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May 2012


Cuando hagamos la edición especial por los 20 años de Léame, vamos a necesitar algún motivo para que la gente que ya tiene el libro lo vuelva a comprar. ¿Qué puedo poner como extra?

Una respuesta rápida es “todo el contenido de este blog”. No en vano se presenta como un acompañante del libro, aunque a esta altura no hable tanto de él. Es algo más o menos factible. Se puede armar una súper edición aniversario como la de El Principito, que incluya mucho material adicional, por ejemplo esto que estoy escribiendo ahora.

El tema es que el contenido de este blog ya es más largo que el libro, y desde hace rato. Y hay muchas otras cosas que se pueden poner. Reseñas, cuentos que no llegaron a estar, paratextos descartados. Para no hablar de material escrito especialmente para esa edición, que hable del impacto social que tuvo el libro en esos veinte años.

Pero una pregunta pertinente es: ¿y qué agregaría todo eso al libro? Tal vez los ensayos retrospectivos puedan agregar algo de contexto, posiblemente necesario en el año 2030. Sobre el resto, no sé si me gusta la idea de que el libro pase a formar parte de un libro más largo, aunque sea uno dedicado a él. Y es porque me gustaría que fuera disfrutado como libro, no como documento histórico.

Si llega a ser documento histórico, bienvenido. ¿Pero venderlo como eso? Meh. Lo que forma parte del libro y lo que no forma es una decisión artística que fue tomada en su momento, y me gustaría respetarla, para bien o para mal. Por otro lado, si pongo algunos cuentos de más, tampoco es algo trágico. No es cuestión de subirme al pedestal y declarar a Léame como obra 100% inmodificable.

Me gusta, entonces, el approach que se está dando últimamente con muchas reediciones de discos. Vienen dos CDs: el disco original remasterizado, tal como fue concebido, y un segundo disco (a veces también tercero) con todo el material adicional que pueda ser pertinente. Algunas ediciones de lujo, como las que están saliendo de McCartney con exasperante lentitud, tienen varios discos de extras, DVDs con todo el video correspondiente y libros, fotos, etc, formando un hermoso paquete que incluye el álbum original en esmerada presentación que preserva su independencia.

Así que eso es lo que quiero. Si en algunas décadas me pregunto qué hubiera pensado en su momento, acá lo dejo documentado para la posteridad. Aunque me reservo el derecho de cambiar de opinión, sin que eso implique traicionarme. Queda en sus manos, querido lector, decidir si efectivamente al final me traiciono o no.

La figura del animador de fiestas es muy frecuente en los cumpleaños infantiles. En los de adultos también existe, aunque su popularidad es menor. En general, cuando las personas comienzan a planear sus fiestas de cumpleaños, dejan de recurrir a la figura del animador.

Cuando uno es chico, sin embargo, está acostumbrado a ir a fiestas y encontrarse con una figura de autoridad que decide a qué se juega, cómo se juega y quién gana. Hay muchas modalidades: el mago, el que pasa música, el maestro de ceremonias, el pseudo-conductor televisivo, el disfrazado de algún personaje, el que hace globos con formas de animales, el payaso. A veces estas características pueden combinarse. Hay muchos payasos magos que hacen globos con formas de animales.

Al final de cada fiesta, los animadores entregan a los niños su tarjeta de presentación, con la esperanza de que llegue a los padres de cada uno, y conseguir así otro trabajo cuando al niño correspondiente le toque el turno de cumplir años y hacer una fiesta para celebrarlo. Hay toda una industria de las fiestas infantiles, con salones adecuados al efecto, tortas, regalos.

En la época en la que asistía con frecuencia, esas fiestas eran el principal ámbito en el que abundaba la Coca-Cola, los sánguches de miga y los snacks como papas fritas, palitos salados y chizitos. Al día de hoy, mi concepto de cumpleaños incluye palitos salados. Queda medio incompleto sin ellos.

Claro que hace mucho que prescindí de los animadores. El último cumpleaños mío con esa modalidad fue el de 6, cuando cursaba preescolar. Ese día, la ceremonia fue presidida por un payaso mago que amenazaba con hacer desaparecer al compañero de jardín más quilombero. Aparentemente, este niño lo desafiaba a que efectivamente lo hiciera desaparecer, cosa que habría sido digna de verse. Pero no sé si ese desafío se presentó o es uno de ésos recuerdos expandidos por la memoria.

