veo pensando las ideas básicas, a partir de las que se puede empezar a trabajar. Es para mí, a pesar de que lo conozco desde hace varios años, una manera nueva de pensar, un enigma más a descifrar, otra puerta a la creatividad. Tal vez en algún momento dé con la clave, si existe, y pueda pensar cosas así. Quién sabe, tal vez ya las pienso y no me doy cuenta.

Por otro lado, hay que destacar la ejecución de las ideas. Porque aunque en papel algo pueda parecer divertido, es necesario planificarlo con mucho cuidado. Veamos un ejemplo. En el minuto 9:26 de este video (mejor mirarlo antes de seguir leyendo), un señor llega a la recepción de una oficina para una entrevista.

El secretario le dice que tome asiento, ya lo van a llamar. Entonces se sienta. Tiempo muerto. Algunos segundos más tarde, dos empleados pasan por el pasillo, llevando unos papeles. Están vestidos de osos. Van conversando casualmente, sin llamar la atención sobre sus disfraces. El entrevistado los mira. Uno sabe que se está preguntando qué corno pasa, pero no dice nada. El momento se repite un par de veces más. Dos o tres personas pasan vestidas de osos. Después de un ratito, el secretario, que está en su escritorio sin hacer ningún gesto, recibe una llamada y le indica al entrevistado que pase, que lo están esperando. Entonces pasa a la oficina adyacente, donde interrumpe una presentación que una persona vestida de oso está haciendo ante una gran mesa llena de otras personas vestidas de osos.

Eso es todo. No se trata de la reacción, se trata de la situación. Hacer una cosa así requiere:

  • Actuación: todos deben poder andar como osos sin reírse, como si esas cosas pasaran todo el tiempo.
  • Coraje: no sólo para tener la cara para hacerlo, sino para poner todos esos tiempos muertos en la televisión.
  • Dedicación: hay que pensar muy bien la estructura de la situación que se arma.

No basta con la escena final del joven entrando a la oficina. Si se hiciera eso directamente, la gracia se perdería. Sería una sorpresa demasiado grande, demasiado azarosa. La clave está en las escenas casuales de antes, que siembran el concepto de que la gente anda vestida de oso, por alguna razón. Pero tampoco se pueden dejar solas esas escenas, porque hay que llegar a algo. Entonces se arma toda la escena, que dura largos minutos y, sin parecerlo, está coreografiada con gran precisión.

Todo para presentar una situación a una persona, que ni siquiera importa cómo reacciona. Es el goce de pensar una idea y ejecutarla, sin que tenga que llegar a algo en particular. El gusto por el concepto casi puro.

Nada, todo esto es para recomendarles que vean las dos series de Dom Joly, Trigger Happy TV y su secuela, World Shut Your Mouth. Hay mucho material en YouTube, pueden pasar horas navegando los links del costado.

No voy a decir que los momentos de bloqueo son bienvenidos. Pero son útiles. Si se los aprovecha, pueden alimentar la creatividad en formas insospechadas.

Esa sensación de “no se me ocurre nada” es más o menos frecuente, y genera un impuso hacia no escribir. Si ese impulso es tenido en cuenta, el intento de escribir puede ser abandonado. Entonces, efectivamente, no se escribe nada.

El remedio para eso es la obligación. En mi caso, la de escribir sí o sí. En otros, puede ser tener que entregar algo en cierto momento. O cualquier otra cosa. El asunto es sentir que no es una salida válida no escribir nada.

Cuando uno se decide a escribir igual, empieza a buscar alternativas. La primera que surge es “uy, ya sé, voy a escribir sobre cómo no se me ocurre nada”. Puede funcionar. El asunto es que ya se le ocurrió a mucha gente (a Serrat le salió bien), entonces hay que ser extra original cuand0 se intenta hacer eso. Y el problema es que uno no se está sintiendo extra original.

Entonces, descartado ese primer impulso, entra la desesperación. De algún lado hay que sacar alguna idea. A veces con una punta es suficiente para despertar el interés, y después sale algo. El asunto es encontrar esa punta.

Lo que hace el bloqueo es forzar al escritor a buscar en lugares donde antes no había buscado. Lugares de la mente o del entorno, o de lo que sea. De repente, lo que no parecía una idea puede llegar a convertirse en una. Uno explora cosas que no parecen promisorias, porque tampoco tiene algo mejor que explorar.

