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Los pies se cubren con zapatos o zapatillas. Hay muchos modelos con muchos nombres. Pero yo diferencio sólo esos dos: zapatos y zapatillas. Me viene de chico, como la clasificación de las aves. Hay dos clases de aves: las palomas y los pajaritos.

Pero hay una división que encuentro más útil para el calzado: con cordones o sin cordones.

Por alguna razón, está estandarizado que cuando uno se envuelve los pies con un par de zapatos o zapatillas, debe completar la operación ajustando los cordones provistos. Previamente, esos cordones deberán haber sido colocados en los agujeros correctos, de manera que quedaran dos extremos del mismo tamaño emergiendo de los orificios superiores. Es una técnica calibrar cordones.

Después es necesario vigilar que la atadura de los cordones se mantenga. Vuelta a vuelta, descubriremos que estamos pisando extremos sueltos, porque al desatarse, los cordones llegan al suelo. Ataremos entonces otra vez los cordones, pero ahora sucios. Deberemos agacharnos hacia una posición muy incómoda, o levantar cada pie hacia una superficie lo suficientemente alta como para que las manos puedan efectuar la delicada operación. Para no tener que repetirla, la haremos enfáticamente, y sentiremos ese énfasis con forma de pie apretado.

Esta es una de las realidades de la vida, y me pregunto por qué hay tanta gente que la acepta. Porque la solución está inventada: el calzado sin cordones. Hay distintos nombres, como mocasines o alpargatas. Pero lo que son es zapatos o zapatillas sin cordones. No estoy hablando de esos modelos que reemplazan los cordones por una rueda para que uno se sienta moderno. Es algo mucho más básico: un calzado igual que cualquiera, pero sin cordones, ni agujeros para ellos.

Resulta que, después de todo, los cordones no eran necesarios. Los zapatos no salen volando si uno no los ajusta. Puede ser que para algunas actividades, como ciertos deportes, sí haga falta un calzado bien ajustado. Pero para el uso diario es sólo una molestia a la que la gente elige someterse, probablemente sin darse cuenta de que hay otra opción.

Hay gente que opina que esa clase de calzado es inelegante. Es falso. Pero si fuera verdadero, no sería por la ausencia de cordones. Es porque los fabricantes de zapatos ponen toda su creatividad en los modelos con cordones (debido a la demanda existente). Entonces hay más variedad, y es tomado como normal, aunque yo no entienda por qué.

Esta semana se produjeron algunos hechos que vale la pena destacar en cuanto a mi huella digital (?)

En primer lugar, el lunes se produjo mi regreso a LaRedó! No será un regreso permanente, sino que envié una nota y graciosamente la publicaron. Se trata de una nota algo provocadora y por eso su lugar era ese blog. No leí los comentarios, no obstante, así que no tuve el placer de enterarme cuánto me habrán puteado.

También el lunes, se lanzó un nuevo proyecto que hace mucho tiempo tenía ganas de hacer: un blog sobre los Beatles. Nothing is Real tendrá notas provenientes de veinte años de estar en tema, que tratan de abarcar temas más o menos comunes con observaciones propias. Serán acompañadas por videos que las ilustrarán, o simplemente estarán ahí.

La regla con los videos es así: no se aceptan videos que sean sólo audio. Tiene que haber un componente de video más o menos original o sincronizado, y la idea es que tengan algún valor histórico, ilustrativo o jocoso. Habrá videos de lunes a viernes, y los sábados quedará para el fin de semana alguno más largo. En el medio, se mechará dos o tres notas por semana.

Este blog tiene presencia en Twitter, y usted, caro lector, está invitado a seguir la cuenta de NotIsReal. Aparecerán links a las notas cuando se publiquen, y también expresiones varias relacionadas con la temática del blog.

Nothing is Real es el resultado de varios meses de trabajo y planificación, y hay muchas ganas de que sea exitoso.

Vale la pena recordar también que este autor tiene su propia cuenta de Twitter, que usted, querido lector, es libre de seguir también. Allí salen comentarios varios y links a cuentos. El blog donde se publican los cuentos (ahora también con poesía) se sigue actualizando cada tres días, llueva o truene.

Comer empanadas es un placer práctico. No se necesita usar cubiertos. La empanada individual tiene el tamaño apropiado para la mano, y su construcción hace que el relleno se quede adentro. Además, como una empanada es razonablemente chica, permite tener de varios gustos en una misma comida.