La publicidad inmediata de los animadores da resultado, y entonces, cuando uno tiene la edad correspondiente, va conociendo a las distintas troupes de animación. De esta manera, se puede tener cierta idea de si la fiesta va a estar buena o no antes de que empiece. Debe usted saber, caro lector, que fui un niño muy crítico. Detestaba a los que me trataban como si fuera un idiota sólo por la edad que tenía (ahora detesto a los que tratan a los adultos como idiotas, que también son unos cuantos). Me molestaban la condescendencia y la estupidez, y me irritaban aquellos que aceptaban todo eso, como si no pudieran darse cuenta (me siguen irritando, ahora que son adultos).

Esto es a fines de los ’80. Aquellos que observábamos “el ambiente”, estábamos enterados de que los mejores animadores eran los de un grupo llamado “Col-Pi”, con quienes me topé por primera vez en 1988, en la única fiesta de disfraces a la que fui con algún interés (me vestí del Chapulín Colorado, como corresponde). Se caracterizaban por el despliegue técnico, iban con teclado y consola, y sabían qué hacer con ellos. Cuando en un cumpleaños aparecían los de Col-Pi, con mi grupo inmediato nos alegrábamos, porque presagiábamos diversión.

Claro que muchas veces animaba gente que no sabía lo que hacía. No debe ser fácil tener a cargo a treinta pibes. Hay que saber controlarlos, particularmente si están esperando un momento divertido/alegre. Y algunos daban muestras de su inoperancia, o tal vez tenían un mal día.

Durante una de esas animaciones fallidas, que era particularmente mala y detenía activamente la diversión, con un amigo decidimos que no teníamos por qué aguantar lo que ocurría. Discretamente nos apartamos, y nos fuimos a la puerta del salón a charlar y entretenernos nosotros mismos. Teníamos diez años. Nadie pareció darse cuenta de que no formábamos parte de la fiesta. Habíamos razonado que era lo mejor, en lugar de estar de mala gana y con actitud hostil, la pasábamos bien solos. Cuando terminara la animación, nos reintegraríamos a la parte libre con la que siempre finalizaban los cumpleaños, que era como un recreo escolar extendido.

Después de un buen rato de estar en el umbral, decidimos que no era necesario quedarnos ahí sentados. Podíamos charlar en cualquier lado. Y como la animación no parecía haber terminado, elegimos salir a dar una vuelta. Y nos fuimos.

Caminamos un rato por los alrededores del lugar (debemos haber dado un par de vueltas manzana), y después volvimos al salón. Cuando llegamos, nos encontramos con un cuadro de desesperación. Los padres de la homenajeada estaban tratando de encontrarnos, porque se habían dado cuenta de que les faltaban dos chicos. Creo que alguien había salido a la calle a buscarnos, y no se lo podía llamar porque los celulares son populares ahora, no entonces.

El alivio de nuestra aparición fue rápidamente reemplazado por expresiones de enojo y una acusación certera sobre nuestra irresponsabilidad. Aparentemente, tendríamos que habernos dado cuenta de lo peligroso que era para nosotros andar por la calle solos a las ocho de la noche un día de semana. Nosotros nos mantuvimos firmes en nuestra posición: sabíamos lo que estábamos haciendo, y la prueba estaba en que no nos había pasado nada. Y si querían acusar a alguien, la responsabilidad estaba en la animadora, que era tan incompetente que los chicos se le iban.

Muchos años después, puedo ver la desesperación de los padres. Pero sigo pensando que teníamos razón.

No conocí un mundo con Lennon. Lo mataron cuando tenía pocos meses. Crecí, entonces, con una imagen que le construían otros. La de un incansable luchador por la paz, que encima tenía gran talento musical y siempre se vestía de blanco. Un Gandhi hippie, muy enamorado de su talentosa y exótica mujer, que sólo quería ver a su hijo cuando fue brutalmente asesinado.