Y muchas veces pasa que esas exploraciones no promisorias llegan a algo. No ocurre siempre. Pero algunas de las mejores cosas que escribí se las debo a haber estado bloqueado, y haber tenido que buscar qué otra cosa podía hacer.

Así que aprendí a no tener miedo al bloqueo. Es un momento de angustia, de adrenalina. Y los momentos en los que se lo vence, cuando sale algo que está bueno donde poco antes parecía que no iba a salir nada, son los que más se disfrutan.


Mi colega William.

Durante mucho tiempo me costó decir “soy escritor”. Tenía algunos problemas con esa afirmación.

Primero, nunca me gustó decir “soy esto”. Me parecía (y hasta cierto punto me sigue pareciendo) limitante. Una persona no es solamente lo que dice ser. Es una etiqueta. Es imposible definir a alguien en un par de palabras, como ocurre en los zócalos de los programas de televisión. La palabra “escritor”, o cualquier otra, aplicada así nomás no significa nada.

Por otro lado, que escribiera no quería decir que fuera escritor. Toda la vida escribí. En una época se me ocurrió hacerlo más en serio, escribir cuentos en lugar de otra clase de textos. Ya me costaba decir que eran cuentos. Eso se me pasó más rápido. Pero, a mi juicio, escribir cuentos no te convertía en escritor. Era preciso algo más, tener un aura de letras, haberse leído todo el canon, fumar pipa, no sé. Yo no tenía las otras características de un escritor, fuera de escribir.

Al mismo tiempo, era mi percepción que mucha gente dice tener una profesión para darse chapa. Tenía presente el piloto de Taxi, donde se establece la otra profesión de todos los que trabajan en el garaje que es el set principal de la serie. El protagonista dice qué es cada uno, menciona que él no y subraya “soy el único taxista en este lugar”.

No pensaba que tener un libro publicado fuera a cambiar las cosas. Al fin y al cabo, mucha gente tiene libros publicados, y eso no los hace escritores. Obviaré ejemplos. Ser escritor es otra cosa, en todo caso lo que cambia con la publicación es si uno es un escritor publicado. Pero ya tenía que serlo.

Esto fue cambiando con el tiempo. El año pasado nos fuimos con la gente de Viajera a Santa Rosa, La Pampa, para cuatro días de contacto cercano entre nosotros y con quienes estuvieran interesados/enterados en ese lugar. Hicimos varias lecturas, aparecimos en diferentes lugares y también realizamos un montón de actividades para nosotros. Fue en ese viaje cuando decidí que yo también podía escribir poesía. Y no sólo eso: que yo era poeta igual que los otros.

Era algo medio difícil de creer un tiempo antes. Nunca lo había imaginado. Pero me gustó, fue un cambio de actitud. Es un poco aceptarme a mí mismo, darle a lo que hago la legitimidad que merece. Claro que era más o menos difícil de digerir, tuve que convencerme un poco no de que era eso, sino de que estaba bien decirlo. Por eso en la crónica que escribí después de ese viaje usé varias veces la frase “nosotros, los poetas, somos así”. En cada oportunidad era un chascarrillo, pero también significaba algo que me incluyera al hablar de poetas.

Después la cosa se fue dando. Así como había aceptado ser poeta, podía aceptar ser escritor. Entonces el momento de la publicación vino con otra carga. No sólo ya tenía un libro publicado, sino que lo aceptaba. Lo compraba gente, incluso gente que no conozco. Me empezaron a llegar comentarios, referencias, repercusiones. Me di cuenta de que la idea de que yo fuera un escritor no era exótica para los demás. Empecé entonces a pensar si podía ser verdadera.

Y decidí que sí, carajo. Yo soy escritor. Ahí está, lo dije. Costó muchos años, pero ahora estoy en condiciones de decirlo convencido. No saben lo bien que se siente.

Isaac Newton estaba sentado a la sombra de un árbol, relajándose, leyendo una revista, cuando sin decir agua va le cayó una manzana en la cabeza. Se preguntó entonces cómo podía ocurrir semejante cosa. Decidió investigar las causas. En pocos días, desarrolló su teoría general de la caída de las manzanas. Posteriormente la extendió a las frutas, luego a los vegetales en general. Más tarde, cuando la trasladó a los minerales, se transformó en la gravitación universal.

Todo porque una manzana le cayó en la cabeza. Si Newton se hubiera sentado al sol, tal vez no habría realizado su más célebre descubrimiento, y el mundo hoy sería más pobre.