Presentes en las cocinas del continente desde tiempos inmemoriales, las empanadas son una especie de festejo. Una comida informal, modular, que se puede comer estando parado. El relleno puede tener un aire de misterio. ¿Esta empanada de carne tiene aceitunas? ¿La de atún tiene huevo? ¿Qué especias le darán ese sabor? ¿Habrán dosificado bien la cebolla?

El misterio se extiende también al contenido de la empanada, cuando aún no ha sido mordida. ¿De qué será cada una? ¿Cómo saberlo? A veces las que tienen queso chorrean un poco, y eso permite identificarlas. Pero fuera de esa clase de accidentes, pueden ser muy similares.

Por suerte, la misma característica que hace que una empanada sea tal es lo que permite identificarlas. El repulgue (repulgo para los académicos) es el cierre, donde la masa se encuentra con sí misma y forma el semicírculo característico. Este cierre se puede hacer de diferentes formas, siempre que quede razonablemente hermético. Hay diferentes movimientos con los dedos que dan resultados distintos. Se puede aplastar con la punta de un tenedor, para que el borde quede rayado. Se puede hacer distintas muescas.

Hace falta tener igual cantidad de diseños de repulgue que de gustos de empanadas. Así será fácil diferenciarlas. No hay nada más inelegante que tener que partir en dos una empanada para saber qué tiene adentro.

Esta identificación es parte de la experiencia de comer empanadas. Y se extiende a las cadenas comerciales de entrega de empanadas. Estos negocios cuentan con una flota de motos que acercan, luego de un pedido telefónico, las empanadas solicitadas al domicilio del consumidor. De esta manera no es necesario cocinar ni usar utensilios. Algunas cadenas proveen servilletas, y también bebidas, para que la experiencia sea completa.

Pero ocurre que hay cadenas que no entienden las sutilezas. Cada pedido de empanadas debe venir con la clave de los repulgues, la piedra de Rosetta para saber el gusto de cada empanada. Si esto no ocurre, las diferentes personas, que pidieron distintas combinaciones de sabores, se las verán en figurillas para saber qué comer. No tardarán en aparecer los ansiosos que querrán desmenuzar las empanadas, o que pretendan hacer una distribución azarosa antes de que se enfríen.

La hoja con la clave (puede estar también en la caja) permite evitar esas situaciones desagradables. Hay gente que no está dispuesta a hacer el esfuerzo de entenderla. Es gente sin lugar para la sutileza, que no es de fiar. Pero siempre aparece alguien dispuesto a ocuparse de la distribución correcta. Un maestro de ceremonias que sabrá interpretar los dibujos y los aprenderá rápido. Luego repartirá cada empanada a su legítimo dueño, y evacuará las dudas de quienes quieran servirse.

Hay algunas casas, sin embargo, que prescinden de este ritual. ¿Cómo diferencian las empanadas? Mediante un método objetable: escriben sobre ellas. Algunas tienen iniciales, otras directamente estampan el nombre completo del sabor sobre la empanada. Uno termina comiendo un letrero. Pero más allá de eso, uno se priva de parte de la experiencia de comer empanadas: la superación de la incertidumbre, el triunfo de la sagacidad y la inteligencia sobre la oscuridad que envuelve al relleno.

La pregunta seguramente es parte de innumerables debates académicos. Gente elabora definiciones y trata de aplicarlas al mundo real. También trata de convencer a los demás de que usen esa definición. Cuando lo logran, el objetivo final es convencer a la Real Academia, el ente regulador del lenguaje, de que permita usar esa definición nueva.

Pero nadie tiene autoridad suprema sobre estas cosas. Los límites exactos no existen. Todos los que sean propuestos serán arbitrarios. Una definición aceptada no tiene por qué aceptarse.

Por eso no me preocupo en averiguar cuál será la definición de literatura, o el consenso académico sobre su naturaleza. Después de todo, no me interesa hacer literatura. Me interesa escribir. Y aparentemente con eso alcanza.

Entonces lo que hago es declarar que lo que escribo es literatura. ¿Qué es la literatura? En lo que a mí respecta, lo que decida que es. Cualquier cosa puede serlo, no importa si cumple determinadas reglas de género, o de temática, o de forma.

Puede que en algunos casos vaya en contra de alguna definición académica, pero queda claro que no me importa. Nadie está obligado a aceptar el criterio mío. No hace falta hacer un test de literaturidad antes de leer algo. Se puede leer lo que uno tenga ganas. El lector también puede declarar literatura a lo que lee.