Con el tiempo, me enteré de que mucho de lo que me habían vendido era exagerado. Lennon era una persona compleja, que en una etapa hacía algunas cosas para llamar la atención hacia causas pacifistas. Tenía un talento enorme que no se llegó a plasmar del todo en su carrera solista, que se vio truncada por su asesinato pero también por su retiro voluntario durante cinco años. Fue necesario leer bastante y pensar bastante para entender que era un Homo sapiens, que era perfectamente falible y que la realidad no tiene por qué coincidir con la película Imagine de 1988. Pero finalmente lo entendí, y eso me permite tener una perspectiva razonablemente equilibrada.

A mis 21 años, se murió George Harrison. En su caso, sí había conocido un mundo con él, aunque su último disco había salido en 1987, antes de que le prestara atención. Pero conocía parte de su carrera solista, conocía a los Traveling Wilburys, y me divertía leer las pocas entrevistas que daba, porque sabía que nunca se las tomaba en serio y se la pasaba haciendo chistes y/o bardeando a gente (como a los de U2, o a los de Oasis) sólo para divertirse.

Después de su muerte, asistí a la construcción del mito. De pronto, encontré mucha gente que admiraba sus canciones. Eso no tiene nada de malo, muchas son muy admirables, pero esa admiración venía acompañada de exageración. Empecé a escuchar que había gente que decía cosas como que Harrison era el mejor compositor de los Beatles, o que su aporte musical era más importante que el de McCartney.

Lo siento, no pueden venderme otro mito. Ya estoy vacunado. Hay opiniones que se sostienen y otras que no. “Harrison era el beatle más importante” es falso, en todo caso puede ser su favorito, querido lector, si usted quiere. “Lennon era el beatle más importante” es una opinión válida, aunque no la única posible. No tiene mucho sentido ponerse a hacer rankings, pero si uno se pone a hacerlos más vale que tenga alguna seriedad.

Escuché también cosas sobre su personalidad, sobre cómo era un espíritu libre, una persona espiritual que entendía de qué se trataba la vida, y que era demasiado profunda como para hacer mera música pop. Y, otra vez, hay algo de verdad en esas cosas, pero una persona no se puede reducir a unos pocos conceptos.

Es como que la gente hace monumentos de las personas una vez fallecidas, y después venera no a las personas, sino a los monumentos. Que suelen ser mucho más puros que las personas, porque están compuestos de uno o dos materiales. Y, aparte, se quedan siempre en la misma posición, sin riesgo de contradecirse.

Pero las personas no pasan su vida posando para su estatua. Al menos, las personas que valen la pena.

—¿Cuál es el último libro que leíste?

Gente en su sitio, de Quino.

—No, en serio.

Mucha gente no piensa que leer algo así sea leer. Y, estrictamente, ese libro de Quino tiene muy poco para leer, está compuesto mayormente por dibujos mudos. Sin embargo, eso no lo hace menos respetable que una novela de novecientas páginas.

El valor de un libro no radica en tener o no texto, ni en cuánto texto tiene. Está en otro lado. Mucha gente sabe eso, y sin embargo desprecia a los libros con mucho contenido de dibujo, o que no tienen un formato estándar. Pueden disfrutarlos, y al mismo tiempo piensan que no están leyendo libros.

Pasa lo mismo con los libros de The Onion, que recopilan notas periodísticas satíricas. Para mucha gente, no cuentan como libros de verdad. Pero en lo que a mí respecta tienen un valor literario muy alto, sin nada que envidiarle a nadie.

Incluso, son superiores a muchos libros “de verdad”. Hay gente que prefiere que la vean leer una novela mala antes que Asterix en Bretaña. Allá ellos. Se lo pierden, es su problema. Yo, por mi parte, los incluyo en mi lista imaginaria de lo que leí, y no me da vergüenza.

Siempre me gustó la recursividad. El envase del pochoclo Josecito, que tenía un niño con un pochoclo Josecito, cuyo envase tenía un niño con pochoclo Josecito, cuyo envase era muy difícil de ver. Los espejos enfrentados, que no permiten ver el infinito, porque uno está parado en el medio, pero sí pensar en su posibilidad teórica.