Sin embargo, esa no es la única forma de que a alguien se le ocurran ideas. El entorno es importante. Provee sensaciones, pensamientos, otras ideas que elaborar. Pero las ideas nacen dentro de la cabeza de uno. No importa tanto dónde se encuentre esa cabeza (siempre que esté conectada al resto del cuerpo).

No hace falta estar en el medio de la naturaleza para escribir sobre la naturaleza. Si escribo un cuento sobre sardinas, no necesariamente tengo que haber estado en el medio de un cardumen para que se me ocurra. Basta con sólo pensarlo.

Claro que puede ocurrir también de la otra manera. Pero igual es necesario el trabajo interno. Porque un cuento no es una descripción de lo que ocurre alrededor (y aunque lo sea, la descripción pasa primero por el cerebro, que filtra y clasifica). Es un ejercicio de imaginación.

Y habiendo imaginación, no es necesario que lo demás esté presente. Ni que exista. Ni que haya existido. Ni que se parezca a algo que alguna vez el que imagina creyó que veía. Sólo hace falta la representación que se formula en la cabeza, y luego se lleva a formato escrito.

Siempre se escribe sobre uno mismo.

La técnica para dar buenos golpes en tenis es pegarle a la pelota con la raqueta, y luego acompañar la trayectoria cuando la pelota ya partió. La raqueta debe completar el movimiento una vez que se separa de la pelota.

Si no se hace eso, el golpe será incompleto y la pelota no irá donde se busca. Puede no ir de todos modos, pero si la técnica no se aplica, lo más seguro es que no llegará a nada.

Es un caso de el futuro afectando al pasado.

Aunque, claro, la clave no está en lo que ocurre después sino en la manera que se da el golpe. Años de ensayo y error han determinado que si se pega con suficiente fuerza como para que la pelota sea buena, entonces la raqueta se quedará acompañando.

Escribir un libro tiene aspectos similares. De nada sirve que sea una llegada y nada más. Hay todo un proceso antes de publicarlo que es muy importante. El momento en el que la publicación se concreta es definitorio, y el libro podría andar bien después de eso.

Pero hay que acompañarlo. El autor no se puede desentender del libro en el momento que sale hacia el público. Debe estar preparado para seguir la trayectoria, para entrar en las aventuras que el libro disponga.

La experiencia con Léame fue placentera desde el comienzo, y cada vez es más. En diciembre, cuando se presentó, parecía el alivio largamente esperado, que se dio con el suspenso de estar pendientes de los vaivenes técnicos correspondientes. La presentación fue el momento en el que la pelota salió de la raqueta.

A partir de ahí, el libro empezó una trayectoria propia, más o menos independiente de la del autor. Pero no me desentendí. La vengo siguiendo con gran atención, y hago esfuerzos para mantenerla en el aire. Las repercusiones de ese golpe vienen siendo muy gratas, y muchas, como las noticias de que Léame es estudiado en escuelas y facultades, son también inesperadas.

Quién sabe qué espera a Léame, y a su autor, en el futuro.

‘Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.

Lewis Carroll se mandó el “Jabberwocky” en Through the Looking Glass. Todo el poema es un sinsentido, pero no suena a sinsentido. Si uno presta atención a los sonidos en lugar de los significados de las palabras, parece tener sentido. Se lo puede entonar como si se lo dijera muy en serio. Y, si uno quiere, es posible insertarle algún significado, una codificación de algo que el autor no se animó a decir concretamente.

Cien años después, Lennon se inspiró en esta clase de cosas para hacer I Am the Walrus, con frases como

Sitting on a cornflake
waiting for the van to come
corporation T-shirt
stupid bloody Tuesday
man, you’ve been a naughty boy
you let your face grow long.

Acá hay todas palabras de verdad, y hasta reemplazos de frases. Pero no forman nada en concreto. La letra está pensada para despistar a quienes quieran analizarla. Es un caso de “todo vale”.

Pero, ¿vale todo en estos casos?

Es necesario dar al nonsense algún tipo de forma. Alguna estructura en la que se sostenga el sinsentido. Porque si nos ponemos a escribir cualquier letra, no tiene ningún tiop de a adasd aiasfsd ksfhsvks gkj fsdkl sdf sksd lfs kfnsdfsbntrbwscwnm wekfj wfk wfjwiofh wof wwm wn fvwh eowiewiowfofwof we we. Así no vale la pena, no hay ningún gusto por leerlo. No existe trabajo de autor.