De cualquier modo, esa actitud es liberadora para este autor. No tengo que estar cumpliendo expectativas formales, que encima no existen. Hago lo que tengo ganas, lo que me sale y lo que según mi criterio vale la pena hacer. Y eso es suficiente.

El diccionario de Les Luthiers define a plagio como “fuente de inspiración”. Es un chiste, pero al mismo tiempo no es un chiste. Hay algo cierto en eso, que pasaré a explicar.

Presentar como propia una obra que hizo otro se llama plagio, y es una práctica deshonesta. Pero las obras y las ideas son cosas distintas. Las ideas están en el aire, aptas para que las agarre cualquiera. No se pueden registrar, y se pueden disparar en cualquier momento.

Es legítimo usar ideas que lleguen a uno, sin importar de dónde vengan. Se puede, por ejemplo, agarrar la idea de una obra existente, tomarla como punto de partida y hacer una obra propia con ese mismo punto de partida. Si sale algo muy parecido a la primera obra, puede ser plagio, pero el desarrollo de dos personas que parten de una idea igual no tiene por qué ser igual. Es más: puede ni notarse.

Se puede hacer también la versión propia de un estilo ajeno. Si es una obra original y el estilo sale bien, es una obra al estilo de. Pero a veces no se imita bien. No obstante, lo que sale puede ser suficientemente distinto del estilo propio como para que sea original, por más que el punto de referencia inicial fuera algo existente.

Otra cosa que se puede hacer es combinar ideas distintas, de manera que la suma de ambas genere algo nuevo. Incluso, algo que puede iluminar a las primeras de otra forma. La percepción de una obra puede ser alterada por otra obra que existe a partir de ella.

Es permisible citar, responder, parodiar, insertar pequeños elementos ajenos como parte de una obra propia. Porque las obras no salen de un agujero negro (nada sale de un agujero negro). Están en la sociedad, donde funciona la sopa de ideas de las que todos toman. Y mientras uno no trate de pasarse de vivo, tenga un desarrollo propio y (si la derivación es muy importante) se otorgue el crédito correspondiente, una obra que deriva de otra no tiene por qué ser menos original. Lo más probable es que, a su vez, esa primera obra derive de una anterior.

Quiero compartir con ustedes algo que descubrí. Se trata de una comida que se está volviendo muy popular en los últimos tiempos. Consiste en una especie de pan chato, como simulando una asadera redonda. Pero se come, es una de esas comidas en las que el plato es parte del bolo, como los cucuruchos o las ensaladas de McDonald’s. Se le coloca encima una salsa hecha a base de unos curiosos vegetales colorados, originarios de América, que no se termina de saber si son fruta o verdura. Luego se condimenta. Arriba de eso va una especie de leche coagulada, que es una masa más o menos dura pero al calentar se derrite. Existen, de todos modos, algunas variantes. Algunos agregan otros ingredientes, en ciertos casos numerosos: granos amarillos que se resisten a ser digeridos, piernas de cerdo cocidas y cortadas en finas láminas, rodajas de frutas tropicales puntiagudas.

La combinación de todos los ingredientes ingredientes se inserta en una cavidad muy caliente, con pedazos de árboles cortados y encendidos, que permiten que el conjunto se cocien con rapidez. Se llega a un resultado final muy atractivo. Y relativamente barato, porque de uno solo de esos círculos se cortan cerca de ocho triángulos, y comen varias personas. Por eso es una comida medio proletaria, pero no tienen que dejarse atrapar por los prejuicios sociales. A veces los proletarios dan en el molde.

Están brotando establecimientos que venden este plato por todos lados. Tal vez los vieron. Por alguna razón, suelen tener línea Pepsi. Algunos de estos lugares ofrecen también el servicio de acercarlas a la casa correspondiente, con sólo llamarlos por teléfono, de manera que ni siquiera hay que ir hasta ahí y mezclarse con ellos. Se paga en efectivo al arribar el producto. No se preocupen, el alimento llega caliente. Es transportado a gran velocidad en unos rodados con motor, que como tienen dos ruedas implican un gran equilibrio por parte del transportista. Es por eso que se estila dejar un par de pesos de más, para reconocer el mérito de esa persona. Luego, sólo queda saborear.