Conseguir la recursividad es bastante simple. Basta hacer una cosa que se contenga a sí misma. El ejemplo del pochoclo se ha visto en muchas publicaciones, que tienen en su tapa un facsímil de esa misma tapa. Esas cosas siempre me atrayeron, no necesité descubrirlas con los dibujos de Escher.

Algo que no es exactamente lo mismo, pero me produce una sensación parecida, son las letras de algunos temas, particularmente de rock and roll, que no son más que una publicidad de ese mismo tema. Por ejemplo, Roll Over Beethoven, de Chuck Berry, es una historia de un adolescente que le escribe una carta al disc jockey de su zona y le pide que le pase el tema Roll Over Beethoven. Este tema es el mismo que se está cantando, aunque en la letra podría pensarse que se trata de otro Roll Over Beethoven, uno mucho mejor e inalcanzable.

Después están esas canciones cuya letra, ya que tiene que haber letra, consiste en las instrucciones para bailar ese tema. O en una exhortación a hacer cierto movimiento que no se especifica, pero uno tiene que saber y está implícito en el tema, como en el caso de The Twist o Hippy Hippy Shake. Los Traveling Wilburys parodiaron todas esas cosas en el Wilbury Twist, que no sólo enseña a bailar el mismo twist, sino que exhorta a ir ya mismo a comprar el disco, como corresponde.

No tengo una reflexión al respecto. Sólo siempre me gustó ese recurso, y es lógico, entonces, que no sólo me haya puesto a jugar con esa clase de cosas, sino que resulta natural que se me ocurra ponerle Léame a un libro.

Uno de mis vicios es usar palabras genéricas para referirme a alguna cosa. Por ejemplo, cuando hablo de insectos, aunque sea de alguno específico, tengo que cuidarme mucho para no usar demasiado la palabra “artrópodo”. Me encanta ese vocablo, no sé por qué. Debe ser esa ere que está ahí, evitando que esos animales sean antrópodos, porque sería desagradable tener mosquitos, cucarachas, arañas y ciempiés con forma humana.

A veces no puedo resistir y la uso, pero tengo que tener extra cuidado, porque la tendencia es abusar de ese recurso. Del mismo modo, si no me reprimiera llamaría dinosaurios a todas las aves. Alguna vez hice un cuento que se trataba exactamente de eso, de llamar dinosaurios a todas las aves cotidianas, como palomas o gallinas. Ahí me lo permití. En general, sin embargo, no lo uso por más ganas que tenga, porque sólo produciría en el lector un confuso “¿eh?”

Otro ejemplo es referirme a las personas como Homo sapiens. Decir cosas como “bueno, tenemos que tener en cuenta que, ante todo, somos Homo sapiens“. Me divierte este uso particular, y creo que es el que más me permito (me parece que en este blog lo usé más de una vez). Sé, no obstante, que puede resultar cansador, entonces antes de escribirlo trato de preguntarme si realmente vale la pena. A veces es mejor moderarse para no diluir el impacto de ciertas herramientas.

Me parece que este gusto viene de Les Luthiers. Más exactamente, de una escena de la zarzuela Las Majas del Bergantín. Esta escena es en mi opinión una gran lección de cómo se escribe comedia. Amerita ser transcripta (la transcripción proviene del sitio Los Luthiers de la Web, aunque ha sido levemente corregida). Cuando arranca el fragmento, Carlos Núñez está mirando por un catalejo.

Carlos López Puccio: ¿Qué ocurre?
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un barco pirata a la derecha!
Carlos López Puccio: Se dice estribor.
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un estribor a la derecha! ¡Capitán, y veo muchos piratas! Hay uno de ellos muy corpulento que parece el jefe. Tiene pata de palo y lleva un loro en el hombro.
Carlos López Puccio: Un barco pirata… ¿Y cuál es su tamaño?
Carlos Núñez Cortés: Más bien pequeñín… es como un cotorrita pequeña…
Carlos López Puccio: No, digo que cuál es el tamaño del barco, hombre.
Carlos Núñez Cortés: Ah, el tamaño del barco… yo pensé que usted se refería… al tamaño de… del… psitácido. Unos sesenta metros de largo.
Carlos López Puccio: Largo no, eslora.