Entonces es necesario, mínimamente, que de lejos parezca que está presente algún sentido. En Léame está mi versión de esto, Verleder y Lertena, que es un cuento que usa casi todas palabras inventadas, con la idea de que suenen a español. Y está bien redactado, gramaticalmente. Dice en parte:

Un serletando prom Verleder sangaba u Lertena. ¡Cónco tranque gunta sete! Lertena salotó la caserobia. “Bonés el sarlo o salraronte supro laste sarlarón”, crozotó Lertena. Verleder mertó la crosta. Lertena singol alcó un vortón.

Si se lee el cuento completo, se puede atisbar una especie de historia, o mejor dicho el esqueleto de una historia. Hay un principio, un medio y un final. Hay personajes, acciones, conflicto. Lo que no se sabe es en qué consisten todos esos elementos.

No sé si tiene algún valor así como está, pero estoy seguro de que no tendría ninguno si no respetara alguna de las reglas de la literatura. No se puede romper todas juntas, porque queda una masa amorfa, irreconocible por todos lados. Las reglas, aunque se pueden romper, están por algo.

En unos días, en el otro blog, va a salir un texto que puede desembocar, si alguien tiene ganas, en acusaciones de antisemitismo. Se trata de un texto que no niega el Holocausto, sino que niega que exista la negación del Holocausto, y lo denuncia como una operación tramada por el sionismo internacional para hacerse las víctimas de algo que no ocurre.

No voy a ponerme a probar mi no antisemitismo, entre otras cosas porque es muy difícil probar algo que no es. El asunto, sin embargo, constituye una buena oportunidad para dejar claro algo: los textos escritos por un autor no necesariamente reflejan la opinión del autor.

Capaz que en algún nivel sí reflejan alguna opinión, que la existencia misma del texto se desprende de posturas que están. Pero eso es otra cosa. Las posturas que pueden ser reflejadas por ese texto son, en opinión de este autor, acerca de la naturaleza de ciertas teorías y de su sustento lógico.

Pero no me voy a atajar porque alguien pueda interpretar algo que no es. Es irrelevante la temática de un texto. La razón que hace escribirlo es si pienso que la idea puede funcionar o no. Y mandarme una teoría conspirativa sobre una teoría conspirativa me gustó. No hubo más razonamiento.

Existe otra defensa: yo puedo hablar de estas cosas porque soy judío. El problema es que no lo soy. Y eso no me impide abordar esos temas con toda legitimidad. No tiene por qué desprenderse de un texto la religión (o no religión) de su autor. Si funciona, es independiente de quién lo escribió. Y si no funciona, también.

Así que ya saben. No empiecen con esas cosas.

Los años que pasé haciendo análisis sintáctico en la escuela sospecho que no me sirvieron para nada. Es algo que sospecho ahora y sospechaba entonces. Me preguntaba por qué se perdía el tiempo en eso y no enseñaban a escribir sin faltas de ortografía o algo así.

Y, sin embargo, no sé si está tan mal. Está bien saber qué se dice, cómo son las estructuras gramáticas, cómo se construye el lenguaje. Ahora, eso no es lo que hacíamos. Sólo aprendíamos que había oraciones con modificador directo, o indirecto, y otros términos que ni me acuerdo. Jamás lo apliqué a la escritura.

Nunca me puse a pensar “me parece que acá necesito un sujeto tácito”. Directamente puse un sujeto tácito. Supongo que nadie hace semejante cosa. Si uno va a estar viendo las reglas gramáticas antes de escribir cada palabra, se vuelve loco.

Claro que las reglas gramáticas están por algo, y a menos que uno quiera romperlas por una buena razón, conviene cumplirlas. El texto se va a entender mejor.

¿Cómo hago? Simplemente tengo intuición gramática. Me doy cuenta qué cosas suenan bien y cuáles suenan mal. Rara vez cometo errores que serían identificables con un buen análisis sintáctico.

Pero capaz que es porque soy escritor, y tal vez siempre lo haya sido. En una de ésas, nací para esto. No creo. Supongo que todos operan de forma similar, y algunos dedicados profesionales tienen en cuenta no sólo qué es lo que escriben y cómo, sino cuáles son los nombres de los elementos que usan.

La lectura del otro día en el Matienzo no sólo estuvo buenísima, sino que fue grabada en video por Gabriela Tavolara.

Comparto entonces el video de mi segmento, en el que leí tres textos inéditos y uno de los hits de Léame.

Si entran al canal de Gaby, encontrarán también a los otros protagonistas de la lectura, que han estado formidables.

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