En otra oportunidad les contaré acerca de un descubrimiento asombroso. Se trata de una máquina que proyecta una serie de fotos sobre la pantalla, como las del señor Muybridge, pero lo hace a una velocidad tan rápida que produce una sensación de movimiento. Es fantástico.

Un libro significa que la cosa va en serio. Que esas cosas que uno escribe tienen la estatura suficiente en la mente del autor como para aparecer en papel y ser ofrecidas al público en ese formato. Hay mucha gente que tiene esa convicción, pero hay mucha más que no. Y algunos de ellos encuentran admirable el hecho de que alguien publique un libro. Entonces, cuando se enteran, quieren leerlo.

Ocurre después que estas personas, habiendo o no leído el libro, ven al autor con otros ojos. Antes era una persona, ahora es un Autor. Están en la compañía de un escritor. Les gusta. Y para el autor es gratificante. Este autor dice sin ánimo de burla que en ciertos círculos la recepción es otra.

Porque resulta que un libro abre puertas. No es lo mismo decir “yo escribo” que “yo escribí un libro”, por más que el contenido del libro sea eso que uno escribía. La gente comenta. La gente habla del autor, habla del libro. Y eso hace que algunos lo lean. A algunos de ellos les gusta. Y una porción de estos últimos lo recomienda, recomenzando el ciclo.

Pero más allá de eso, el hecho de haber escrito un libro genera en alguna gente una diferencia de comportamiento. Sin que antes fueran hostiles, ahora son más invitantes.

Y eso está bueno. Es una sorpresa agradable para alguien que lo único que quería era escribir, y compartir con los demás las cosas que escribe.

“Quiero tocar la guitarra” fue un pensamiento recurrente durante varios años. A veces germinaba hacia una intención, en general se quedaba ahí. Y siempre la intención quedaba ahí. Hasta que un día decidí que basta, era hora de aprender a tocar la guitarra, carajo.

Entonces encontré un lugar donde hacían clases de guitarra, que quedaba cerca de la facultad. Así el factor transporte quedaba anulado. Al averiguar, me ofrecieron una clase gratis, porque aparentemente en ese lugar la primera te la regalan. Fui entonces con entusiasmo.

Tomé la clase con un chabón muy macanudo, que me empezó a explicar qué son los trastes, de qué lado están las cuerdas, con qué mano se toca cada parte, . Y me enseñó algunos acordes, que era a lo que había ido. Mi idea de tocar la guitarra era que uno aprendía a hacer acordes y ya se podía acompañar. Después se puede uno sofisticar, hasta ser alguien como Laurence Juber.

Los acordes, en mi concepto, se formaban con cierta posición de los dedos en el mango de la guitarra, que presionaba las cuerdas de manera tal que al tocar con la otra mano sonaran determinadas notas. Y es más o menos eso, el asunto es que me di cuenta muy rápido de que mi concepto era insuficiente. Había acordes que implicaban tener un dedo entero bloqueando todas las cuerdas mientras otros dedos de la misma mano tocaban ciertas cuerdas. Otros implicaban hacer eso pero al tocar con la otra mano debía evitarse que sonaran algunas de las cuerdas, porque si no el sonido iba a arruinarse.

Fue suficiente. Estaba claro que no lo iba a lograr. No era una cuestión de esfuerzo. Vi que era imposible, como no mucho antes había visto que era imposible esquiar. Tal vez haya gente a la que le salga, me quedó claro que a mí no. Así que terminé mi única clase de guitarra agradeciendo el esfuerzo del chabón. Supe que nunca iba a tocar un instrumento de cuerdas. Me quedó el refugio de los teclados.

Este sábado la troupe de Viajera se presentará en el sexto Festival Cervantino de la ciudad de Azul. El festival se hace del 1 al 11 de noviembre y contará con la presencia de destacadas figuras y numerosas actividades de muchas índoles. Entre ellas está la Feria del Libro, que se realizará del 1 al 11 en la esquina de San Martín y 25 de Mayo, y en la que estarán en venta nuestros libros, por ejemplo Léame.

En ese marco, el sábado 3 a las 4 de la tarde está programada una mesa redonda con varios autores de la editorial, entre los que me encontraré. Será un placer volver a esa ciudad, donde tengo raíces.

El festival se hace porque Azul fue declarada Ciudad Cervantina, junto a Guanajuato y Alcalá. Esto ocurre porque allí se encuentra la colección de Quijotes de Bartolomé Ronco, una de las más grandes del mundo. A partir de que fue declarada Ciudad Cervantina, se realiza el festival, que convoca a mucha gente y se suma a las opciones de turismo cultural de Azul, cuyo patrimonio arquitectónico es muy valorado.