(Carlos Núñez mira asombrado al capitán, luego entorna los ojos para mirar al barco a lo lejos y luego a su catalejo preguntándose para que sirve, si el capitán es capaz de ver sin él algo que él mismo con el catalejo no ha alcanzado a ver. Incluso sopla por él para ver si está atascado)

Carlos Núñez Cortés: Bueno, hombre, yo dije “loro” generalizando.

(En esta versión, López Puccio es el capitán.)

El asunto del psitácido viene por dos lados. Uno, su inesperada aparición en lugar de “loro” o “pájaro”. En el video linkeado se puede apreciar la pausa dramática que hace Núñez antes de esa palabra, perfecta para que el espectador piense lo que viene, y se vea sorprendido por su llegada. El segundo lado es la idea de que un tripulante de bergantín sepa el nombre científico de la familia de los loros, y lo use en la conversación así porque sí. Sobre todo, cuando ni siquiera conoce los términos propios del barco.

El segmento no se agota ahí. Está perfectamente armado. Está muy claro que la idea fue relacionar la palabra “eslora” con el animal. ¿Cómo eligieron hacerlo? Recurriendo a distintos elementos, plantados uno atrás de otro, cada uno como un chiste autónomo:

  • El personaje no conoce que la derecha es “estribor”.
  • Cuando se lo menciona, piensa que “estribor” es el barco pirata.
  • Luego de describir la escena del barco que incluye el loro que es estereotipo de los piratas, cuando el capitán le pregunta por el tamaño, se refiere al tamaño del loro, como si fuera relevante.
  • Al rectificarse la pregunta, estima el tamaño del barco, pero no sabe que los 40 metros no son de largo, sino de “eslora”.
  • Cuando el capitán lo vuelve a corregir y le dice sólo la palabra “eslora”, el personaje, confundido, mira alternativamente al capitán y a su catalejo, en un momento de confusión que dura varios segundos y es interpretao espléndidamente por Carlos Núñez.
  • Por último, decide defender sus dichos, y afirma “yo dije loro generalizando”.

Acá todo apunta a la máxima eficacia del último chiste, que se lleva su correspondiente carcajada, del mismo modo que hay una gran carcajada cuando se introduce la palabra “eslora”. Lo interesante es que todo el diálogo apuntala la resolución, y si se cayera cualquiera de los elementos que aparecen, el asunto de la eslora sería mucho menos efectivo, y probablemente mucho menos ingenioso. A cualquiera se le puede ocurrir relacionar la eslora con una lora. Les Luthiers lo hace con la mayor efectividad, y le exprime hasta la última carcajada.

Hace muchos años era un enfermo de los Simpsons. Tenía sentido. Era una serie que demandaba que se le prestara atención, y que enterraba chistes por todos lados, alimentando la visión repetida de cada capítulo. Era lógico, entonces, que no sólo me pusiera a investigar al respecto, sino que me conectara con la comunidad online existente.

Fue así que pasé tiempo absorbiendo información. Devoré The Simpsons Archive, con las cápsulas de episodios que tiraban mucha data acerca de detalles que no conocía y/o no podía conocer. Me metí en alt.tv.simpsons, y vi las charlas que se producían sobre cualquier tema. Muchas eran absurdas, porque cualquier comunidad online tiene un porcentaje de idiotas. Pero había gente que posteaba cosas interesantes, y también se producían entusiastas discusiones cuando había una entrega nueva de la serie en su país de origen. Entre los comentarios, que hablaban de la serie en inglés, veía cosas que eran modificadas por el doblaje, y eso me hizo tener curiosidad por ver la serie en su idioma original. Cuando lo conseguí, llegué a la conclusión de que la versión doblada es muy, muy inferior, y sigo aconsejando verla en inglés. Requiere un pequeño acostumbramiento, pero vale la pena.

En esa época, las series tardaban varios meses en llegar acá. Y de repente yo sabía detalles de una temporada que se iba a estrenar al día siguiente. No podía darme cuenta por los comentarios, porque siempre hubo una mezcla de positivos y negativos, pero tenía esperanzas de que esa temporada que estaba siguiendo sin ver, la décima, fuera mejor que la anterior.

Ese año se había estrenado la novena temporada, que había ampliado el leve pero sensible declive que me había dado cuenta que existía un año antes. No sabía, sin embargo, si ese declive era algo que yo percibía (al fin y al cabo, se daba justo cuando empecé a prestar más atención y conocer más detalles) o algo existente. Mi entusiasmo, sin embargo, continuaba, y con las primeras ocho temporadas había suficiente material como para mantener interés.

Al final, llegué a la conclusión de que el deterioro era real, y en la décima temporada se hizo demasiado marcado. La siguiente continuó la espiral descendente, y la decimosegunda fue tan espantosa que me hizo dudar de todo lo anterior. ¿Puede ser que una serie que acaba de determinar que es gracioso que a su protagonista lo viole un panda haya sido tan buena como pensaba?

Gradualmente mi entusiasmo se empezó a desvanacer. No llegué a ver completa esa temporada, pero tenía algunos compromisos que cumplir. Había creado mi propio sitio en español (donde los capítulos se llaman episodios), que llegó a ser bastante popular. También colaboraba con el Archive, donde todavía figura mi nombre aunque hace años que no actualizo nada (ocurre lo mismo con la mayoría de los colaboradores listados).

Después me volví a entusiasmar un poco, cuando para la temporada 13 la serie cambió de productor y parecía haber signos de mejoría. Durante dos o tres años, aunque había atrocidades, la serie parecía estar en buen camino. Pero pronto, así como así, mi interés desapareció completamente. Creo que dejé la temporada 16 sin terminar, y desde entonces sólo he visto algo nuevo en dos o tres oportunidades.

Poco después apareció la película, que se estrenó sólo en castellano así que la vi pirateada en inglés. En ella descansaba toda mi esperanza de ver algo del nivel de los ’90. Sabía que estaban involucrados varios guionistas que eran de los mejores de la historia de la serie, y que se había trabajado en el guión durante mucho tiempo. Ver el film no sé si fue una decepción, pero sí confirmó mis temores. “The Simpsons” no tenía nada más para decir. La película tiene sus momentos, pero en general es bastante triste para ver. Es el equivalente fílmico de un show de Simpsons sobre hielo. Es una especie de “¿se acuerdan de estos personajes? mírenlos, acá están, en pantalla grande”. Ya no había esperanza de recuperación.

Si se fijan en el link al sitio mío, la última actualización (después de bastante tiempo) es de poco antes del estreno de la película, y después de eso ya no me molesté en estar más. Era un universo que no valía la pena habitar. La obsesión por los Simpsons completó la transición hacia obsesiones por otras cosas, y me quedó al mismo tiempo un cariño por la serie y cierto dolor por no haber sabido retirarse a tiempo.

Hace unos meses vi en el AV Club que había habido un capítulo bueno, y decidí bajarlo a ver qué onda. No tenía mucha esperanza, y mi expectativa fue colmada. Era igual de intrascendente que lo que recordaba de las últimas temporadas que vi. Sin embargo, algo me quedó rondando en la cabeza. Y desde entonces, me metí cada tanto en algunos de los sitios que frecuentaba antes.

Es un poco como volver después de varios años a una ciudad donde uno vivía antes. Es la misma ciudad, pero cambiada. Hay gente nueva, costumbres nuevas, y muchas de las mismas, tal vez intactas, tal vez sólo renovadas. Leyendo algunas charlas del No Homers Club descubrí que se había inventado un término para las temporadas actuales: Zombie Simpsons. Aparentemente produce cierta polémica, pero me pareció muy apropiado, y mejor que el AfterSimpsons que se me había ocurrido en su momento.

Días atrás, descubrí el que parece ser el sitio que originó esa frase. Se llama Dead Homer Society, y está hecho por un grupo de gente que tiene una visión similar a la mía sobre el declive de la serie. La diferencia es que la siguen viendo y analizando, mientras claman por la cancelación. En su manifiesto puede leerse que el sitio tiene como objetivo “to create an on-line home for Simpsons fans who outright despise most, if not all, of the double-digit seasons but revere the old ones the way religious types do their stupid books”.