Todo este patrimonio fue prolijamente ignorado en mis numerosas visitas anteriores, que se concentraban en el nada despreciable objetivo de ver familiares. Así que es para mí una oportunidad de ver a Azul desde otra óptica, de volver siendo el mismo pero distinto a una ciudad que también es la misma, pero veré distinta. Y de paso acaparar tarros de dulce de leche LuzAzul para tener al regreso.

El otro día pasé por la avenida Canning y, como siempre, el cartel decía Scalabrini Ortiz. No sé por qué tengo la idea fija con esa clase de cambios. No me acuerdo una época en la que esa avenida fuera Canning. Pero me gusta saber los nombres anteriores. Cuando un líder gobierna en un país con ciudades constituidas y nombres puestos, si se lo quiere homenajear en algún lugar más o menos céntrico es necesario renombrar alguna calle. Así, el presidente radical Hipólito Yrigoyen ha cedido su nombre a la que antes era Victoria. El fundador de ese partido, Leandro N. Alem, pasó a ser la denominación del que antes era el Paseo de Julio, que a su vez toma el nombre de un mes que se llama así en homenaje a un líder anterior, Julio César. Si se mantuvieran los nombres, esa avenida sería el Paseo de Quintilis.

Es natural que las cosas cambien de nombre a lo largo de los años. Los lenguajes están vivos, las sociedades cambian, las costumbres que antes eran costumbre dejan de acostumbrarse. Sin embargo, cambios como el de Canning, más o menos recientes y bastante artificiales, me generan resistencia.

No es por los nombres en sí. No se trata del mérito del señor Scalabrini Ortiz. Estoy seguro de que si se le pusiera a cualquier calle el nombre de alguien unánimemente respetado, por ejemplo el doctor Favaloro, tendría alguna resistencia también.

Y la resistencia es a la pregunta forzada. Cuando se cambia el nombre Canning por el de Scalabrini Ortiz, una de las cosas que se está diciendo es que vale más el señor S. Ortiz que el señor Canning. Se generan dos bandos: el que prefiere a Scalabrini Ortiz y el que prefiere a Canning. Ambos tienen sus argumentos, que pueden ser perfectamente respetables, en la disputa entre ambas figuras por el nombre de la calle. ¿Quién se lo merece más?

En ese caso particular, el asunto está teñido de nacionalismo. ¿Cómo va a haber en un país de habla hispana una calle con nombre de un inglés? ¿Quién piensa en los niños? Mejor pongamos una figura nacional, para dar el ejemplo a las futuras generaciones.

Pero Canning y Scalabrini Ortiz no son personajes que se hayan cruzado. No pertenecen a la misma época, ni a la misma sociedad. No se puede comparar sus méritos o deméritos. La pregunta de qué nombre es más apropiado es artificial, porque del mismo modo que apareció Scalabrini Ortiz podría haber aparecido, por ejemplo, Alfredo Le Pera.

El asunto es que se impone un conflicto que antes no existía. Una disputa que no se da naturalmente, que no tiene sentido, pero mucha gente no se da cuenta de la artificialidad del asunto y toma posición igual en un debate inexistente. Y al hacerlo, convierte el debate inexistente en un debate existente.

No quiero detenerme mucho más en el ejemplo de la calle, porque es algo que se da muy seguido. Se establece que hay dos posiciones, y uno tiene que elegir. Entonces algunos eligen una, otros eligen la otra. Algunos quieren aplicar su inteligencia y encuentran la manera de ser neutrales, de estar a favor y en contra de las dos, porque son equilibrados o algo.

En estos casos, son muy pocos los que se preguntan si la pregunta inicial es válida. Si los postulados de los que se parte son sólidos. Y aunque se den cuenta de que la pregunta es improcedente, es muy difícil escapar. ¿Cómo se hace para no jugar a un juego que todos aceptan jugar y asumen que uno está jugando? No tengo la respuesta. Los que juegan tienden a pensar que la negación de uno a jugar implica una postura contraria a la propia, y por lo tanto hostil. Entonces se ponen en postura de ataque, o de defensa, que viene a ser más o menos lo mismo.

El que no quiere jugar, entonces, se queda en medio de un fuego cruzado, sin tener ganas de participar y sabiendo que todos los que tiran están equivocados, por más que tengan razón.

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