Ofrecen análisis de cada capítulo nuevo de Zombie Simpsons (se niegan a aceptar que es la misma serie que The Simpsons), con comparaciones de cómo se manejan elementos similares, comentarios de estrenos o noticias, y también con textos sueltos que suelen argumentos inteligentes. Hacen también repasos de los tracks de comentarios de las temporadas de Zombie Simpsons que están en DVD, notando cómo los que trabajaron en la serie ignoran todo lo que pasa en la pantalla, y mostrando el desinterés que les produce incluso a los que crearon los capítulos. Como son enfermos de la serie, epigrafan cada post con alguna cita apropiada de las temporadas de un dígito, junto con la captura correspondiente.

Así que quiero aprovechar la oportunidad para dar mi sello de aprobación a Dead Homer Society, al término Zombie Simpsons, y al noble objetivo comunitario del sitio.

El siguiente es un ejercicio de escritura automática cuya consigna es que el título sea “qué me inspira”. La escritura automática consiste en escribir continuamente, sin parar, a veces con algún límite de tiempo. Acá lo hice sin un tiempo definido, sólo guiado por dónde me parecía que tenía algo más o menos cerrado.

Muchas veces encuentro inspiración en el baño. No sé por qué, pero muchas veces en el baño se me ocurren las ideas que en otro lado tardan en aparecer. Me pasa que no sé que escribir, voy al baño y entonces, sin más que entrar en el cuarto, sé qué escribir. Incluso lo he probado de manera pseudocientífica. He ido sólo para ver si se me ocurría una idea, y se me ocurrió algo totalmente distinto de lo que estaba pensando antes de entrar.

No sé por qué ocurre eso. Tal vez es la soledad, la intimidad, la inmediatez de todo lo relacionado con el baño. No sé. No sólo se me ocurren cosas para escribir, también pienso en lo que tengo que hacer, libros para leer, llamadas telefónicas para hacer, planes a seguir. Ninguno puede ser hecho en el momento, porque estoy en el baño (a veces tengo el celular, pero es medio feo llamar a alguien desde el baño; atender es otra cosa). Ocurre también que me olvido lo que había pensado en el momento que salgo del baño.

Es como un cuartito mágico, una antena parabólica de ideas. Los azulejos tienen una receptividad, o una reflectividad inusual. Por ahí las ideas están rondando siempre, y el baño las amplifica. Sí, eso puede ser, no sé bien por qué, de todos modos. Porque hay muchos cuartos chicos, o momentos de intimidad. Y no siempre se me ocurren ideas.

Otra pregunta es: ¿es el baño, o es ese baño? Porque, si fuera la segunda opción, estoy en problemas. Tarde o temprano, ese baño será ajeno, y no lo voy a tener a mi alcance tan fácilmente. Sin embargo, no creo que sea así. Las ideas no vienen del baño, vienen de mí. Porque, para responder a la pregunta inicial, o mejor dicho para asumir que no la estoy respondiendo, “en el baño” es donde me inspiro más, no lo que me inspira. La causa es otra, y pueden ser muchas, no sé de dónde viene. Si supiera, estaría ahí muy seguido, como si fuera una cantera, del mismo modo que hago con el truco de entrar al baño cuando estoy buscando que surja un géiser de ideas.

Entonces, vamos a suponer que lo que me inspira soy yo. Son las ganas de inspirarme. Me da la impresión de que todo el mundo tiene ideas de las que uso para escribir, por ahí no exactamente las mismas, pero muchas de las mismas puntas. El asunto es que estoy al acecho. Tengo las antenas encendidas (otra vez la metáfora de la antena, ¿qué querrá decir?). Cuando tengo algunos de esos principios de idea, son como piolines de los que tiro, a ver si sale algo. A veces no sale nada, pero a veces el piolín conduce a algún lado, como le ocurrió a Teseo. Es sólo cuestión de seguir el camino, que por suerte se va haciendo más promisorio a medida que se avanza, al contrario de lo que le ocurrió a Teseo.

Para ver los piolines, lo que necesito es tener entrenada la vista. “La vista” es una manera de decir, porque estoy hablando en metáfora. “Hablando” es una manera de decir, porque estoy escribiendo. Lo que quiero decir es que para mí que siempre tuve esa clase de ideas, que siempre tenía los piolines ahí, y no me molestaba en levantarlos. Los piolines, para metaforar la metáfora, son como almejas después de una ola: hay que sacarlas cuando están burbujeando (me dicen, nunca logré sacar una). Y durante muchos años dejé que se enterraran, del mismo modo que pienso que mucha gente deja que se entierren las suyas. Pero estar, están, y la inspiración, en una de ésas, es más darse cuenta de cuáles son las que están, y capturarlas para darles libertad.

Usted, querido lector, tiene la oportunidad de asistir a un evento sin precedentes: una lectura de Léame en la Feria del Libro de Buenos Aires. Será mañana sábado, 5 de mayo. Ocurrirá en el stand 402, que queda en el pabellón azul. Es un stand del instituto cultural de la provincia de Buenos Aires. Allí se presentarán a las 19 tres editoriales, entre las que está Viajera, y a las 21 autores de esas editoriales procederemos a leer de nuestros libros.

Se ha decidido hacer un hit y un estreno. Aunque el tiempo disponible no es mucho, me la voy a jugar y voy a leer un texto de los que dan nombre al libro, que hasta el momento evité. ¿Por qué los evité? Porque en general son diálogos individuales entre el autor y el lector, pero precisamente esa naturaleza “del autor al lector” es lo que lo hace apropiado para la Feria del Libro, cuyo slogan es precisamente “del autor al lector”.

¿Dónde queda la Feria? Pues como siempre, en la Rural. Es en Plaza Italia, que es en Av. Santa Fe y Av. Sarmiento, Buenos Aires (aparentemente la entrada de Sarmiento es la más adecuada). Llega el subte D, y numerosos colectivos, muchos de los cuales tienen un letrero en el parabrisas que dice “Vamos a la Rural”. No se sabe si ese cartel se refiere al predio (que se suele llamar “la Rural”) o a la Exposición Rural que se hace todos los años en ese predio. Lo cierto es que no tienen un cartel que diga “vamos a la Feria del Libro”, a pesar de que en los colectivos suele haber muchos lectores. Aunque, es cierto, según el horario también hay ganado.

Antes se hacía en el Centro Municipal de Exposiciones, que quedaba atrás del Italpark, y durante un tiempo fue el único evento grande que no se mudó a la Rural. Hasta que se mudó. Desde entonces, el Centro de Exposiciones dejó de ser Municipal. Y ya el Italpark se había convertido sólo en park. Las cosas cambiaron. Pero antes no tenían Léame. No todo está perdido.

Yo me conozco. Soy detallista, no me gusta saber que algo se puede mejorar y no está mejorado. Pero tengo la suerte de no tener un oído tan entrenado como para escuchar muy sutiles diferencias entre distintas ediciones de los mismos discos.

Sé que si fuera audiófilo necesitaría los parlantes de la mejor calidad, los discos de la mejor calidad. No podría escuchar MP3, porque me daría cuenta de la pérdida de datos, la escucharía, aun inaudible. No podría escuchar música en el subte, salvo con auriculares especiales de cancelación de los ruidos externos. Me volvería loco rápidamente.

Me pasa, sin embargo, que estoy informado, y necesito tener los discos remasterizados, porque sé que suenan mejor. No lo puedo comprobar, a menos que las diferencias sean muy notorias. Pero si escucho una edición anterior y lo sé, me siento incompleto. Siento que estoy perdiéndome algo, algo que no llego a percibir conscientemente, pero que está, y sé que está, entonces siento su ausencia.

Por suerte todavía no me volví loco.

No quiero pensar lo que sería si, encima, pudiera percibir las diferencias por mí mismo. Estaría todo el tiempo protestando, diciéndole a la gente “gente, ¿no se dan cuenta de que están escuchando una porquería?”. Sería tan hinchapelotas que me llevarían preso por ruidos molestos, justamente por querer evitárselos a los demás.

Lo bueno es que no me pasa. Tengo sólo una pequeña obsesión, que no se manifiesta mucho externamente. Entonces puedo convivir, y puedo hacerme pasar por una persona como las demás. Y puedo suponer que los demás también se dan cuenta de lo que me doy cuenta yo, y se están haciendo pasar por normales, como yo, sólo para mantener cierto decoro en la civilización.

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